Abrimos el mes de septiembre con un nuevo relato de nuestro bardo, esta vez un pequeño problema con un par de hombrecillos, que os invitamos a conocer.
Dos hombrecillos
Es viernes y tengo dolor de muelas. Desde media mañana, un dolor no muy intenso pero continuo sacude el lado izquierdo de mi cara. La dolencia es parecida a un rumor oceánico, a un reconcomio constante en el interior de mi boca. Como la molestia aún no resulta insoportable, decido por el momento no tomar ningún medicamento. Ya habrá tiempo, si la cosa empeora, de abrir el cajón de las medicinas. Y, entonces, en un destello que cruza mi mente en forma de escena, imagino a dos hombrecillos tan diminutos como pulgas hurgando dentro de una muela mía, socavando con pico y pala las paredes de mi pieza dental, erosionando su superficie igual que una corriente de agua. Me pregunto cómo serán. Me pregunto si se parecerán a mí o tendrán el rostro de un hombre desconocido. El dolor de muelas no se va, persiste transmutado en un malestar sutil pero muy cargante.
Me levanto. Dejo a medias el cuento que estoy escribiendo, mi colaboración con esa revista virtual. Sobre la mesa quedan el cuaderno abierto, el bolígrafo con la sabia azul en su interior y el texto inacabado. Me temo que el relato de esta semana también estará dolorido. Como yo. Quizá tenga también dos hombrecillos hurgando en su interior. Como yo. Salgo del estudio, recorro el escueto pasillo y alcanzo el cuarto de baño. Busco en el armario que queda al lado del espejo y, en un reflejo efímero, me parece ver a uno de esos hombrecillos saltando dentro de mi boca cuando me miro en el espejo para inspeccionar mi cavidad bucal. A simple vista, no parece haber nada extraño. Me enjuago la boca con un colutorio que sabe a menta.
Al cabo de un rato, el dolor de muelas comienza a remitir y acaba desvanecido en el rincón de las dolencias olvidadas. ¿Qué habrá sido de los hombrecillos? Y, entonces, en otra imagen fugaz, los imagino ahogados por el enjuague bucal, flotando en él como los restos de un naufragio a la deriva, muertos, con el terror de la muerte cercana descomponiendo sus rostros diminutos. Y veo, por un instante, sus cadáveres en caída libre por el desagüe camino de la alcantarilla.
Contento, regreso al estudio. Me siento. Enciendo el aparato de música y las primeras notas comienzan a sonar. Canta santa Nina Simone. Entonces, libre del dolor y de los dos hombrecillos que me atormentaban, termino de escribir el texto. Al final es un relato sin dolencias. Como yo.
Por Josep Salvia Vidal