Las flores de Dana
Relato escrito por Miguel Ángel Rodríguez Chuliá.
—Daniels, Jack Daniels.
—Encantado de volver a verte, pero no hace falta que todas las noches hagas lo mismo y te presentes como un puto agente secreto. Ya sé quién eres, nos conocemos de hace años.
Lo chungo no es hablar solo, lo chungo es que todos los días, cuando vuelves a casa, prepares tu vaso con un hielo grande y, justo al llenarlo con bourbon, este cobre vida, te hable y que tú le contestes. Pero, mira, una noche sin los fantasmas que Iberdrola, Enagas, DGT y el IBI del ayuntamiento me enviaban puntualmente para quitarme el sueño noche tras noche, desaparecían gracias a que mi amigo Jack los hacía huir de mi mente hablándome desde dentro de un vaso de alcohol, hasta convencerme de que era hora de dormir. Tener amigos así, es de agradecer, os lo aseguro.
La mañana siguiente fue tan genial como siempre: dos gramos de paracetamol, cambiarme la ropa de ayer con la que había dormido, y una ducha. La ducha antes que la ropa, ducharse vestido es incómodo, aunque a veces, necesario.
Después, la tristeza diaria de saber que mi amigo Jack había muerto la noche anterior, y el duro trabajo de enterrar su cadáver vacío y transparente, en mi cementerio particular para los Jacks: una bolsa de basura de comunidad abarrotada de ellos.
Era mi oportunidad, después de estar cuatro años en el paro presentando currículos, por fin, y sin que sirviera de precedente para los demás en mi misma situación, recibí un correo electrónico en el que un semanario digital me enviaba un contrato de trabajo por obra o servicio determinado, es decir, me pagarían por cada artículo que me pidieran que les enviara, o por cada página de opinión, la mía, cuando les interesara que se la diera. Todo un triunfo, a pesar de la mierda que prometieron pagarme.
Después de imprimir el contrato, firmarlo, escanearlo y volverlo a mandar a la dirección info.rrhh@… lo que fuera el servidor, que no recuerdo ya, recibí a la mañana siguiente un SMS en mi móvil comunicándome que ya estaba de alta en la SS, y me sentí casi tan poderoso como cualquier oficial nazi recién ascendido.
La primera misión que me encargaron fue informar, a través de una crónica o un artículo de opinión, sobre la prostitución callejera, especialmente en las rotondas de la autovía V31 de entrada a Valencia, artículo que, si después de pasar el filtro de la redacción del semanario digital en cuestión, era considerado adecuado a su línea editorial, me consagraría como uno más de los cientos de miles de trabajadores precarios del mundo, con un contrato, que si lo hubiera podido ver el diablo, hubiera llamado inmediatamente a su abogado para recriminarle que fuera tan blando, y que bajo pena de condenación eterna modificara inmediatamente los suyos, esos que se firman con sangre y que te hacen perder el alma; los que firmas con los empresarios de ahora te hacen perder la dignidad. Y lo del alma, ya vendrá, pero lo de la dignidad de cada uno, se siente más terrenal, si la tienes, la tienes ahora; el alma, ya veremos.
Sabía lo que tenía que hacer, salir con mi coche a la una de la madrugada y dejarme ver por las rotondas que dan acceso o salida a los pueblos que flanquean la autovía, yo vivo en uno de esos pueblos, así que el coste de la inversión para conseguir ser un fracasado con trabajo fijo no sería alto, la autovía estaba a menos de cinco kilómetros de mi casa. Y así lo hice aquella noche, cogí mi coche y merodeé por las rotondas, entrando y saliendo de la autovía.
De vez en cuando, paraba en alguna de ellas con el motor en marcha, y en todas se me acercaba alguna chica, probablemente menor de edad o cercana a haberla superado, que por señas me indicaba que bajara la ventanilla, y cuando lo hacía me preguntaba si podía subir, mientras me enseñaba un pecho o directamente se levantaba la falda enseñándome su sexo, etiquetando todo el pack con un precio susurrado con una voz casi infantil y una fingida sonrisa: veinte euros.
La conversación no era posible, o compras el producto o no, el tiempo es oro. Me asombré de la cantidad de sillas de plástico blancas de terraza de bar que había en las rotondas: las vacías significaban que eran de algunas chicas que habían conseguido vender su producto; las que tenían algo personal encima de ellas, era porque la chica estaba no lejos de allí intentando vender “el pack”.
