Esta semana Enrique Garza nos trae un relato, en el que viajaremos de su mano hasta Tanger y sus misterios.
SE CONOCIERON EN EL MINZAH
Agosto es un mes extraño, todo es diferente, gira y gira en la misma dirección. Estoy tomando algunas notas en el patio interior del Minzah, sentado en una de las mesas cuadradas formada con listones de madera ligeramente desconchados. No sé si llegué hasta aquí huyendo de mi pasado que me elevó en la vida a limites insospechados de vanidad hasta alcanzar el punto de inflexión. Ese instante en el que no me queda más remedio que doblegar, comprender y aceptar mi fragilidad. Hasta este momento todo eran parabienes: «es Vd. el mejor médico de Madrid; le debemos nuestro eterno agradecimiento por haber salvado la vida de mi marido; mi hija ha vuelto a vivir gracias a sus manos providenciales, ha sido como un Dios para nosotros» ¡Como un Dios! Así me sentía hasta hoy. Cada cena los fines de semana, había un momento en el que mi entorno me elevaba la vanidad hasta lo más alto que la imaginación puede alcanzar; esos baños de óleos pretenciosos los recibía cenando en la suavidad de las noches preveraniegas en algún jardín de La Moraleja, el Barrio de Abantos o La Finca: «eres un ser grandioso, lo tienes todo: dinero, fama, poder sobre la muerte, dos hijos estudiando en los Estados Unidos, una mujer guapa y elegante». Pero aquella tarde de julio transformó todo. No sé todavía lo que ocurrió ¿cómo pude distraerme en la mesa de operaciones? Debería haber salvado a ese niño de ocho años y se fue entre mis manos por mala praxis, no hay excusa, fue así ¡Aquella maldita peritonitis severa! Se han producido un cúmulo de contrariedades, un diagnóstico erróneo y tardío… ¡A mí esas cosas no me pasan! Eso le ocurre a otros.
—No se preocupen señores, está en buenas manos, su hijo no correrá ningún riesgo, padece una apendicitis sin importancia. Está en buenas manos.
—Gracias doctor, confiamos en Vd. sabemos que si dependemos de su pericia el niño estará recuperado en pocas horas. Mil gracias, nuevamente Dr. Martín.
Contesté varias llamadas de teléfono. Quedé a cenar con Arturo. Hablé con mi hijo Luís que tenía urgencia en transmitirme su decisión de cambiar de residencia en USA. Cuando comenzó la operación encontré un apéndice necrótico, que drenaba material fecal, entonces comenzó a supurar pus: a partir de ese momento, mi trabajo fue inútil. Comencé a sudar, daba instrucciones sin sentido, me temblaban las manos con el bisturí en el interior de ese pobre niño rubio y tierno de ocho años; el anestesista percibió que no era el mismo, había perdido el control, todo el equipo estaba pendiente de mí y las constantes del niño se caían lentamente.
Ahora estoy en Minzah conociendo mi verdad y comenzando de nuevo. Llegué hasta aquí siguiendo los pasos de Wiston Churchill o huyendo de los míos. No sé ni cómo llegué, ni tan siquiera recuerdo qué dejé atrás: ha sido una locura o la primera cosa sensata que he hecho en toda mi vida. Lógicamente la historia que estaba escribiendo comenzó con sus notas biográficas. Debía vivirlas en los ámbitos que envolvieron su vida: las calles que pisó, el whisky que bebió. Tengo que encontrar las miradas que cegaron sus ojos, las sensaciones y cielos que fueron formando su personalidad con manos de un divino alfarero; debo envolver la cintura de las mujeres que cautivó con su astucia felina aprendida en las mil batallas de la vida, la política y la guerra.
Sentado en uno de los sillones de mimbre sintético y color grisáceo —en 1930 probablemente serían de mimbre natural—, en el patio central, probablemente Sir Wiston también recordó o huyó de su terrible pasado victoriano: su padre, Lord Randolph; alcohólico y depresivo como él, fue incapaz de transmitir afectividad al joven Wiston. Como buen aristócrata, siendo un niño envió a un colegio en Ascot, con el fin de separarle de su madre, la guapísima Jennie Jerome, a quien Wiston adoraba. Los recuerdos de su padre seguro que fueron descritos con ironía cáustica, mientras escribía sus primeras memorias en la novela My early life, según sus biógrafos, en éste patio encantado tomó notas en Moleskine, probablemente sobre alguna de las sencillas mesas de madera entre las que me encuentro ¿por qué no? en esta misma mesa, rodeado de paredes blancas ornamentadas con arcos de herradura y pequeños techos de teja árabe que cubren el espacio dedicado a galería, lo que en España llamaríamos, claustro interior: la parte hispana del conjunto morisco que escogieron John Crichton-Stuart y Lord Bute, para decorar el hotel. Este aristócrata inglés aventurero y pendenciero, con intereses en Tánger y olfato de Teckel para los negocios.
