Los cuentos del bardo: El arte de la resurrección (I)

por | miércoles, 14 octubre, 2020 | Los cuentos del bardo, Noticias, OCULTO

un rostro iluminaod por una vela sobre un fondo negroy del que solo se aprecia medio rostro

Esta semana nuestro querido bardo nos trae una historia en dos partes, escrita desde lo más profundo de nuestro ser. Con todos vosotros El arte de la resurrección (I), en dos semanas os invitamos a leer la segunda parte.

EL ARTE DE LA RESURRECCIÓN (I)

En la inmensidad de mi cama soy Cristo en la Cruz. Extiendo los brazos todo lo que puedo hasta que me duelen, hasta que las yemas de los dedos rozan los extremos del colchón y mis piernas describen un hermoso ángulo. Alguien me clava de manos y pies a la madera, siento el frío metal de los clavos atravesando mi carne y en cada martillazo que los hunde más se me escapa un aliento de vida. Alguien me corona de espinas y estas abren heridas tan pequeñas como el pulgón de los geranios en verano, de ellas brotan delicados hilos de sangre preciosa. Alguien atraviesa mi costado con la afilada punta de su lanza. Muero solo. A los pies de mi cruz no hay discípulo ni madre sufriente ni María Magdalena. Tras todo ese martirio, fallezco. Expiro. Ladeo la cabeza y dejo de respirar. Y, sin embargo, resucito al cabo de unos segundos. Sin ganas.

El agua de la ducha se lleva los restos de la crucifixión por el desagüe junto a los residuos de jabón. Es la única esperanza que tengo a pesar de que el agua caliente no logra borrar del todo los estigmas de la pasión. El espejo traidor me devuelve el reflejo de un hombre muerto, enclenque, demacrado. Me visto con desgana y no desayuno porque no tengo hambre. A mí los disgustos me cierran el estómago como si fuese una caja fuerte. Me tumbo en el sofá y llamo al trabajo diciendo que no voy a ir porque estoy malo. Y es verdad aunque la mía sea una enfermedad que no se ve. No tengo ganas de salir de casa. Me duele la cabeza y tengo ojeras, unas horribles manchas oscuras que se alargan por mis pómulos. He dormido poco y mal. He pasado la noche dando vueltas, zarandeando los recuerdos de cuando compartía la cama con Alicia. En una de esas vueltas me he encontrado de bruces con la madrugada y esta me ha devorado como una bestia salvaje. La soledad es oscura. La nostalgia tiene forma de cielo nocturno y estrellado. Mi cama es una balsa a la deriva por la que navego en el mar bravo de los recuerdos. Pienso en ella. En nosotros.

Alicia se cansó de mí, de mis naufragios, de mis zozobras y de mi egoísmo. Se nos murió el amor y se nos agotó la pasión. Nuestros cuerpos olvidaros los besos, no se hallaron en las caricias, nuestros ojos dejaron de quemar al mirarnos y los celos tocaron su triste canción. Hacía días que vivíamos de espaldas. Y ella se hartó de vivir así. Recogió sus cosas, encerró su vida en dos maletas y se fue de casa dando un portazo que sonó a abandono, a despedida amarga, a signo de exclamación. Y me culpo. Es culpa mía. Por eso, desde entonces, me crucifico cada mañana en el Monte del Calvario de mi cama con la intención de hacerme perdonar el pecado original.

Me he convertido en un experto en el arte de la resurrección. Lo hago todos los días. Todas las mañanas muero y revivo poco después aunque solo resucito a medias. Soy un muerto en vida o un muerto medio vivo. Eso hace que me encuentre a medio camino entre el cielo y el infierno, en una tierra que no es de nadie, en una frontera que no puedo acabar de cruzar. Desde que Alicia se fue por mi culpa vivo en el letargo, en el sopor de la depresión, en la amargura del abandono. No salgo de casa. No voy a trabajar. Mi alma está cubierta de mugre y se pudre lentamente como el resto de mi cuerpo. Desde que Alicia se marchó le pido a Dios que me fulmine, que me mate, que me mande a su ángel exterminador, que me envíe alguna plaga inmunda, que inunde mi casa con un diluvio de cuarenta días y me ahogue en él. Pero nada de eso ocurre. Dios no me hace caso. La fe es creer en un Dios que no sabes si existe, en existir aunque ese Dios no te haga caso. La divinidad no me escucha. El diablo, tampoco. Y aquí estoy, abandonado a mi suerte. Desamparado.


Por Josep Salvia Vidal

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