A las cuatro de la mañana, me marché de allí un poco descorazonado. No había conseguido nada más que cuatro o cinco nombres, nombres que seguramente no eran los suyos, precios que hacían públicos sin más, y un catálogo de sexos y senos que, de haberlos podido yo fotografiar, hubieran sido un magnífico comienzo para una página web erótica en internet. Tendría que inventar alguna historia, sólo me quedaban dos noches más, después tenía que mandar mi crónica a mis contratadores.
Improvisar es una de las habilidades de un profesional del periodismo y, como ya nadie va a las bibliotecas desde que existe Yahooo respuestas y Wikipedia, que son nuestras fuentes de información más fiables, y así nos va, cuando llegué a casa después de trastear la web en busca de respuestas, comencé el que sería mi primer magnífico artículo después de tantos años de inactividad.
“La oscuridad alumbra la pasión del sexo mercenario y del amor fingido comprado con menos de lo que alguien necesitaría para llenar una cesta en la verdulería. Las mafias se mueven entre bastidores sin dejarse ver, pero su presencia es intuida por todos, y todo eso a menos de un kilómetro de donde pasas con tu choche cuando vas a recoger o a llevar a tus hijos al circo en navidad, o a la sesión de las diez del cine del centro comercial más próximo, después de cenar en una franquicia de comida basura.
La tenebrosa falsedad del placer a euro el minuto, hace resplandecer, como si fuera alumbrado por un potente foco de discoteca, el desencanto de una sociedad en la que los hombres pagan con dinero lo que quizá, con un poco de encanto, podrían conseguir con una sonrisa, una agradable conversación y una cena. Enfermedad viral que…”
Ya seguiría después. Mi amigo Jack me esperaba en la nevera. Sólo tenía dos noches más para enviar el artículo, así que, mañana volvería a merodear por ese mundillo e intentaría captar detalles, matices y sensaciones suficientes que me ayudaran a completar la información que había encontrado en la web, a ver si a través de un artículo merecedor de premio, ganaba en el concurso de la vida, el primero, en forma de: “un puto sueldo fijo de mierda para toda la vida” ¡Enhorabuena, usted es el ganador!
Al día siguiente, la mañana empezó a las ocho de la tarde, entre que llegué a casa pasadas las cuatro de la madrugada, y que mi conversación con Jack se había prolongado hasta casi las diez de la mañana, por lo que nos habíamos echado de menos la noche anterior, no tuve más remedio que cerrar las persianas a cal y canto, y dormir.
Cuando entré a un bar chino, de esos que apestan a orín, cazalla y delito, y pedí un café con leche, me percaté de lo kafkiano de la escena: parados de larga duración con una barriga que haría desmayar de envidia a cualquier reportero somalí -si en Somalia hay de eso-, viendo el fútbol con una cazalla en la mano, mientras sus hijos menores trasteaban en la máquina de apuestas, pagando el primer plazo de su billete a la perdición, cuando sus padres les daban un euro para que no les molestaran mientras veían a su equipo y se emborrachaban con dinero que no tenían, y los pobres chavales lo apostaban teniendo la mala suerte de ganar.
Nuestro sistema es una puta mierda: el sistema cree que la única forma de maltratar a un menor es violándolo, prostituyéndolo o pegándole palizones. Se equivoca, hay muchísimas formas de hacer daño, y ninguna de las más íntimas y dañinas es detectada por la ley.
Apuré rápidamente mi consumición y puse mi coche rumbo a la autovía, y repetí la operación del día anterior con el mismo resultado: nombres falsos, precios, senos, sexos y sillas de bar, unas veces llenas y otras vacías.
Después de casi tres horas haciendo el tonto, contemplé en directo una maravilla de la naturaleza aquí en Valencia: empezó a llover con una intensidad que parecía que estaban tirando el agua a cubos, y no se me ocurrió otra cosa que intentar arrimar mi coche a una cuneta cercana a una rotonda, y me quedé en el intento, porque las dos ruedas de la parte derecha de mi vehículo se hundieron en ella y me quedé bloqueado.
