Y para concluir este raro mes de abril nuestro bardo nos trae una historia de París. Sin poder decir mucho más para no desvelar nada de esta preciosa historia os dejo con El corazón de París de Josep Salvia Vidal.
EL CORAZÓN DE PARÍS
Estoy cansado. Los brazos me duelen tanto que no los puedo mover y siento como si un reguero infinito de hormigas se paseara por dentro del cauce de mis venas, de mi carne, bajo la capa invisible de mi piel. Arrastro los pies y dejo un rastro de cansancio sobre la calle, la huella de la extenuación después de un duro día de trabajo. El agotamiento que dejo a mi paso se pega en el suelo y se oscurece convertido, de repente, en mi sombra. El sol se esconde por detrás de los tejados de la ciudad vistiendo el cielo de París de oropeles rojizos. Lentamente, la urbe se convierte en un baile de penumbras móviles que parecen bailar una extraña danza al compás de una música inexistente. Canto en silencio para aliviar el entumecimiento de mi anatomía una canción que he aprendido en la obra. La canción me hace reír y el agotamiento comienza a desaparecer.
Mi casa es una pequeña barraca situada en una callejuela estrecha que serpentea alrededor del Castillo de la Cité. Abro la puerta y mi mujer, Edith, se acerca y me da un beso en la frente, como hace siempre, antes de que sus labios se posen sobre los míos. Nuestro hijo gatea por el suelo, se acerca también, se sienta delante de mí y me tira de la ropa para que lo coja en brazos. Lo hago. Juego con él y se ríe. Esa risa fresca cura todos mis males. La chimenea está encendida y la leña cruje con las llamas ardientes. Unas cuantas velas queman esparcidas por doquier. La calidez agradable de una casa habitada, de una familia. Mi casa también se ha convertido en un baile continuo de penumbras dóciles igual que todo París. La noche es una marisma de sueño sobre un jergón de paja.
El gallo canta en el corral y me despierto. Las campanas de las iglesias próximas anuncian la hora de Maitines, la salida del sol sobre el mundo. Comienza un nuevo día y la ciudad se despierta lentamente llena de legañas como mis ojos. Desayuno y salgo a la calle cuando Edith y el niño aún duermen. Hace frío a pesar de que estemos ya en marzo, casi en la primera esquina de la primavera. Este año el invierno quiere alargarse como un pergamino. Un vaho condensado sale de mi boca al respirar. Voy a la obra, a trabajar, a picar piedra para darle forma a golpes de martillo y cincel. Por el camino me cruzo con otros compañeros que también se dirigen al mismo sitio que yo con el sueño aún pegado en la suela de los zapatos. Nos saludamos. Hablamos. Reímos. Bromeamos. Sabemos que nos espera otra jornada dura pero es lo que tiene trabajar en la construcción de una catedral. Construirle una casa a la Virgen María no es fácil pero se convierte en un privilegio que no puede tener todo el mundo. Yo sí. Y me considero afortunado a pesar del cansancio y el dolor de brazos que volveré a sentir cuando acabe el día. Bien mirado, el cansancio puede ser una bendición.
La obra es un hormigueo de gente que viene y va, que grita, que anima, que empuja y estira. Poco a poco la catedral va ganando altura con la clara intención de tocar el cielo, crece igual que una planta nacida de una simiente germinada en el mismo corazón de París. Los maestros de obra dicen que será una de las catedrales más bellas del mundo pero eso solo el tiempo lo dirá. El tiempo y la historia que guardará la memoria de todos nosotros sobre las piedras.
Por Josep Salvia Vidal