Esta semana nuestro bardo vuelve a traernos un nuevo metarrelato en el que mezcla con su maestría habitual la ficción y la realidad hasta el punto de dudar de nuestra realidad. Os dejo con Zozobra, embrujo y libertad de Josep Salvia Vidal.
ZOZOBRA, EMBRUJO Y LIBERTAD
Estoy desanimado. El desánimo es una sustancia oscura y pegajosa que se te pega a la piel. Soy un país conquistado por un ejército de zozobra, mesnadas violentas que se han apoderado de mí y me devoran lentamente. Soy carne de cañón. La situación tampoco ayuda, pues vivimos un presente melancólico que añora un pasado mejor, aquellos tiempos aún recientes en los que nuestra vida era normal, sencilla, tranquila. Y el futuro es una mancha incierta y amorfa que se oscurece de vez en cuando en una tiniebla nada halagüeña. A veces siento que los días vividos son una cárcel. Con todo esto, ni escribir puedo. Tengo que entregar los textos para esa revista virtual con la que colaboro y no soy capaz. No tardará en llamar otra vez el coordinador reclamándolos y no sabré que decirle. Sin mucha convicción, enciendo el ordenador temiendo un nuevo enfrentamiento con el procesador de textos. Es un ataque frontal. Otra derrota. Y me pierdo en el desierto blanco de la página, entre sus dunas de arena blanquecina, sin la esperanza de vislumbrar en la lejanía un oasis que me sirva de refugio.
De pronto, un gorrión se posa en el alféizar de la ventana de mi estudio. Y entonces siento envidia de él, de sus alas, de su capacidad para volar, de su libertad. Por un momento me gustaría ser un pájaro, abrir mis extremidades plumíferas y salir volando al cielo del mundo trazando círculos en el aire.
Me levanto y me acerco al animal como si quisiera domesticarlo. Nada más advertir mi presencia, alza el vuelo y desaparece en la distancia. Tras el cristal, observo la calle desértica. Es casi de noche. La ciudad entera es un reflejo vacío de sí misma. Entonces, en un impulso que no puedo reprimir, abro la ventana y de un salto salgo al exterior. Me pongo de pie encima del alféizar que, en algunos puntos, se confunde con una cornisa decorativa que tiene la fachada del edificio.
La ciudad es ahora un manto de luces encendidas. Sopla una ligera brisa que huele a frescor y me eriza la piel. La luna llena me mira, me sonríe con su boca febril y me provoca con su cuerpo redondo de marfil, preñado de ceniza o de polvo de estrellas. Siento su embrujo y en ese momento cometo una locura. Abro los brazos y salto. Y, sin embargo, contra todo pronóstico, no me caigo al vacío por efecto de las leyes de la gravedad. Al instante, me convierto en un pájaro de alas grandes y mi cuerpo plumífero se desprende del envoltorio de la piel humana ya inservible. Mi corazón palpita a latido veloz. Me siento vivo. Vuelo. Vuelo. Vuelo. Y en ese momento soy capaz de entender el verdadero sentido de la libertad.
Por Josep Salvia Vidal