Los cuentos del bardo: La desilusión de la nada

por | miércoles, 22 enero, 2020 | Los cuentos del bardo, Noticias, OCULTO

Para ir empezando a finalizar la cuesta de enero os traemos un nuevo relato de Josep Salvia Vidal con un cofre del tesoro como protagonista, ¿que contendrá? para saberlo tendréis que leer el relato.

LA DESILUSIÓN DE LA NADA

El otro día, al volver a casa de trabajar, me encontré una caja tirada al lado del contenedor de la basura. Era una caja antigua, no muy grande, en forma de baúl como los cofres de los piratas que esconden auténticos tesoros en los cuentos infantiles. Me quedé parado en medio de la acera mirándolo fijamente. Luego miré en derredor que no me viera nadie, lo cogí y me lo llevé. Por suerte, llegué a casa antes que mi mujer. Estaba solo. Puse el cofre encima de la mesilla del centro del salón y me senté en el sofá para mirarlo más de cerca. Era negro, de terciopelo suave, con los remaches en oro en las esquinas y en los bordes de la tapa. Irradiaba una luz especial que me tenía totalmente ensimismado, encantado, hechizado. Estuve así un rato hasta que llegó mi mujer. Solo entonces, con el ruido de la puerta, su saludo y su beso en mis labios desperté del ensueño. Mi mujer, al ver el cofre, me preguntó de dónde lo había sacado. Se escandalizó cuando contesté que lo había recogido de la basura. Anda, quita eso de ahí y no me traigas mierdas a casa, dijo ella. Y antes de encerrarse en el baño para darse una ducha, me ordenó, como si fuera mi madre, que me deshiciera del cofre.

¿Deshacerme de él? ¿De mi cofre del tesoro? Sí, hombre. De ninguna manera. Antes tenía que abrirlo, pues sentía una curiosidad enorme de ver lo que había en su interior. Era una curiosidad salvaje, incontrolable, como un animal desbocado que recorría mi cuerpo de punta a punta en una estampida brutal. Quería abrirlo pero debía encontrar el momento indicado y ese no lo era. Antes de que mi mujer saliera del baño, escondí el cofre en un armario de mi despacho.

Al día siguiente, mi mujer fue a trabajar pero yo no. Fingí una enfermedad repentina, un dolor de cabeza atroz en las sienes fruto de un resfriado y una gripe que no tenía. Me dio un ataque de tos falso y me quedé en casa. A media mañana, saqué el cofre del armario de mi despacho y lo llevé al salón. Lo puse de nuevo encima de la mesilla del centro y yo me senté otra vez en el sofá. Como la primera vez. Después de mucho hurgar en la cerradura, conseguí abrirlo con un cuchillo de la cocina. Con toda la lentitud que fui capaz de encontrar, abrí la tapa como si cada uno de mis movimientos formara parte de un ritual, como si tuviera entre mis manos una reliquia sagrada. Y luego, lentamente, me asomé a mirar en su interior.

Dentro del cofre no había nada. Estaba vacío y un desasosiego tan fuerte como un golpe de mar arrasó mi cuerpo. Desencantado y con la desgana pegada sobre mi piel, lo cogí, bajé a la calle y lo dejé tirado en la basura, justo en el mismo sitio donde lo había encontrado la tarde anterior. Así que ya lo saben. Si algún día se encuentran tirado en la calle un cofre no muy grande de terciopelo negro y los remaches en oro, no se molesten en recogerlo. No pierdan tiempo en llevarlo a su casa ni en abrirlo ni en venerarlo como a un tótem. No cometan el mismo error que yo o sentirán esta devastadora desilusión de la nada y este enorme vacío que desde entonces no consigo llenar.


Por Josep Salvia Vidal

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