Los cuentos del bardo: Alicia y el sombrerero loco

por | miércoles, 24 junio, 2020 | Los cuentos del bardo, Noticias, OCULTO

En este último miércoles de junio nuestro bardo nos trae un nuevo relato en el que uno duda de que es real y que no lo es. Así que no me enrollo más y os dejo con Alicia y el sombrerero loco de Josep Salvia Vidal.

ALICIA Y EL SOMBRERERO LOCO

Mi casa es un piso pequeño y sombrío que, ubicado en el casco antiguo de una ciudad cualquiera, a mí me da la sensación de vivir en Praga. Si me asomo al minúsculo balcón que se abre como una jaula en el salón, puedo ver, sin forzar demasiado la imaginación ni la vista, la Torre de la Pólvora, la catedral, el reloj astronómico del ayuntamiento y el puente Carlos sobre el río Moldava convertido en una cinta de mercería teñida del color invisible de las aguas. Es media tarde. Hace un día apacible de finales de primavera casi esquina con el verano. Después de trabajar un rato añadiendo páginas a una novela que estoy escribiendo, salgo a la calle a pasear con la esperanza de que el sol deshaga mi agotamiento. Soy un escritor cansado, traigo la mente agotada y parece que ese cansancio descienda, atravesando mi anatomía, hasta llegar a mis piernas. Deambulo despacio por las aceras, descubriendo cada rincón de esa Praga ficticia que solo me pertenece a mí. Y entonces, el destino obra un nuevo milagro.

Al cabo de un rato me cruzo con una chica rubia que lleva un vestido azul y un animal alojado en el hueco que forman sus brazos. Es un conejo blanco y grande. Y me pregunto, curioso y excitado al mismo tiempo, si esa chica es Alicia, la del país de las maravillas, de mayor, pues ahora debe rondar la treintena. La chica me mira, como si sospechara que la he descubierto, y acelera el paso. Yo hago lo mismo. El encuentro fortuito ha desvanecido el cansancio que me aplastaba como a un insecto y mi cuerpo recupera las fuerzas perdidas, el ánimo extraviado, el vigor consumido delante de una pantalla de ordenador. Ahora camino ligero siguiendo el rastro que dejan sus pasos sobre las aceras, esquivando gente, negando la posibilidad de perderla de vista.

Y, sin embargo, eso que yo tanto temo ocurre cuando la chica entra en un parque que, de repente, se convierte en un frondoso bosque. Ella se adentra en la espesura de la vegetación, se confunde entre los troncos de los árboles y se funde entre la gente. La pierdo. La busco desesperado. No la encuentro. Se desvanece convertida en un olor dulce que asciende a un cielo enrojecido por el final de la tarde.

Anochece y yo asumo la derrota de haberla perdido. Y cuando ya no queda en mi cuerpo ningún atisbo de esperanza, cuando me dispongo a regresar a mi casa, la distingo sentada en un banco, sola, bajo un castaño de Indias florecido. Está acariciando el lomo del conejo blanco. Me acerco y me siento a su lado. Ella no dice nada. El conejo me mira y por un instante creo que sonríe al verme. La chica me dice que se llama Alicia pero su voz se entrecorta por un llanto violento que no puede frenar. Le pregunto por qué llora y me responde que no tiene a dónde ir, que está sola en la ciudad, que nadie quiere convivir con un conejo. Yo sonrío. Ahora soy el sombrerero loco. Al verme, ella sonríe también y sus lágrimas se ahogan en su sonrisa. Nos levantamos y comenzamos a caminar juntos. Le digo que se venga a mi casa, que a mí no me importa convivir con un conejo, que viva conmigo en mi piso pequeño y sombrío de Praga, que convertiremos esa casa exigua en el nuevo país de las maravillas.


Por Josep Salvia Vidal

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