Esta semana nuestro bardo nos sorprende con otro relato de extrañas apariciones, esta vez a causa de un apagón. Así que acompañemos a nuestro bardo en estas horas de oscuridad.
LOS ZAPATOS DE MADAME BOVARY
Eran las nueve de la noche de un martes de noviembre cuando se fue la luz. Recuerdo la hora exacta del apagón porque, justo en el momento en el que se hizo la oscuridad, comenzaba a sonar la sintonía que anunciaba el telediario. Todo quedó sumergido en la penumbra blanquecina de la luna llena que brillaba en el cielo ajena a cualquier cosa que pudiera acontecer bajo su luz de marfil. Me acordé entonces de que en un cajón del mueble del comedor había algunas velas y una vieja caja de cerillas que, de tan antigua, nadie recordaba ya cómo llegó a nuestras vidas cuando yo heredé el piso con todos sus enseres a extramuros de la gran urbe. Fui en su búsqueda a tientas y tropecé con la pata de una silla. Mi propio tropiezo me hizo gracia a mí mismo y me reí solo un buen rato.
Rasgué el fósforo contra la banda rugosa de la caja y este se encendió al instante. Las cerillas producen una luminosidad efímera como las estrellas fugaces. Entonces sucedió algo inesperado. Antes de poder encender las velas, antes de que el fósforo que sujetaba entre los dedos se apagara, vi que había alguien en el salón de mi casa. Prendí una segunda cerilla y distinguí que el cuerpo estaba sentado en el sofá. Gracias a la luz de una tercera cerilla comprobé que era una mujer hermosa que parecía sacada de una novela decimonónica. Llevaba un vestido de tela fina color burdeos, un sombrero a juego atado con una cinta bajo su delicada mandíbula, zapatos de tacón y el pelo recogido con un moño bajo que se alojaba detrás de su nuca. Su belleza era también antigua. Al instante adiviné a través de una corazonada o una intuición repentina que esa mujer era Emma Bovary.
Nos miramos los dos sin decirnos nada. El silencio sepulcral que reinaba en mi casa solo se rompía por el ruido del motor de algún coche que pasaba zumbando por la calle de una ciudad a oscuras, pues el apagón era general. La luz blanquecina de la luna llena seguía produciendo aquellas penumbras dulces que nos envolvían a los dos. De pronto, regresó la electricidad y ella desapareció como si se hubiera desvanecido en el aire, como si hubiera nacido de él y a él hubiese vuelto. Me quedé solo, sosteniendo entre los dedos el cuerpo de una cerilla gastada.
Pensé que no había sido real, que se trataba de una alucinación, que todo era culpa de mi imaginación a veces desbocada. Pero no. No tardé en descubrir que cerca del sofá había un par de zapatos antiguos, femeninos, decimonónicos. Eran, sin duda, los zapatos de Madame Bovary. De eso hace dos semanas y en este tiempo he convertido esos zapatos en un tótem, adorándolos, venerándolos. Desde entonces vivo deseando que se vaya otra vez la luz para poder encender otra cerilla y así ver a Emma de nuevo.
Por Josep Salvia Vidal