Todas las sillas quedaron vacías, y fue por la lluvia, no porque el consumo de sexo hubiera repuntado al alza. Estaba allí solo, dentro del coche, casi al lado de una rotonda, maldiciendo el momento en el que dejé que Jack me liara tanto la noche anterior, porque recordé que el móvil se había quedado en la mesita de noche.
Sólo se veía una luz a unos cien metros de allí, era una casa de esas que hacen los mendigos con hojalata y tejados de uralita rescatados de algún vertedero, y desde lo que parecía una puerta abierta en aquella pintoresca construcción, a contraluz, una silueta femenina me hacía señas indicándome que me acercara. Después de quince minutos, entendí, o quise tener la esperanza, que quería ofrecerme refugio; tardé un poco en decidirme, pero finalmente recorrí los cien metros bajo la intensa lluvia corriendo. Necesitaba un móvil.
Entré en aquella caseta con la cabeza agachada y, cuando la levanté, vi a mi anfitriona. Era una de aquellas chicas, me invitó a sentarme en uno de los dos cajones de naranjas vacíos que, junto a otro puesto de pie, le hacían de recibidor. Yo le di las gracias, pero le indiqué amablemente, mirando un colchón de matrimonio tirado en el suelo sin más canapé que una manta gruesa debajo, y sin más ropa de cama que una sábana fina encima, que no tenía dinero con que pagar sus servicios, y que si ella quería, volvería al coche. Las carcajadas de la chica debieron oírse hasta en la siguiente rotonda.
—Ya he terminado de trabajar. Me da miedo la lluvia y he pensado que aquí estabas mejor, pero si quieres irte puedes hacerlo. No eres mi prisionero.
Y rio otra vez. Vi clara la oportunidad de escribir un buen artículo, aprovecharía el tiempo que estuviera con esa chica para sonsacarle acerca de su origen, sus jefes y las motivaciones que le habían llevado hasta aquí. No tendría más de veinte años. Después de dos o tres horas de animada conversación, en la que ella me contó su historia y yo iba anotando mentalmente los detalles más importantes para estructurar mi futura narración, caí en la cuenta de que en una esquina de aquel cuarto había una maceta repleta de bellísimas margaritas.
—¿Te gustan las margaritas?
Me dijo que le encantaban y que en su país estudió jardinería, y que había muchos tipos y colores de margaritas, pero que todas eran caléndulas. Yo me quedé pensando en si la chica había metido en la conversación alguna palabra en su idioma sin darse cuenta, y ella se percató de mi “flash facial”, y me aclaró que ese era el nombre de todas las margaritas, fueran del color que fueran. El nombre de la familia de esas flores era ese: caléndulas, que significaba calendario en latín.
Me contó muchas cosas sobre esas flores, las que ella cultivaba florecían todo el año y, justo cuando moría una, otra abría ese mismo día sus pétalos y se veía igual de bella o más que la anterior y que a ella le parecían bellas y eternas. Había conseguido unas semillas de una especie perenne de su país el año anterior para que pudieran decorar todos los meses del año la casa con su color.
Me dijo también que no le gustaban las flores de las floristerías, eran flores muertas que la gente se llevaba a casa para tener su belleza durante un tiempo muy limitado y así crear la ilusión de la vida a través de un cuerpo muerto, vegetal, pero muerto, y que eso lo aprendió de un profesor que tuvo. Ella creía que las flores debían cultivarse para amarlas todos los días y así admirar su belleza y colaborar en la creación de esa belleza a través de cuidados que iban mucho más allá de ponerlas en un jarro de vidrio y ver cómo, a los pocos días, se marchitaban y morían.
La lluvia no paraba y la chica me había contado tantos detalles escabrosos de su infancia a orillas del mar negro y de su pubertad aquí, que ni el mismísimo Truman Capote hubiera podido superar mi futuro artículo de novela negra. Debía irme, pero no podía; la chica tenía móvil, pero no saldo, y me resigné a dormir sentado en aquel cajón de naranjas hasta que ella se quedó en ropa interior y me dijo, señalando el colchón, que lo mejor era dormir ya. Yo me quedé flipando y ella me miró sonriendo y me dijo:
—No te preocupes, no me avergüenza estar desnuda. De hecho, si no me lo quito todo es por ti, no te violaré ni nada, sólo ayúdame a darle la vuelta al colchón y durmamos.
