foto de un besugo en un pecera

Los cuentos del bardo: Gran Besugo

Este miércoles vuelve nuestro bardo con una historia de pescaderos y rebaños que os hará esbozar una sonrisa, ¿caeréis en brazos del Gran Besugo? para contestar a esta pregunta tenéis que que leer Gran Besugo de Josep Salvia Vidal.

GRAN BESUGO

Dicen por las esquinas del barrio que el pescadero del mercado central ha montado una secta en un local abandonado que queda cerca de la plaza donde está la iglesia, un edificio nuevo de ladrillo rojo que no tiene ningún encanto. Dicen que, mientras limpia pescado y saca espinas tras el mostrador de su puesto, intenta captar adeptos para su causa como hacía el flautista de Hamelín con los niños y las ratas. Dicen las lenguas de las vecinas que se reúnen los sábados por la noche y que veneran con fervor la imagen de un gran besugo de marfil con incrustaciones doradas. Lo cierto es que a mí me ha intentado captar más de una vez, pero de momento no he caído en sus redes y me mantengo firme.

Lo mejor que tiene el pescadero, un hombre de mediana edad con un rostro y un cuerpo muy comunes, es la labia. Es un embaucador, un seductor de las palabras, un hombre con voz de locutor de radio y una capacidad para la oratoria verdaderamente sorprendente. Por eso no me extraña que la secta que ha montado en medio del abandono de ese local tenga cada vez más seguidores. En el barrio no se habla de otra cosa. La secta del gran besugo está en todas las conversaciones.

El último en caer ha sido mi primo Raúl. Tiene su primera reunión este sábado y me pide, casi suplicándome aludiendo a viejos favores que, según él, le debo, que le acompañe. Dudo. No me apetece. Estoy a punto de decirle que no puedo, que tengo plan, pero al final la curiosidad vence a la pereza intrínseca de mi cuerpo y acepto. La curiosidad es una brisa potentísima que te mueve aunque no tengas ganas.

Es por eso que ahora estoy aquí, sentado en el suelo mugriento de un edificio vacío y desangelado donde no hay nada más que cuatro paredes y un techo. Hay miles de velas encendidas que sumergen el espacio y los cuerpos de los presentes en la penumbra. La verdad es que la imagen impacta y sorprende. Hay mucha gente, casi todos del barrio y casi todos jóvenes o de mediana edad. Se ve que los viejos no están para chorradas de estas o quizá tengan mejor criterio que todos nosotros juntos y sepan distinguir lo conveniente de lo que no lo es. Y entonces todo ocurre muy deprisa. Se abre una puerta y aparecen cuatro hombres vestidos con túnicas púrpuras llevando a cuestas un tabernáculo. Encima, la imagen del gran besugo de marfil y oro. Detrás, el pescadero con su cuerpo vulgar cubierto por una túnica roja que le queda grande y la arrastra por el suelo como si fuese la cola de un vestido de novia. En ese instante, todos los presentes, incluido mi primo, se ponen de pie y yo los imito. Los cinco hombres que forman la comitiva se sitúan en el centro, el pescadero se pone delante de los congregados y todos juntos comienzan a canturrear, los cánticos se interrumpen de vez en cuando y el pescadero recita algo en un idioma que no distingo. Y entonces, no sé por qué, siento que estoy a punto de caer en el rebaño.

Y, sin embargo, no ocurre. Cuando más cerca estoy de sucumbir, de adorar yo también al gran besugo como si fuese un dios, de venerar al pescadero cual demiurgo que posee la única y completa verdad, reacciono, quizá en el último atisbo de sentido común que me queda, y me doy cuenta de que todo esto es sumamente ridículo. Así que lentamente me alejo del grupo y sin que nadie me vea, porque están todos atontados, me marcho. Yo no me conformo tan fácilmente con la banalidad de unas falsas promesas proferidas por un pescadero cualquiera. Yo no me dejo llevar a ningún rebaño porque hace tiempo que soy oveja descarriada. Yo no dejo que me engañe ningún flautista con melodías embaucadoras.


Por Josep Salvia Vidal

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