Dejo la copa de whisky al borde la mesa y el té verde, que me habían servido en pequeñas tazas de cristal y tetera artesanal con grabados en plata marroquí. No tengo intención de seguir escribiendo en ese estado, es mi tercera copa rodeado por el vacío de la sala la central, refrescada por una fuente de arquitectura árabe incorporada al patio para aportar algo de humedad y calmar los sentidos con el murmullo del agua. Una mujer de pelo y piel trigueña entra en la sala interior: sus ojos son Chauen, posee un aura sublime en la mirada: los pies desnudos lucen sandalias de cintas que ascienden de los dedos hasta el tobillo donde confluyen hasta el punto de sujeción; el calzado me atrae la mirada por los ornamentos de piedras brillantes. Su piel es suave, luce más que las piedras luminosas de las sandalias. Las uñas de los pies están tratadas con una manicura perfecta: brilla un esmalte de color natural, parecido al resplandor de ciruela madura o cereza fresca. Se ha sentado en la mesa contigua.
—Buenos días, ¿sabe si atienden en esta sala?
—No se preocupe ahora mismo aviso a un camarero para que venga a ocuparse de Vd. como se merece.
Los dos nos identificamos como españoles. Me avergoncé de mi aspecto y estado. El dorado de su piel limpia denotaba que había sido tratada con esmero por la naturaleza; quizá alguna crema perfeccionaba la hidratación, pero no tenía ni una brizna de pintura en la cara para disimular algún pequeño defecto o potenciar su belleza, puesto que se sabía, hermosa en estado puro. Eso la hacía aún más interesante y atractiva.
—Muchas gracias, es Vd. muy amable.
—Nada de eso, llevo viviendo en este hotel unos meses y el personal me considera uno más de la familia. Bueno aprovecho para despedirme de Vd. por qué debo pasar por mi habitación.
En unos minutos bajó el camarero ataviado con bombachos, calcetín largo negro y chaqueta beige; el clásico gorro cónico adornado con flecos, marroquí y blusón de color rojo. Sirvió a la mujer misteriosa de ojos agua marina y piel dorada un té verde, acompañado de pastas y algunos dulces marroquíes. Lo cogió por el borde superior de la pequeña taza de cristal utilizando con dos dedos, y, sorbió con cuidado para no quemarse. El té moruno lo sirven a una temperatura imposible de soportar por un Europeo.
Me doy una ducha mientras recuerdo la imagen familiar y magnética de aquella mujer distinta. Me afeito y visto con ropa cómoda para pasear hasta la Medina, el puerto de Tánger y el Gran Socco. Accedí por la Place du 9 de Avril. La calle está repleta de turistas y marroquíes que se agolpaban de manera alocada entre puestos de especias, babuchas ornamentadas de múltiples colores, teteras e interesantes arcones cubiertos con piedras de todo tipo de colores y contrastes. Huele a cuero, especies, flores y pescado, todo en uno y cada olor por separado, muestra el encanto del comercio artesanal que me toca explorar. En una tienda de decoración artesana estaba ella: resplandeciente y sola. Decidí seguirla y observar sin que pudiera notar que la espiaba de forma casi indecente. Denota tranquilidad, viste una blusa blanca y un chal del color Chauen como sus ojos, con cierto reflejo de tono pastel; fundidos en la fragua del mar Mediterráneo y absorbiendo los reflejos de las paredes tangerinas de fondo blanco como la cal de su mirada. Caminaba tranquila. Observa cada cosa, vive cada instante como si fuera el último que le quedaba por apurar. Noto en su rostro una sonrisa que desconcertó a un tendero acostumbrado al oficio y tensión del regateo y la desconfianza reciproca entre cliente y vendedor. Sigue el juego del regateo y ella elige un vestido de seda de múltiples colores: verdes, fucsias, azules… parecía diseñado para ella o Ava Gardner.