Me explicó que ella daba la vuelta al colchón todos los días, porque utilizaba una de sus caras para trabajar y la otra para dormir, y a mí me pareció un recurso disociativo muy eficaz. Se acostó en el colchón y me pidió que me acostara a su lado, y así lo hice. Después me pidió que la abrazara, porque en esa cara del colchón no había lugar para el sexo, y me explicó que, hoy que podía pagar ella los servicios de alguien con un colchón seco y un techo, echaba de menos el cariño, y eso era exactamente lo que quería esa noche. Decidí ser su puto y abrazarla de verdad como se quiere a una hija y, a pesar de no tener ninguna, no me costó nada imaginarme que ella lo era, o que podría haberlo sido.
Cuando al rato de abrazarla noté que lloraba, respeté su dolor y no pregunté nada más, simplemente la besé en la nuca, acaricié su pelo negro y la abracé más fuerte, y en el contacto de mi cuerpo con el suyo entendí por fin a los “Teletubbies”, cuando no hubo más reacción física en mí que mis humedecidos ojos cuando entendí que iba en serio y que ella sólo quería cariño, porque a veces un abrazo te llena más que un buen polvo.
Dormimos toda la noche, abrazados, y justo al alba, cuando venus ya era visible, me despertó y me dijo que ya pasaban coches porque había dejado de llover. Me prometió que si volvía por allí en unos meses, me regalaría una macetita con un esqueje de sus margaritas. Me dio dos besos y me dijo que se llamaba Dana y no preguntó mi nombre. Me marché a pie de allí.
Tardé casi una hora en llegar a casa, y la historia de sexo, violencia, maltrato y extorsión que aquella chica me había contado me bullía en la cabeza, tenía que plasmar aquello en papel y enviarlo al semanario lo antes posible, pero antes debía recuperar mi coche.
Cuando entré en casa, no esperé ni a sentarme, cogí el teléfono móvil y llamé al seguro, la operadora me indicó que debido a las lluvias torrenciales en la Comunidad Valenciana —eso fue literalmente lo que dijo—, el nivel de llamadas de asistencia en carretera era tan alto que hasta las ocho de la tarde, como mínimo, no podía asegurarme que pudieran sacar mi coche de la cuneta, y que lo mejor que podía hacer era esperar junto a mi coche a partir de esa hora, porque ya estaba dado el aviso para que fuera la grúa, pero no podía garantizar el tiempo de espera.
Pues vaya mierda, pensé. Aproveché para estructurar en papel mi artículo y casi rematarlo con alguna frase genial bajada de internet, y me llevó casi toda la tarde hacerlo, la acumulación de datos de primera mano que aquella chica me había dado, exigía la capacidad de síntesis que todo profesional debe tener si quiere vivir de poner unas palabras detrás de otras y que, teniendo un sentido, a la vez transmitan una imagen y sensaciones a la persona que después las lea.
Ya eran las seis y media y, como colofón a mi artículo, encontré esa frase que necesitaba para rematarlo, en una publicación de Facebook de un amigo. Debía irme ya a esperar a la grúa junto a mi coche, iría como vine: andando; llamar a un taxi era invertir demasiado para lo que me pagaban o lo que iban a pagarme y no había autobuses que te llevaran a ese inframundo.
De camino, ya casi llegando donde estaba mi coche, vi las luces de los coches de la policía y entendí por qué ese día no habían ni sillas, ni chicas, ni clientes: presencia policial. Pero cuando vi una ambulancia, supe por la experiencia que te regala la vida, sin mayor mérito que el de haberla vivido, que algo había pasado. La casa de Dana estaba medio demolida y había algunos fotógrafos de los medios de comunicación locales disparando sus flases sin piedad, y cuatro coches de la Guardia Civil además de la ambulancia, y en el suelo una camilla, y encima de ella una bolsa, y dentro de la bolsa un cuerpo, el de Dana.
A unos metros de allí estaban sus flores, huérfanas ya. Sólo una maceta rota y tumbada, que no había tenido más remedio que dejar libre el cepellón. Saqué el carnet provisional de prensa que había impreso y plastificado el mismo día que había sido seleccionado para ganar el concurso de escritores fracasados metidos a periodistas y me acerqué a los fotógrafos de los medios locales, mientras que la policía rastreaba cada centímetro de la casa de Dana, y les pregunté qué había pasado.
