Para finalizar el mes de octubre nuestro barde nos trae la segunda parte del relato con el que abrió el mes, el contrapunto necesario para transformar la oscuridad en la luz, así que sin más preámbulos os dejo con El arte de la resurrección (II) de Josep Salvia Vidal.
EL ARTE DE LA RESURRECCIÓN (II)
Los días pasan con el tedio del aburrimiento. Hoy justo hace un mes que Alicia me dejó y desde entonces no he vuelto a hablar con ella. Para qué. El portazo que dio ese día fue un punto y aparte. Con ella se marchó la luz y llegó la tiniebla. Mi casa es una cueva oscura excavada en una montaña. Mi casa es un piso pequeño que bien podría ser la celda de un monje en un convento. Vivo en el extrarradio de una ciudad cualquiera y a extramuros la vida se hace difícil. Los días se han amontando en el calendario sin orden ni concierto. No remonto. No mejoro. Al revés. Estoy cada vez más hundido en el légamo de la mugre y la idea del suicidio empieza a dar vueltas en mi cabeza como una peonza sin hilo. Sinceramente, si alguien no obra pronto un milagro a mi favor, no sé cómo acabará esto.
Es lunes, media tarde. Es invierno y la niebla densa cubre las calles de la ciudad, se pega sobre los tejados de los edificios y sobre las cabezas de los que se mueven bajo ella. Anochece. La niebla también ha cubierto mi alma para convertirme en un hombre gris que ha perdido toda esperanza de mejorar y sobrevive como puede. Estoy tumbado en el sofá y leo un libro con desgana. El día ha trascurrido con el sopor de una televisión encendida. De repente suena el timbre. Imagino que será mi madre y me levanto despacio. Camino lentamente como un autómata. Y, sin embargo, no es mi madre a quien encuentro al otro lado de la puerta. Es Alicia. Me sorprendo al verla y arqueo las cejas abriendo los ojos al máximo. Ella sonríe. Alicia entra en casa, recorremos el escueto pasillo y llegamos al comedor. Permanecemos en silencio como si los dos tuviéramos miedo de hablar con la vergüenza de las primeras citas. Entonces ella deja las dos maletas en el suelo y se lanza contra mí. Nos arrullamos mutuamente, uno en el cuello del otro. Nos reconocemos en el tacto de la piel. Me abraza y en ese abrazo se curan de forma mágica todas mis dolencias, se diluyen la mugre y la niebla. Después me besa y con ese beso resucito y siento que esta vez es una resurrección definitiva, completa, eterna. Se hace la luz en medio de la noche para llenarlo todo de color en un repentino castillo de fuegos artificiales.
Nos besamos, nos quitamos la ropa con la urgencia de la carne mientras la pasión se enciende de nuevo y redescubrimos nuestros cuerpos. La desnudez es un premio. Yo dibujo arabescos sobre su piel y ella escribe mensajes sobre la mía. Entonces, Alicia me susurra al oído palabras tiernamente lujuriosas y yo le prometo que haremos de nuestro piso de suburbio el nuevo país de las maravillas.
Por Josep Salvia Vidal