Los cuentos del bardo: Cuestión de fe

Hoy en el día de Navidad no podía faltar nuestro bardo para contarnos una historia navideña, así que os invito a disfrutar de este cuento de Josep Salvia Vidal.

CUESTIÓN DE FE

Cuando yo era pequeño, muchos años antes de que pusiéramos la calefacción, teníamos en casa una estufa como la única manera de combatir el frío del invierno que se colaba por las rendijas de nuestra casa vieja. Los troncos de leña ardían en su interior igual que las almas de los condenados al castigo eterno del infierno. El fuego me hechizaba, hipnotizándome. Podía pasarme horas sentado en el suelo del comedor contemplando, a través del cristal de su puerta, las llamas que bailaban dentro de ella, en su estómago. Y cuando estas se extinguían, solo momentáneamente, el interior de la estufa se teñía de un rojo incandescente como un amanecer ubicado dentro de mi casa. Mírala todo lo que quieras, me decía mi madre, pero no la toques que quema. Jamás la toqué, no por el miedo a quemarme, sino por el respeto que me imponía aquella mole de planchas metálicas. Aquella estufa, vista desde la pequeñez corpórea de mis ojos infantiles, me parecía un portento, una fuerza de la naturaleza, potencia potentísima de poder abrasador. Era una diosa pagana de metal.

La noche de Nochebuena, mi padre no dejaba que la estufa se apagase. Antes de acostarnos introducía en ella un enorme tronco, un gran taco de leña que seleccionaba cuidadosamente desde principios de otoño y guardaba de forma especial para esa noche. La enorme fajina se consumía a fuego lento durante la madrugada y al día siguiente, al levantarnos, aún quedaban rescoldos y brasas que parecían señoras de rojo sobre el fondo gris de la ceniza, pedazos de un ocaso en un cielo lleno de niebla, retazos del trozo de leña consumido. Eran los recuerdos que dejaban las llamas en el interior de mi admirada estufa.

Para mi padre, colocar el tronco dentro era casi un ritual que formaba parte de la Navidad en el seno de mi familia. La estufa no puede apagarse ¿sabes hijo?, decía mi padre, porque la Virgen María pasa por las casas a secar los pañales del Niño Jesús. Esas noches, las de Nochebuena, me costaba dormirme. Me resistía por mucho sueño que tuviera, por mucho que se me cerraran los ojos bajo el peso de los párpados ya acostado debajo la calidez de las mantas. Y allí, en el exiguo espacio caliente que quedaba entre las sábanas y el colchón, estaba atento a cualquier ruido que escuchaba y a cualquier ruido que advertía en medio del silencio nocturno. Si la Virgen María pasaba por el pasillo de mi casa, yo quería verla de todas maneras. De ahí mi resistencia, de ahí todos los intentos de vencer al sueño.

Nunca la vi. Y aunque ahora ya no tenemos estufa en casa, en Nochebuena dejo la calefacción a una temperatura más alta de lo normal y le digo a mi hijo, con una sonrisa dibujada, que la Virgen María pasa por las casas a secar los pañales del Niño Jesús. Y sé que él intenta quedarse despierto todo el tiempo que puede, hasta que se duerme sin querer, porque quiere verla. Todo es cuestión de fe. Y dicen que la fe mueve montañas.


Por Josep Salvia Vidal

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