Artículo de María Paula García.
“A veces, la vida se comporta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas. Cuando la vida se comporta de ese modo, se nos ensucian los ojos con los que vemos. Es decir, los verdaderos ojos. A nuestro lado, pasan papeles escritos con una letra que creemos reconocer. El cielo se mueve más rápido que las horas. Y lo peor es que nadie sabe si, alguna vez, regresará la calma”. Así comienza “Amigos por el viento”, un cuento de Liliana Bodoc que da nombre al libro que lo contiene. Liliana Bodoc es una escritora argentina –sí, aún no me acostumbro a decir era– y nos dejó, de un día para el otro, el pasado 6 de Febrero. Todo quedó desordenado y arrasado. Por lo inesperado, por lo indeseado pero, por sobre todo, porque es una enorme pérdida para el mundo de la literatura. Si bien se la conoce como un referente en la literatura infantil y juvenil, prefiero suprimir esos adjetivos que terminan marginando autores –como Bodoc- y obras que, por su calidad estética, debieran estar en el centro de la escena literaria. Su palabra poética diciendo lo que otros no se animan decir, o lo que nosotros no sabemos cómo decir, se nos presenta como un lugar de fortaleza: frente a la realidad que nos rodea, nos queda la poesía como sostén, nos queda la literatura para resistir.
Releo lo que escribo, veo la repetición del verbo decir y no encuentro sinónimo posible para reemplazarlo. Y es que en esa insistencia también está Liliana Bodoc. “Hablar es decidir. Si no hablamos, no decidimos y decide el pensamiento hegemónico”, dijo en una de sus conferencias. Por eso, su partida es también una inmensa pérdida en el plano de lo político. Convencida de que la palabra poética es política, de la misma forma en que el lenguaje también lo es, acompañó como madrina las acciones del Plan Nacional de Lectura que funcionó en Argentina del 2008 al 2015. En ese rol, visitó infinidad de escuelas y ofreció conferencias a maestros y alumnos, tendiendo puentes con la poesía y defendiendo la palabra como instrumento de poder. “No es posible planear lecturas sin planear una batalla contra todos los modos de la brutalidad. Me enorgullece ser parte de un plan que abre libros para cerrar heridas”, dijo en el año 2009. ¿Cómo, entonces, no vamos a estar impregnados de incredulidad y tristeza quienes, además de ser lectores, somos docentes? Se nos fue alguien que dijo y sostuvo implacablemente que “la educación no se imparte, se devuelve, la educación no es un acto de generosidad sino de justicia”. Uno encuentra en la escritura de Bodoc el compromiso político, el enojo frente a la injusticia y la rebeldía contra un sistema que reproduce la desigualdad. E, inevitablemente, sale de esa lectura con la convicción de que la palabra poética transforma e interpela al otro; y si no lo logra, al menos es refugio frente a lo adverso y lo absurdo de la realidad.
«La hermana muerte carga con una tarea que todos comprenden pero pocos perdonan. Sin ella, los hombres no mirarían al cielo en las noches claras. Tampoco cantarían. Sin ella no existirían el suspiro ni el deseo. Sin ella nadie en este mundo se ocuparía de ser feliz.”, escribió en Los días de la sombra. Los lectores de Bodoc no le perdonaremos a la muerte este arrebato tan antes de tiempo, pero sí miraremos al cielo y, cuando no nos quede nada más que llorar, haremos lo que ella habría hecho: abriremos un libro –uno suyo-, elegiremos los versos más poéticos, las palabras más nuestras, se las diremos al mundo y nos dejaremos abrazar.
Los invito a leer el cuento que comenzó esta nota; de nada sirve el poder de la palabra si ésta no se comparte con el otro.
Amigos por el viento
Liliana Bodoc
A veces, la vida se comporta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas.
Cuando la vida se comporta de ese modo, se nos ensucian los ojos con los que vemos. Es decir, los verdaderos ojos. A nuestro lado, pasan papeles escritos con una letra que creemos reconocer. El cielo se mueve más rápido que las horas. Y lo peor es que nadie sabe si, alguna vez, regresará la calma.
Así ocurrió el día que papá se fue de casa. La vida se nos transformó en viento casi sin dar aviso. Recuerdo la puerta que se cerró detrás de su sombra y sus valijas. También puedo recordar la ropa reseca sacudiéndose al sol mientras mamá cerraba las ventanas para que, adentro y adentro, algo quedara en su sitio.
–Le dije a Ricardo que viniera con su hijo. ¿Qué te parece?
–Me parece bien –mentí.
Mamá dejó de pulir la bandeja, y me miró:
–No me lo estás diciendo muy convencida…
–Yo no tengo que estar convencida.
–¿Y eso qué significa? –preguntó la mujer que más preguntas me hizo a lo largo de mi vida.
Me vi obligada a levantar los ojos del libro:
–Significa que es tu cumpleaños, y no el mío –respondí.
La gata salió de su canasto, y fue a enredarse entre las piernas de mamá.
Que mamá tuviera novio era casi insoportable. Pero que ese novio tuviera un hijo era una verdadera amenaza. Otra vez, un peligro rondaba mi vida. Otra vez había viento en el horizonte.
–Se van a entender bien –dijo mamá–. Juanjo tiene tu edad.
