Esta semana nuestro bardo quiere hacer un pequeño y humilde homenaje al genial Carlos Ruiz Zafón recientemente fallecido. Y desde la Revista Tierra Trivium nos unimos a este homenaje de uno de los grandes que siempre fue a contracorriente. Así que recordando al autor de El príncipe de la niebla, uno de los primeros libros que me hicieron sentir lo que es el verdadero terror, os dejamos con esta Pequeña revolución doméstica de Josep Salvia Vidal.
PEQUEÑA REVOLUCIÓN DOMÉSTICA
Hay fronteras que no deben cruzarse jamás.
Ocurrió la semana pasada ya adentrado el mes de julio, en plena canícula. Miércoles fue uno de esos días en los que todo lo que te rodea parece derretirse, el bochorno forma olas en las calles desérticas y la ropa se te pega a la piel adoptando la textura del plástico. De repente, el aparato del aire acondicionado de mi casa se estropeó y comenzó a lanzar aire caliente en lugar de frío. Aquello era un infierno, una caldera del inframundo. Los críos jugaban en el salón con una caja de cartón que tenía el poder de convertirse en cualquier cosa, mi mujer ojeaba con atención una revista de ciencia y yo leía La sombra del viento de Carlos Ruiz Zafón. Con aquel calor infernal, comenzamos a sudar y nuestras frentes se convirtieron en superficies perladas por un diluvio de gotas. Avisé de inmediato al servicio técnico y al cabo de dos horas llegaron dos hombres vestidos con un uniforme azul.
Los dos hombres revisaron el aparato del aire acondicionado igual que los médicos reconocen a sus pacientes y fueron muy claros en su diagnóstico. Estaba perfecto. Yo insistí en que eso no era posible, que sin más había empezado a expulsar aire caliente. Ellos no supieron que decirme y aseveraron su opinión. El cacharro estaba en perfecto estado. Los dos hombres se marcharon y fue entonces cuando mi mujer, con su pragmatismo habitual, dijo aquello que sonó a advertencia. Según ella, el aparato del aire acondicionado era un líder sindical que se había levantado en una revolución doméstica para protestar contra el abuso que los humanos hacíamos de las máquinas y ese día, miércoles, el insurrecto había iniciado su lucha. Nos hacía la vida imposible. A veces soltaba un aire tan caliente que parecía un dragón metálico colgado en la pared. A veces, el aire que expulsaba era tan congelado que teníamos la sensación de vivir en el Polo Norte. Estábamos supeditados a la tiranía de ese electrodoméstico rebelado y nos tenía esclavizados a sus voluntades climatológicas.
Me cansé. Me harté de aguantar los caprichos de aquel electrodoméstico que aspiraba a liderar una insurrección que, de momento, no tenía más adeptos, pues ningún otro electrodoméstico había mostrado señales de unirse a su causa. Lo habían dejado solo en su reivindicación. Supongo que los demás prefirieron una vida acomodada en nuestra casa a arriesgarse en colaborar en una revolución de resultados inciertos. Aquel día le declaré la guerra al tirano. Le tiré un cenicero que golpeó su superficie de metal provocando en ella una abolladura considerable y visible como una herida. La cosa fue a peor y aumentaron las hostilidades por su parte. Nuestra casa se convirtió en un campo de batalla entre nosotros y el cacharro del aire acondicionado.
Ganamos nosotros y fue más fácil de lo que puede parecer. Bastó con desenchufarlo y descolgarlo. Cuando lo tuve en mis manos y le vi allí, derrotado y hundido, me declaré vencedor de la contienda. Lo cargué al maletero del coche y lo llevé a un punto limpio. Ese fue su sepulcro. Desde entonces en casa, combatimos el calor del verano con tres ventiladores que nos son completamente fieles. La lealtad es lo único que favorece la convivencia. Y los tres ventiladores son conscientes de que hay fronteras que no deben cruzarse jamás.
Por Josep Salvia Vidal