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Reseña Barba Azul de Amélie Nothomb
Este año con la llegada del verano La Buhardilla no va a cerrar sus puertas, pero si que va a aprovechar para hacer algunas reformas e incluir otras secciones como las reseñas de Laura Orens, que esta semana nos habla de la novela Barba Azul de Amélie Nothomb, novela de la que ya hablo en su blog personal (Entramada) y sin más preambulos le cedo la pluma a Laura Orens:
BARBA AZUL. De Amélie Nothomb.
Amélie Nothomb, cuya biografía parece un relato más (infancia en el lejano oriente, aderezado con raíces belgas), digiere el clásico para tejer un universo propio: sin prejuicios.
Humana y literaria, lúcida y ácida, alimenta un particular juego de puertas; las abiertas y aquellas que se teme y se desea abrir con la misma intensidad, las que anticipan monstruos en la oscuridad, inteligentemente guardados sin llave, cuestión de confianza.
La premisa; París, presente indefinido. Saturnine Puissant, joven belga, se presenta a una entrevista para un coninquilinato lleno de ventajas. Encuentra a Elimiro Nibal y Mílcar, grande de España, hasta las entrañas, inspirado en el Gran Duque de Alba (Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel), con cierto encanto, literariamente hablando.
De todas las mujeres aspirantes, Don Elimiro se decanta por la joven, a quien parece no impresionar la reputación que arrastra de desaparición de ocho mujeres y que agita la curiosidad de las candidatas; la misma que alimenta la trama desde tiempos de Perrault 1697, como moscas a la miel, no así a la candidata belga.
La única prohibición: entrar al cuarto oscuro donde se revelan secretos y fotografías cuya entrada tendrá consecuencias.
A partir de aquí: la curiosidad -femenina- versus el derecho al secreto.
La curiosidad, históricamente denostada, ha sido sin embargo la causa de avances, de nuevas miradas, incluso de cierta inteligencia intuitiva.
¿Acaso tiene género?
En este caso, la ácida mirada de Nothomb la conjuga en esta intimista investigación de la joven belga sin perder un gramo de surrealismo hambriento. Hambriento, sí, como la curiosidad que bate hasta hacer tortilla, mientras trama una fábula tan apetitosa como sugerente, sin avergonzarse ni disculparse con todos los ingredientes de Elimiro, culto seductor, maniático, de obsesiones teológicas arraigadas, tráfico de indulgencias y todo agitado con mucho, mucho huevo.
A la mesa, Saturnine, comparte asiento con Tánatos, que planea como un invitado más, observador del duelo dialéctico de digestiones lentas, donde se disponen: alimentos como herramientas de cambio; «la cocina es un arte y un poder», la atracción masoquista femenina hacia el seductor protagonista «el miedo forma parte del placer» y el amor.
Un amor como proceso de transformación, no idealizado, descarnado, el que Elimiro construye tejiendo ausencias, quizás decepciones, las que coloreó sin sustituir las consecuencias de sus duelos, amando sus secuelas.
El de Saturnine que parte de su rechazo «¿Tan pronto? ¿Y por tan poco?», se alimenta a la sombra del lujo que rodea a Elimiro, que cual alquimista, convierte la seducción en civilización; de alimentos en la cocina, de tejidos en la confección para una mujer que se ve obligado a inventar en su búsqueda de «la frontera entre la amada y uno mismo».