La gata, único ser que entendía mi desolación, saltó sobre mis rodillas. Gracias, gatita buena.
Habían pasado varios años desde aquel viento que se llevó a papá. En casa ya estaban reparados los daños. Los huecos de la biblioteca fueron ocupados con nuevos libros. Y hacía mucho que yo no encontraba gotas de llanto escondidas en los jarrones, disimuladas como estalactitas en el congelador. Disfrazadas de pedacitos de cristal. “Se me acaba de romper una copa”, inventaba mamá que, con tal de ocultarme su tristeza, era capaz de esas y otras asombrosas hechicerías.
Ya no había huellas de viento ni de llantos. Y justo cuando empezábamos a reírnos con ganas y a pasear juntas en bicicleta, aparecía un tal Ricardo y todo volvía a peligrar.
Mamá sacó las cocadas del horno. Antes del viento, ella las hacía cada domingo. Después pareció tomarle rencor a la receta porque se molestaba con la sola mención del asunto. Ahora, el tal Ricardo y su Juanjo habían conseguido que volviera a hacerlas. Algo que yo no pude conseguir.
–Me voy a arreglar un poco –dijo mamá mirándose las manos–. Lo único que falta es que lleguen y me encuentren hecha un desastre.
–¿Qué te vas a poner? –le pregunté en un supremo esfuerzo de amor.
–El vestido azul.
Mamá salió de la cocina, la gata regresó a su canasto. Y yo me quedé sola para imaginar lo que me esperaba.
Seguramente, ese horrible Juanjo iba a devorar las cocadas. Y los pedacitos de merengue se quedarían pegados en los costados de su boca. También era seguro que iba a dejar sucio el jabón cuando se lavara las manos. Iba a hablar de su perro con el único propósito de desmerecer a mi gata.
Pude verlo transitando por mi casa con los cordones de las zapatillas desatados, tratando de anticipar la manera de quedarse con mi dormitorio. Pero, más que ninguna otra cosa, me aterró la certeza de que sería uno de esos chicos que, en vez de hablar, hacen ruidos: frenadas de autos, golpes en el estómago, sirenas de bomberos, ametralladoras y explosiones.
–¡Mamá! –grité pegada a la puerta del baño.
–¿Qué pasa? –me respondió desde la ducha.
–¿Cómo se llaman esa palabras que parecen ruidos?
El agua caía apenas tibia, mamá intentaba comprender mi pregunta, la gata dormía y yo esperaba.
–¿Palabras que parecen ruidos?–repitió.
–Sí. –Y aclaré– Pum, Plaf, Ugg…
¡Ring!
–Por favor –dijo mamá–, están llamando.
No tuve más remedio que abrir la puerta.
–¡Hola! –dijeron las rosas que traía Ricardo.
–¡Hola! –dijo Ricardo asomado detrás de las rosas.
Yo miré a su hijo sin piedad. Como lo había imaginado, traía puesta un remera ridícula y un pantalón que le quedaba corto.
Enseguida, apareció mamá. Estaba tan linda como si no se hubiese arreglado. Así le pasaba a ella. Y el azul le quedaba muy bien a sus cejas espesas.
–Podrían ir a escuchar música a tu habitación –sugirió la mujer que cumplía años, desesperada por la falta de aire. Y es que yo me lo había tragado todo para matar por asfixia a los invitados.
Cumplí sin quejarme. El horrible chico me siguió en silencio. Me senté en una cama. Él se sentó en la otra. Sin dudas, ya estaría decidiendo que el dormitorio pronto sería de su propiedad. Y que yo dormiría en el canasto, junto a la gata.
No puse música porque no tenía nada que festejar. Aquel era un día triste para mí. No me pareció justo, y decidí que también él debía sufrir. Entonces, busqué una espina y la puse entre signos de preguntas:
–¿Cuánto hace que se murió tu mamá?
Juanjo abrió grandes los ojos para disimular algo.
–Cuatro años –contestó.
Pero mi rabia no se conformó con eso:
–¿Y cómo fue? –volví a preguntar.
Esta vez, entrecerró los ojos.
Yo esperaba oir cualquier respuesta, menos la que llegó desde su voz cortada.
–Fue…, fue como un viento –dijo.
Agaché la cabeza, y dejé salir el aire que tenía guardado. Juanjo estaba hablando del viento, ¿sería el mismo que pasó por mi vida?
–¿Es un viento que llega de repente y se mete en todos lados? –pregunté.
–Sí, es ese.
–¿Y también susurra…?
–Mi viento susurraba –dijo Juanjo–. Pero no entendí lo que decía.
–Yo tampoco entendí. –Los dos vientos se mezclaron en mi cabeza.
Pasó un silencio.
–Un viento tan fuerte que movió los edificios –dijo él–. Y eso que los edificios tienen raíces…
Pasó una respiración.
–A mí se me ensuciaron los ojos –dije.
Pasaron dos.
–A mí también.
–¿Tu papá cerró las ventanas? –pregunté.
–Sí.
–Mi mamá también.
–¿Por qué lo habrán hecho? –Juanjo parecía asustado.
–Debe haber sido para que algo quedara en su sitio.
A veces, la vida se comporta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas.
–Si querés vamos a comer cocadas –le dije.
Porque Juanjo y yo teníamos un viento en común. Y quizás ya era tiempo de abrir las ventanas.