Vinoteca

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Tengo una colección de vinos.

Un atardecer de sol rosado vino una mujer con la sonrisa más encendida del mundo. Vino con el pelo más oscuro y menos triste que nunca vi, para tintar tanta tontería que se escondía en mí de un tono diferente al gris.

Vino el viento a través del blanco resplandor de su sonrisa y trajo un amor entre su brisa. No uno cualquiera. Un Amor en mayúsculas, de esos que apapachan el alma, de esos que son muy de piel. De esos cuyo soplo te calma, de esos más dulces que la miel.

A cada gota de su vino le doy gracias por la inspiración, por brindar a mis letras acción, por regalarme su porción de corazón, por enseñarme una valiosa lección.

Y también vino el dolor, tan fuerte como el más añejo de los “Gran Reserva”. Un dolor distante, acuoso, tan profundo como el Atlántico. Menos mal que ese no es permanente. Lo que vino para quedarse es mi pasión por compartir una copa de vino, del color que sea, junto al calor de su ternura; derramarnos el alcohol si nuestras heridas supuran, cosernos a besos los puntos de sutura, y empezar a vivir sin ataduras.

Junto a ella, el jugo de la vida saborearé, latiré, gemiré, exprimiré. Y si alguna vez se va, haré una fiesta con sus “vinos” y mis “iré”.

 

Gracias a Tierra Trivium por abrazar mis letras.

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