«Pensar un vestido para un cuerpo y un alma, cortarlo, juntarlo, es el acto de amor por excelencia». «Cada mujer exige una ropa distinta. Se requiere una atención suprema para sentirlo: hay que escuchar, mirar. Sobre todo no imponer los propios gustos. Para Émeline, fue un vestido de color de día. Ese detalle del cuento Piel de asno la tenía obsesionada. Faltaba decidir de qué día se trataba: un día parisino, un día chino ¿y de qué estación? Dispongo aquí del catálogo universal de los colores, taxonomía establecida en 1867 por la metafísica Amélie Casus Belli: un compendio indispensable. Para Proserpine, fue una chistera de encaje de Calais. Me dejé las cejas confiriéndole a tan frágil material la rigidez adecuada, pero también la capacidad de escamoteo que exige este tipo de sombrero. Me atrevo a decir que lo conseguí. Séverine, una sévrienne algo severa, tenía la delicadeza del cristal de Sèvres: creé para ella una capa catalpa cuyo tejido tenía el sutil azul de la caída de las flores de ese árbol en primavera. Incardine era una chica de fuego: esa criatura nervaliana merecía una chaqueta llama, auténtica pirotecnia de organdí. Cuando se la ponía, me incendiaba. Térébenthine había escrito una tesis sobre el hevea. Pinché un neumático para recuperar la dúctil sustancia y poder realizar un cinturón-corpiño que le confería un porte admirable. Mélusine tenía los ojos y la silueta de una serpiente: completé su figura con un vestido tubo sin mangas, de cuello alto, que le llegaba a los tobillos. Estuve a punto de aprender a tocar la flauta para encantarla cuando se vestía así. Albumine, por motivos que no creo que deba explicar, fue la razón que me llevó a concebir una blusa cáscara de huevo de cuello merengue, en poliestireno expandido: una auténtica gorguera. Soy partidario del regreso de la gorguera española, no hay nada más apropiado. En cuanto a Digitaline, de venenosa belleza, inventé para ella un guante medidor. Unos largos guantes de tafetán púrpura que ascendían hasta más allá del codo y que gradué para ilustrar el adagio latino de Paracelso «Dosis sola facit venenum»: sólo la dosis hace al veneno.»
«El amor es una cuestión de fe, ésta es una cuestión de riesgo»
«Ponemos a prueba lo que amamos. Elimiro.
Uno protege los que ama. Saturnine».
Y en ese rincón entre las dos miradas del amor, dispares, incluso lejanas, ambos se encuentran en un rincón habitado por el color dorado, el mismo que agita las contradicciones de la belga en cada copa de champagne, suerte que invade al resto de sentidos en su enamoramiento bizantino, pura sinestesia.
«¿Qué es el color? El color no es el símbolo del placer, es el último placer. Es tan auténtico que en japonés color puede ser sinónimo de amor».
Saturnine cae en su propia trampa, desarmada, descubre ese amor con color propio y líquido, el que inventa para ella, amarillo número 87, el del forro de acetato de la falda que acaricia su piel, regándola de oro como las veladas que alimentan su curiosidad donde los matices del tejido «componen el amarillo asintótico; el color metafísico por excelencia».
Después de negociar consigo misma su enamoramiento, justifica al que desea no sea un asesino, apenas un tipo excéntrico que acaso ¿guarde un secreto atroz sin ser culpable?
Ser o no culpable.
Ser o no víctima.
Saturnine no es víctima ni culpable.
Elimiro le reconoce que «también se puede amar el mal» y se descubre ante ella, la invita a entrar al cuarto oscuro que revela el último aliento de aquellas que le precedieron, se preguntaron «amor mío ¿cómo puedes no acudir a salvarme?».
Allí donde sus fantasmas se convirtieron en un muestrario de retratos incompleto, de vestidos y colores, al otro lado de la doble óptica de la Hasselblad que multiplica las miradas de Saturnine, donde ella elige no formar parte del mosaico inacabado de las desaparecidas, muertas por su curiosidad y retratadas para siempre en su falta, en la que se encuentra consigo después de descubrirse poliédrica en las fotografías tomadas por Elimiro:
«¡Qué agradable era no ya ser otra, sino ser cincuenta otras distintas!»
Final.
Ser y no ser una y todas, piensa Saturnine, lo anhela con la misma intensidad con la que Elimiro necesita su retrato que complete su colección. Quizás aquello que les unió, fuera lo que los separe.
Dos personajes que avanzan a través de sus anhelos, de sus sombras y también de sus pérdidas.
Como el poso de una y varias lecturas, donde la metáfora se alimenta a capas en este juego de puertas abiertas y a medio cerrar, que es la in-existencia.
Por Laura Orens