En este Día de difuntos Jaguar Negro nos trae un precioso relato en el que la frontera entre el mundo de los vivos y el de los muertos se difumina. Disfrutar de El cumpleaños tras la puerta de Jaguar Negro.

EL CUMPLEAÑOS TRAS LA PUERTA

AL ABRIR LA PUERTA

Abrí la puerta de mi dormitorio y contemplé lo que ocurriría veinte años, cuatro meses y diez días después. No me asuste, no obstante, al verme dormida para siempre allí, en el remanso de la cama que fue de mi abuela, en el dormitorio de mi infancia y juventud, en casa de mis padre. Pero… ¿ por qué habría dado en ir a morir a casa de mis padres? , me pregunté. Por lo demás, el tiempo había sido benigno conmigo: allí tumbadita, mi piel seguía sin más arrugas que unas pocas líneas, propias de mi expresividad caudalosa. Mi semblante se me antojó sereno y el escenario acogedor. «Ha sido una muerte dulce» , pensé. Y me volví a la cama contenta.

Por la mañana desperté en la habitación de mi propia casa. «¡Qué sueño más vívido!», pensé. Fui a mirarme al espejo y no, no habían pasado por mi rostro más de 7 u 8 horas… lejos de los veinte años y pico que soñé anoche en el futuro. ¿ Soñando con mi muerte, eh? Señal de larga vida, decidí y me fui a trabajar. Como no le di importancia alguna, no comenté este sueño con nadie.

Transcurrió el tiempo, me jubilé y me dedicaba por entero a mi pasión: la escritura. Madrid me resultaba innecesario ya, y ruidoso. Me trasladé a la casa de mis padres en una pequeña ciudad. El tiempo transcurría entre novela y novela y conocí un par de nietos. Las Navidades las pasábamos en la pequeña ciudad, donde mis hijos venían, con su prole, a reunirse conmigo.

Sin darme cuenta, me hice mayor. Sembré unos cuantos pinos en las orillas del río, a través de los años, para verlos crecer. No quería incumplir nada de la famosa cantinela: tener un hijo, escribir un libro y… plantar un árbol.

Una tarde, al volver de mi largo paseo por el río, que solía durar dos horas, me sentí indispuesta. Todo se complicó y terminé con una brutal neumonía e ingresada. Mis hijos vinieron a verme. Me dieron el alta, volví a mi casa, que llevaba varios años siendo la de mis padres, en su pequeña ciudad natal. Mis hijos se quedarían otro par de noches y volverían a sus destinos.

Aquel sábado celebramos el tercer cumpleaños de mi nieto menor. Lo pasamos de fábula y nos acostamos cansados. A mí me costaba trabajo respirar bien por la noche tras la neumonía y tenía que usar oxígeno nocturno. Me acosté con una sensación maravillosa de felicidad, pensando que, tras colaborar con un grupo en la reforestación del río, no me quedaba nada por hacer. Soñé con la infancia de mis hijos, y con todas sus fiestas de cumpleaños. Podía ver con claridad sus caritas de alegría en sus fiestas de cumpleaños. Después de un rato largo de tranquilidad, sin soñar en nada, volví a despertarme. Me levanté para ir por agua fresca, como era mi costumbre, y al volver, lo vi todo por segunda vez.

Allí estaba yo, de nuevo, tal y como, exactamente, me había soñado justo veinte años, cuatro meses y siete días antes. En apariencia, dormida plácidamente, casi sin arrugas y con una serena sonrisa en mi cara. Pero al acercarme, comprobé que no respiraba en absoluto: me había quitado sin querer y en sueños, el oxígeno que me resultaba imprescindible de estar tumbada. Y por un ensalmo de la noche de Ánimas del 1 de noviembre, no me había ni siquiera despertado para recolocármela. Por lo que fallecí silenciosamente, mientras mi familia descansaba en dos dormitorios contiguos. Al ver mi cuerpo allí, yacente y yo fuera del mismo, me di cuenta que en realidad no estaba muerta. «¡ Qué error tan grande, sufriendo por los muertos! ¡ Y todo es mentira!», pensé cabreada. «Aquí, lo único sin vida ya, es mi cuerpo. Pobrecillo, con la guerra que me ha dado con sus ataques de reuma, los dolores graves… y ahora ahí, al fin tranquilo, pasará nuevamente a la Madre Tierra». Todas estas sorprendentes sensaciones me llenaron de una enorme y desconocida paz. Alcé la «vista» para mirar, por vez primera desde mi cambio de estado, alrededor. Al principio no vi nada. «Estoy jodida», pensaba «¿ a donde me voy yo ahora?» Pero tras unos momentos, todo comenzó a esclarecerse a mi alrededor. Una luminosidad brillante y no terrena me rodeó. Me sentí dentro de una esfera de paz amorosa que me invadió por completo. Y pronto vi una enorme habitación con una mesa de dulces de nata, de esos que no empalagan aunque te comas veinte, mis dulces favoritos. Asemejaba la habitación donde se va a celebrar un cumpleaños infantil con muchos niños. Me sentí tan feliz como el día más feliz que recuerdo ser feliz durante toda mi vida: siendo niña pequeña y recibiendo a mis amiguitos en casa por mi celebración de cumpleaños. Entonces me di cuenta de que no estaba sola: muchos más seres luminosos, como haces de luz, están conmigo. Sentía un cariño tremendo que me hinchaba el pecho por todos ellos, y nos mirábamos, reíamos y no dejábamos de comer todos los pastelillos de nata que nos apetecía, sin sentir el más mínimo empacho.

Y lo mejor de todo era: aquella fiesta no tenía pinta de acabar NUNCA.


Por Jaguar Negro