Ya tenemos con nosotros a nuestro querido bardo con una nueva de sus historias con esos giros de guión tan inesperados como maravilloso con que nos deleita, y hoy no podría ser menos, así que me callo y os dejo disfrutar de El zapato de Cenicienta de Josep Salvia Vidal.
EL ZAPATO DE CENICIENTA
Voy por la calle. Es media tarde de un día normal y vulgar de marzo. Vengo del supermercado y llevo en mis manos, colgando, desafinado a las leyes de la gravedad, dos bolsas repletas de cosas. Por delante de mí, mezclada entre la gente, camina una chica muy elegantemente vestida con un traje pantalón color azul marino y unos zapatos de tacón de aguja del mismo color. Es morena. Lleva el pelo recogido en una cola de caballo que se balancea de un lado al otro como el péndulo de un reloj. El movimiento tiene algo de hipnótico.
De repente, la chica pierde el zapato izquierdo. Parece ser que solo yo me percato del suceso. La llamo, intento captar su atención pero actúa como si no me oyera y no se detiene. Me pregunto cómo no se da cuenta de que ha perdido un zapato porque ahora, con el desnivel existente entre ambos pies, camina con una cojera atroz. La chica desaparece calle abajo sin inmutarse. El movimiento mucho más salvaje, ahora es mucho más hipnótico.
Me detengo. Dejo las bolsas en el suelo, me agacho, recojo el zapato y lo guardo justo al lado de un paquete de croquetas congeladas. Cuando llego a casa, el zapato está frío también. Y por un instante tengo la ocurrencia de meterlo dentro del congelador, descongelarlo para la cena y comérmelo a la plancha con unas patatas paja como acompañamiento. ¿Cómo sabrá un zapato? ¿La aguja se podrá comer o es como las espinas de los pescados? ¿Y la suela? Seguro que el empeine es la parte más rica, la más tierna. Al final no lo hago. Me parece una excentricidad demasiado grande, demasiado elevada. Soy escritor pero no llego a tanto y en el fondo me considero una persona normal. Las personas normales no comen zapatos ajenos. Ni los ajenos ni los propios. Acabo cenando unas cuantas croquetas con patatas y un huevo frito. Eso sí, no le quito el ojo de encima al zapato en todo el rato.
Como yo no tengo pajes a mi servicio que vayan por toda la ciudad probando el zapato a todas las mujeres, decido poner un anuncio en el periódico con mis señas completas y una foto a color del zapato azul. De eso hace cinco días y aún no he obtenido respuesta. Sigo esperando a Cenicienta aunque en el fondo deseo que no aparezca nunca. Tengo el zapato expuesto en lo alto de una estantería de mi estudio porque me resulta un objeto inspirador. Lo adoro. Lo venero. Ahora es un tótem. Escribo un relato que habla de un zapato perdido.
Por Josep Salvia Vidal