—Señora guapa. Vd. muy amable, yo regalo pañuelo azul mejor que el suyo —le dijo el comerciante tangerino, mientras la mujer misteriosa pagó un vestido largo azul intenso sin apenas regatear. Vd. cenar en mi casa, nosotros gente buena, mi padre Imán y esposa, buena persona.
—No puedo, muchas gracias, he quedado esta noche para cenar con un amigo en el hotel.
La seguí hasta la Medina, el puerto y bajé tras su espalda por la Rue de la Liberte hasta llegar al hotel. Entré tras de ella en el ascensor.
—Hola, buenas noches —clavó su mirada embrujada en mis ojos perdidos en las tinieblas del pasado; rotos, como un vidrio contra el suelo, destrozados por los lagrimas de los padres de aquel niño que murió entre mis manos. Deshechos, por una familia perdida entre convencionalismo, fama y el bienestar quebrado.
—¿A qué piso vas? —le tutee por primera vez.
—Voy a la segunda planta. Intentaré ver las perseidas de agosto desde mi habitación.
—Yo haré lo mismo. Tengo una suite con vistas a la bahía de Tánger y las montañas del Rif, ¿si quiere cenamos juntos y disfrutamos de las vistas desde la terraza de mi habitación? Eso sí, perdone por el atrevimiento, no me mal interprete.
—En absoluto. No tienes aspecto de ser un peligro para la humanidad —dijo, mientras sonreía a carcajadas—. Bueno pero al menos dime cómo te llamas, mi nombre es Noa.
—Juan. Encantado de conocerte, aunque sea en esta extraña situación. Dos españoles solitarios, perdidos en un hotel de Marruecos.
—Perfecto, quedamos a las 20,30 horas en tu suite y me cuentas por qué crees que soy un corazón solitario —contestó Noa.
A las 20,30 en punto llamaron a la puerta de la habitación. Abrí y allí estaba Noa con una blusa escotada en pico hasta el final de su pecho bronceado, y pantalón de seda con amebas de color azul tangerino y fondo blanco,
—Hola Noa. Por favor, pasa. Te enseño esta suite y vamos a la terraza para ir mirando la cena que vamos a pedir y, llamar al restaurante lo antes posible.
Mientras, entró con pasos y movimientos espontáneos que le hacían una apariencia única, inalcanzable. Le acompañé con la mano justo en la parte inferior de su espalda. Noa se recogió el pelo y formó un moño que luego soltó, mientras íbamos mirando las tres partes partes de la suite: dormitorio, zona de estar y un maravilloso cuarto de baño con una extraordinaria ducha-hamman. Noa se dirigió a la terraza y apoyó las manos sobre la barandilla, mientras absorbía las vistas del Estrecho y las montañas del Rif. Yo, simplemente veía su pelo rubio caer laceo sobre la espalda, ligeramente descubierta y el encanto de su figura.
—¿Te gusta?
—Precioso. Gracias por invitarme a disfrutar de las estrellas y de la cena contigo.
—Gracias a ti, por venir, no todos los días un hombre solitario puede disfrutar en un país tan exótico de una cena con una mujer tan guapa como tú.
—¡Menudo halago! lo has bordado —sonrió.
—Vamos a mirar la carta —le dije, para desviar la conversación.
Fuimos seleccionando entre los dos la carta de El Korsan, para adaptarnos a la gastronomía marroquí. Escogimos un surtido para picar un poco de todo en pequeña cantidad: harira con dátiles, las briouates El Minzah, el famoso cuscus con los siete legumbres y Mechoui de Cordero. Acompañado, eso sí, de vino tinto Pesquera español.
Era prácticamente imposible que no llegarán las preguntas de rigor.
—Bueno Juan. Cuéntame ¿Qué te trae por aquí? ¿Qué haces solo en un hotel como éste, precisamente en Tánger?
—Te aseguro que nada malo. Pero no sé si es momento de responderte; creo que lo más correcto sería decir que descanso. No tengo nada que ocultar, tranquila. Pero sí mucho que recordar, así que, de momento lo único que hago es escribir.
—Entiendo, ¿eres escritor profesional y vienes a tomar notas de la vida de los personajes que pasaron por Tánger, o siguiendo la estela de El tiempo entre costuras?
