Esta semana nos vamos de viaje de la mano de Josep Salvia Vidal.
LLAMADME BROOKLYN
En los aeropuertos no arraiga la vida, es difícil echar raíces en una terminal o en una puerta de embarque. Estoy sentado en una silla de plástico, de esas que se enganchan unas con otras para formar una hilera, junto a otras personas que esperan su vuelo y me pregunto dónde irán. Distingo entre la gente a alguien que me llama la atención. Es una mujer morena de ojos grandes que lee un libro. Instintivamente, miro el billete que tengo en mi mano y leo el nombre de la ciudad de Nueva York como si quisiera asegurarme de mi destino. Huyo. Escapo. Soy un fugitivo aunque no escape de ninguna prisión, sino de mi propia vida que también es una cárcel, una cárcel sin barrotes ni celda pero con condena, la condena de seguir viviendo cuando no tienes ganas porque tu Dios no te mata por mucho que se lo pidas. La fe es creer a ciegas. Hace un rato, una cinta transportadora ha engullido la maleta donde he conseguido encerrar mi vida. O lo que queda de ella. Los restos. Las ruinas.
Una voz metálica con tonos robóticos anuncia mi vuelo. Me levanto, cojo mis cosas, recorro torpemente una parte de la terminal y me pongo a la cola en la puerta de embarque. Delante de mí, a seis personas de distancia, veo a la mujer morena de ojos grandes y me alegro, no sé por qué, al saber que ambos nos dirigimos al mismo destino. Después todo ocurre de forma mecánica y yo me muevo como un autómata. Enseño el pasaporte y el billete, subo al avión, transito por el pasillo, localizo mi asiento y me hundo en él como si estuviese hecho de arenas movedizas. O de lodo. El mismo lodo que cubre mi alma podrida. Me toca ventanilla. El cristal traidor se convierte en un espejo por un instante y me devuelve una imagen triste de mí mismo. Los ojos pequeños y huidizos, el pelo corto, una sombra de barba que oscurece las facciones de mi rostro en un aspecto demacrado. Después me pierdo en el laberinto que llevo dentro de mi cabeza y de mi cuerpo.
Una agradable voz femenina que suena a mi lado me reintegra en la realidad del avión, del cielo abierto. Es mi compañera de asiento, la mujer morena de ojos grandes. Es joven, de una edad cercana a la mía pero ella tiene mucho mejor aspecto que yo. Me pregunta si estoy bien porque advierte mi mala cara. Me dice que se llama Ava, que es muy buena escuchando problemas ajenos y empezamos una conversación que me permite vaciarme. Le hablo de mis fracasos, de mis zozobras, de esa relación rota de forma repentina por un divorcio, de ese otro amor negado, de mi fuga. Por eso huyo. Porque tengo la esperanza de comenzar otra vez en otro lugar. Desde cero. Desde las cicatrices que quedan bajo la piel pero no desde las heridas abiertas. Al poco rato de hablar con ella, tengo la impresión de conocer a Ava de toda la vida. La conversación fluye entre risas. Todo transcurre con la placidez de las cosas tranquilas.
Aterrizamos sin problemas. Cuando salgo del avión, tengo la sensación de volver a nacer, de llegar al mundo de nuevo, de salir del vientre de una madre metálica en un parto sin dolor ni quirófano ni comadrona. Al cabo de unas horas estoy en mi nueva casa en Brooklyn, un octavo piso en una ancha avenida arbolada de Park Slope. Suena el timbre a la hora convenida. Es Ava con su pelo negro cayendo en bucles, sus grandes ojos y su sonrisa amplia. La invito a entrar y le ofrezco una copa de vino blanco mientras se termina de preparar la cena. Salimos a la terraza. Nueva York se extiende delante de nosotros como una alfombra de luces, las luces parecen una bandada de luciérnagas volando. Tengo treinta y cinco años y hoy es el principio de mi vida. De ahora en adelante, llamadme Brooklyn.
Por Josep Salvia Vidal