—Nada. Han matado a una puta.
—No era una puta. Se llamaba Dana, estudió jardinería en su país y estoy seguro de que era mejor persona de lo que tú serás nunca. Puta es la mujer que está casada veinte años con un hombre y que le chupa la polla porque no tiene el valor de mandarlo a la mierda. Ella era una mujer muy valiente. ¿Tienes tú una mujer de esas en casa? ¿De las que te chupa la polla por inercia, digo?
Después de que la Guardia Civil nos separara y de que casi nos detuviera y el ATS de la ambulancia completara sus labores de costura en nuestras caras, recogí las flores de Dana y las dejé en el asiento del copiloto de mi coche. Cuando la grúa llegó, sacó mi coche de la cuneta y volví conduciéndolo a casa.
Cuando le conté a mi amigo Jack lo que había pasado, lloró conmigo, es buen tío, y me dijo que, si nadie se había preocupado nunca por saber su historia, no debía mandar el artículo que había escrito porque no merecían saberla, pero si quería que siguiéramos siendo amigos, debía mandar alguno porque, de lo contrario, no podría rescatarlo nunca más de la balda del supermercado, o al menos no todos los días.
Puse las flores de Dana en una maceta que tenía por allí en el balcón, recuerdo del intento fallido de tener un cactus que se me murió por no regarlo más que con orina color Jack cuando este me liaba demasiado. Me senté en el ordenador y me informé con precisión de qué era una caléndula y de cómo se cuidaba, y después abrí mi correo electrónico y ni me molesté en mandar en archivo adjunto el artículo que me habían solicitado, el cuerpo del mensaje me valía, no iba a extenderme mucho.
“Hoy, la noticia ha sido que en la V31, dirección entrada a Valencia, no ha habido prostitutas ni clientes, ayer los hubo y mañana también los habrá, pero eso es lo habitual y, por lo tanto, no será noticia.
Lo realmente triste es que alguien tenga que cortar una flor para que la policía aparezca, y lo más triste es que mañana, cuando la policía desaparezca, aparecerá una nueva flor, tan bella o más que la anterior, igual de frágil a primera vista, pero dura y segura de sí misma, porque ha crecido en terreno pedregoso y seco y es perenne, y dan ganas de convertirse en un misántropo convencido, cuando ves que a nadie le importa que se corten flores en un jardín que no es el suyo.
La flor se llamaba Dana, tenía 19 años, era rumana y gitana. Si esa flor hubiera crecido en el jardín de vuestras casas, la hubierais regado con alimentos, cariño y caprichos y hubiera vivido en un ambiente europeo y civilizado, con la habitación decorada con posters de famosos de baratillo y hubiera tenido su ropa, ropa que vosotros habríais pagado a cambio de nada, plegada en los cajones de muebles de colores infantiles comprados por vosotros, seguramente con la ilusión, años antes incluso de que se hubiera convertido en mujer, de que no le faltara de nada y así hacerla feliz.
Hubiera sido una tragedia que alguien cortara esa flor. Alarma social, todos al suelo. Los muertos no valen lo mismo.
La flor que alguien cortó ayer no tuvo la misma suerte que vuestras flores han tenido, su propia familia subastó su virginidad al mejor postor a los doce años, se casó a los catorce y, a partir de esa edad, el amor de su vida de niña la obligó a subirse a coches de gente como vosotros por el equivalente a cinco euros.
No os contaré nada más de ella porque no merecéis saber más. La noticia es que hoy no hay prostitución. Estad tranquilos, vuestras flores siguen seguras, al menos por hoy, en vuestro jardín.”
Jack me dijo que si lo enviaba estaba loco, pero yo no le hice ningún caso, le di a enviar y ya está totalmente convencido de que al día siguiente recibiría otro SMS diciéndome que ya no estaba en la SS, qué putada, esas siglas tienen mucho glamour, oscuro, pero glamour. Observé las flores de Dana sentado en el suelo, al lado de su nueva casa en forma de maceta, con mi amigo Jack en la mesita de camping del balcón, y vi como una de sus flores empezaba a abrir los pétalos esperando el sol para deslumbrar con su belleza, fuerza y esplendor a un mundo lleno de cardos, cactus y plantas venenosas, y sin molestarla mucho, acerqué mis labios a la flor de Dana y la besé.
FIN
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