‘Trozos de mi piel’, de David Puigbó

[Acabé de trabajar como lo hacía cada día, colocado. Había consumido suficiente cocaína y alcohol como para poder calmar mi alma. Y al no poder dormir decidí coger el coche y dar una vuelta, a ver si se me pasaba un poco el pelotazo que llevaba.

Desgraciadamente, al cabo de un rato, empecé a desesperarme…

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Ya no me quedaba tema. Cogí el móvil y empecé a llamar a toda mi agenda de camellos, pero ninguno tenía. Quería comprar, pero no había manera, algo estaba en mi contra. Y empezó el agobio…

Así que me fui a la discoteca y me entretuve bebiendo. Bebí muchísimo, pero a las dos horas, regresó el agobio, aunque ésta vez me empujaba literalmente a conseguir droga como fuera. Estaba decidido así que me dirigí hacia un bar de mujeres donde habitualmente era fácil conseguir, aunque a un precio más alto y a una calidad más baja. ¡Y la conseguí! Sí, pero para mí, no había suficiente. Enseguida se terminó y el agobio era cada vez más desesperante… MI NARIZ ARDÍA.

Ya me había gastado un dineral, pero volví a la zona de discotecas a ver si podía conseguir algo más barato. 

Observaba a la gente intentando localizar una cara conocida que pudiera conseguirme algo, y mientras, me tomé un par de copas más. Los habituales camellos que encontraba, pasaban de mí afirmando que ya no les quedaba nada, pero yo sabía que no era cierto. No querían venderme. Unos porque les debía dinero y otros porque había tenido algún altercado con ellos, producido por la falta de calidad del material que vendían, o por alguno de mis brotes agresivos…

Tambaleándome de bar en bar, debido a los efectos del alcohol, encontré a un grupo de emigrantes y sin conocerlos de nada les pregunté si tenían algo de droga para mí. Uno de ellos dudó un instante, pero me dijo que sí, que tenía que ir a casa a buscarla. Yo sabía que podía ser mentira, pero me la jugué y esperé junto a los demás. Necesitaba esa droga…

Al cabo de un rato vino y me vendió dos papelas bien hechas, y pensé que todavía tendría suerte. Pagué cien euros por ellas, estaba demasiado desesperado como para discutir. En cuanto me las dio, me faltó tiempo para irme al primer lavabo que encontré y meterme algunas rayas… Estaba dispuesto a meterme las rayas más grandes que pudiera hacerme. Y así lo hice. Teniéndolo ya todo preparado, al meterme la primera me di cuenta de que me habían engañado. ¡Era sacarina! ¡Malditos cabrones!

Salí corriendo del dichoso lavabo a ver si encontraba a aquellos perros estafadores, y no tardé en encontrarlos. Les pedí explicaciones acerca de aquella mierda que me habían pasado, eran cinco o seis, pero no pude contenerme, me daba igual, y lo reconozco, me puse muy gallito… Y muy nervioso. Empezamos a discutir acaloradamente hasta que empujé a uno de ellos. Después, ya todo vino rodado.

Me pegaron la mayor paliza que me han pegado en mi vida. Tirado en el suelo, sangrando, seguían pegándome patadas. Y me desmayé.

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Ilustrado por Sara Muñoz.

Al despertar reconocí que la lluvia caía sobre mi cuerpo, estaba empapado, y mi cara seguía sangrando gracias a los golpes que había recibido.

¡Tengo que cambiar de vida! –grité en voz alta. Y hasta aquí hemos llegado, esto es lo que recuerdo…

No sé cuánto tiempo estuve tirado en la calle, ni siquiera recuerdo cómo llegué al hospital, ni si llegué solo o si alguien me acompañó. La cuestión es que desperté en el hospital con terribles dolores por todo el cuerpo. Me habían dejado baldado esos cabrones…

Y aunque aquella tremenda paliza no consiguió rebajar ni mi orgullo ni mi prepotencia, la enfermera sí lo hizo al exigirle que me trajera un café con leche, con muy malos modales, y ella replicarme con cierta ironía que yo no estaba en un hotel ni ella era la camarera.

Creo que, de la vergüenza, me levanté y me fui del hospital sin dar ninguna explicación a nadie, aunque intentaron conseguirla. De vuelta a casa, iba esquivando a la gente para que no vieran mi cara, quería pasar lo más desapercibido posible, pero pensaba que todos lo sabían… ¡ME MIRABAN Y LO SABÍAN!

Aquello no podía ser, necesitaba pedir ayuda, ¡Tenía que hacerlo! Tenía que contárselo a mis padres. ¿Qué podía hacer con mi vida? Estaba bien jodido. Tendría que enfrentarme a mis padres, a toda la gente que me conocía, definitivamente, me había arruinado la vida.

Seguía lloviendo, pero me daba igual, tenía que encontrar una solución. Estaba verdaderamente desesperado. Solo no podía salir de las drogas… Ya en ocasiones anteriores, había intentado dejar las drogas, lo intenté, pero siempre fue un fracaso, siempre volvía a tomar. Y de repente lo vi claro. Era mi única opción. Ingresaría en un centro de desintoxicación. Ya no podía más. No aguantaría seguir llevando una vida llena de problemas y desgracias. Ya no.

Se acabó el camino, llegué a mi casa, y menudo drama se montó… Mi madre llorando y mi padre acusándome, hasta que me desmoroné y me puse a llorar como un niño.

Les dije que ya no podía más, que quería ingresar en un centro, que llevaba muchos años engañándoles, que me drogaba desde hacía mucho tiempo y que era incapaz de dejarlo solo.

Por un instante, mis padres dudaron, pero al ver mis lágrimas entendieron que todo era real, que necesitaba ayuda de verdad… Al cabo de unas dos semanas ingresaba en un centro, gracias a un psicólogo amigo de la familia.

Durante más de dos años, he sido residente de un centro de desintoxicación. Allí he escrito éstos pensamientos, entre los cuales espero dejar entrever, cómo ha sido mi experiencia….]. Trozos de mi piel, de David Puigbó.

 

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