Los cuentos del bardo: El profeta
Una semana más tenemos a nuestro bardo con una nueva de sus peripecias, esta vez no parece que haya nada sobrenatural, ¿o quizás sí? Os dejo con El profeta de Josep Salvia Vidal, mientras me voy a buscar un poco de esparadrapo que no me queda en casa, lo entenderéis al final del relato.

EL PROFETA
No me gusta conducir. Bueno, voy a matizar tan rotunda afirmación. Conducir sí me gusta, lo que odio es aparcar. Dar vueltas a las manzanas de pisos como un idiota buscando un hueco lo suficientemente grande para meter el coche sin abollarlo, preguntar por señas a alguien que merodea otro vehículo si se marcha para que te diga que no con la cabeza y acabes maldiciendo sus huesos mil veces. Por eso no conduzco. Así me evito cabreos innecesarios y andar maldiciendo la osamenta de las personas. Me muevo por la ciudad en taxi. Soy escritor. Moverme en taxi como si tuviera chófer me parece una excentricidad asumible y permitida.
Es un día de principios de abril con una clara vocación de primavera. Luce el sol como si fuera un huevo frito en un plato azul. Los árboles cuya especie no sé identificar florecen por todas las calles y de repente tengo la sensación de estar en algún lugar de Japón. Salgo a mediodía de la sede de la editorial, un edificio de varias plantas con la fachada de ladrillo rojo, donde acabo de firmar el contrato de edición de mi próxima novela que se publicará en septiembre. Salgo a la ancha avenida y levanto la mano cuando veo que se aproxima un taxi por la calzada. El vehículo se detiene y yo me monto en él como quien sube a una calesa.
El taxista es un hombre mayor, delgado y algo desgarbado. Tiene el pelo del color de la ceniza y una larga barba blanca que le da un aspecto de profeta antiguo, de oráculo vaticinador. Le indico la dirección de mi casa y el hombre sabio pone en movimiento el coche. Conduce bien, con calma, sin brusquedades. La mano derecha sobre la palanca del cambio de marchas. La mano izquierda agarra con suavidad el volante. Pienso que después de tantos años, el hombre podría recorrer la ciudad con los ojos cerrados. Lleva puesta la radio en un dial de música clásica. Suena La vida breve de Manuel de Falla.
El taxi se detiene en un semáforo en rojo. Por la acera, caminando a paso rápido, camina una chica joven que acaba de cruzar por el paso de cebra. Me pregunto dónde irá con una prisa tan evidente. Tal vez llegue tarde a una cita con su amante. Tal vez sea una asesina que acaba de cometer un crimen y huye. Tal vez sea una chica de lo más normal y solo llegue tarde a trabajar. A veces mi imaginación de escritor se desboca como un caballo indómito.
La voz del taxista me saca del ensimismamiento. Dice que esa chica debería taparse el ombligo y entonces me percato de que la muchacha viste un top que deja la parte baja de su barriga al aire. Le pregunto al hombre por qué. Porque por la cicatriz del ombligo puede escaparse el alma de las personas, responde él. No decimos nada más. El resto del trayecto tiene la forma indefinida del silencio.
Llego a mi casa descolocado, inmerso en una desazón enorme. La frase que ha dicho el profeta del taxi me ha sonado a advertencia, casi a maldición. Corro al cuarto de baño y rebusco en el botiquín. Me cubro el ombligo con un trozo de esparadrapo. No vaya a ser que por esa grieta de mi cuerpo se escape mi alma. Solo entonces respiro aliviado.
Por Josep Salvia Vidal