—Mas o menos. Pero, no soy escritor profesional, trataré de escribir mi primer libro o disfrutar de una pasión: seguir los pasos de Wiston Churchill.
—¿Entonces a qué te dedicas para poder permitirte estos lujos?
—Era médico. Ahora no sé muy bien lo que soy. Y tú, preguntona, dime: ¿Qué eres y qué te trae por aquí?
—Soy psicóloga y me trae la vida y la búsqueda de la belleza; además de hacer feliz a mi hijo al que no has visto todavía, pero que me acompaña en este viaje.
—Debí imaginarme que eras psicóloga, al no haberme preguntado por qué he utilizado el verbo en pasado, cuando dije que era médico. Espero que no me psicoanalices. ¿No serás una espía de mi ex mujer? —sonrió de forma sardónica, Juan.
—Vaya, lo siento, parece que te acucian los problemas. Pero no usaré el diván en esta ocasión, tranquilo.
En ese momento llamaron a la puerta y entró un camarero ataviado con el curioso uniforme del hotel, mientras empujaba una mesa redonda con ruedas, perfectamente vestida con vajilla árabe y en el centro la comida cubierta con los utensilios habituales para conservar los platos calientes y evitar el olor. Llevó el carro hasta la terraza, colocó dos sillas y nos fuimos acomodando.
—Si desean algo más los señores, po favo, no dude de llamar. Bueno provecho —dijo el camarero en un gracioso castellano-moruno.
—Muchas gracias es Vd. muy amable —contestó Noa con su sonrisa infinita y, unas ganas de agradar inmensas.
Comenzamos la cena mirando las estrellas, disfrutando del vino español y hablando de zonas comunes como si nos conociéramos de toda la vida. No podía dejar de mirar sus ojos, su vestido escotado, el movimiento de sus manos pequeñas y fuertes. Manos que servían para la vida y para el amor, con las que acompasaba las palabras. Poco a poco, fui contando la verdad de mi viaje; por qué dejé todo y me vine a Tánger, el dolor que sentía por la pérdida de aquel niño y las causas tan pueriles que lo motivaron. Cada cosa que le decía tenía un respuesta. Pensaba, giraba los ojos como dos olas que se movían en la misma dirección, se tomaba unos segundos para responder y lanzaba un dardo directo al corazón. Se me hacía tan atractiva como temible por su personalidad, inteligencia y astucia femenina: aquella mujer misteriosa se convertía hablando, mirando y moviéndose en el dios Eros. Ella también me habló de su vida y de su hijo, hasta que alcanzamos el momento de los postres y el té.
Cuando terminamos la cena, nos servimos un whisky con agua cada uno; y nos pusimos de pie para observar las estrellas y el mar entreverados en el horizonte.
—¿Me permites que te haga un tratamiento de choque para aliviar tu conciencia?
—Sí, por favor, si no corro peligro —contesté.
—¿Confías en mí? Sabes que soy psicóloga y sé lo que hago.
—¿Cómo no voy a confiar en ti? Confío ciegamente.
—Pues eso es exactamente lo que vas a hacer, confiar ciegamente. No te des la vuelta y comienzo el tratamiento.
Se fue hacía el interior de la habitación. Escuché el sonido del agua del hamman, y se acercó por detrás; sentí su pecho en mi espalda, y noté que se elevaba en puntillas. Paso una servilleta larga delante de mi cara, me la colocó a la altura de los ojos y la ató desde atrás. Fue desabrochando lentamente mi camisa blanca de algodón. La retiró y la dejó caer. Noté sus pezones desnudos sobre mi espalda, cogió mi mano y me llevó al hamman… comenzó el baile de amor que continuó a ciegas durante un tiempo indefinido, seguimos en el dormitorio durante horas. Fue la noche más hermosa que conservo en la memoria. Sus ojos, el pelo, su piel, su tacto, todo en ella era endiabladamente bello, posesivo, una deidad del amor y la pasión; el conjunto perfecto entre inteligencia, armonía, sensualidad y belleza: embrujo de amor.
A la mañana siguiente no había palabras. Se encendió un cigarro y recostada sobre mí pecho me dijo, Javier. Ha sido un juego precioso, por un momento creí que nos acabábamos de no conocer.
Por Enrique Garza