Esta semana Martín Garrido Ramis nos habla de la primera novela que leyó de uno de los maestros de la Novela Negra, Raymond Chandler. Y con esta historia alrededor de Adiós, muñeca os dejamos hasta la semana que viene o si estáis por Madrid hasta el jueves a las 19:00 en la SGAE con la presentación de la novela Zoilo Poyes de Martín Garrido Ramis.

ADIÓS, MUÑECA de Raymond Chandler

5 de enero de 1974

Raymond Chandler fue todo un descubrimiento para mí. Me impacto por su forma sencilla y a la vez complicada de escribir. Tenía veintiún años y hacía la mili. Pero ya no estaba en Bomberos, el sargento, marido de la amiga de mi madre, consiguió sacarme a los cinco meses y meterme de ordenanza en la casa del capitán Lúcio, que vivía con su mujer y sus dos niñas en un edificio militar ubicado al final de la avenida, justo cuando empezaba el mar. Huelga decir lo contento que me puse cuando salí de Bomberos. Vi el cielo abierto. De ordenanza no harás nada, es un chollo y además no haces guardias, me dijeron mis compañeros. No se equivocaron en una cosa: mientras fui ordenanza no hice guardias, pero que era un chollo, se equivocaron de lleno. Mi trabajo consistía en llegar a las ocho de la mañana con cuatro ensaimadas, que previamente había comprado en la panadería, para que la mujer y las niñas del capitán desayunaran. La señora, que se llamaba Aurora y era de Cáceres, nunca me dijo si quería desayunar con ellas. A veces se dignaba preguntarme si quería un café. No, señora, le decía yo. Era una mujer que debía rozar los cuarenta y estaba bastante buena. Delgada pero de curvas marcadas, pelo castaño y liso que le rozaba los hombros. Era elegante vistiendo, y tenía una mirada fría y distante. Me recordaba a la cantante inglesa Sandie Swaw, que me gustaba tanto. Por las mañanas ya iba arreglada, como si se fuera a ir a la calle. Con veintiún años y aquella mujer delante de mí yendo y viniendo, aunque prácticamente sin mirarme a los ojos, era terrible. Pero toda historia tiene un lado negro (o casi todas), y la guapa señora era una mandona de cojones. Una tocapelotas en toda regla. Yo vengo de una familia de clase un poco alta y a mis veintiún años no había fregado un plato ni un vaso, y menos pasar la aspiradora o limpiar un cristal. En mi casa siempre tuvimos una chica para limpiar una vez a la semana. O sea que no había hecho nada. Por eso, cuando el bellezón cacereño me dijo: «Empiece pasando la aspiradora por las alfombras.» Me quedé de piedra. No sé cuánto tiempo tarde en reaccionar. «¿Le pasa algo?» Dije que no y cogí la aspiradora y aspiré como pude. Menos mal que ella se fue a la cocina para volver al cabo de unos diez minutos con un plumero y un trapo. «Si ya ha acabado quite todo el polvo del salón. Utilice este plumero y este trapo. Por favor, que no quede ni una mota que me pone histérica. Y vaya con cuidado con las figuritas y los cuadros.» Estaba a punto de llorar, eso no podía estar pasándome a mí: un tío duro en toda regla. No sabía ni utilizar el plumero y no sabía qué coño era una mota. La próxima vez que apareció lo hizo con una cesta. «Si ha terminado vaya al economato y me compra todo lo que hay en esta lista.» Me fui al economato a comprar como una ama de casa hundido en la más absoluta miseria y pensando en lo que me esperaba. Cuando volví ya eran la una y media y me dijo que había terminado y me podía ir. Por mucho que analizara lo que me había pasado aquella mañana no daba crédito. Incluso pensé en desertar y que le dieran por culo al servicio militar, pero no lo hice y volví al día siguiente para limpiar todos los cristales de la casa. Me llevó toda la mañana. «Usted no ha limpiado muchos cristales en su vida, ¿verdad?», me dijo la muy puta con cierta sorna. Al día siguiente me tocó el baño. Y al otro los cuartos. Y al otro volver a empezar con el puto polvo y sus motas correspondientes. Así pasé casi cinco meses. En ese tiempo me leí todas las novelas de Raymond Chandler, y en mis sueños era Marlowe metido en la cama con la mujer del capitán. «No me dejes está noche, cariño», me decía suplicante, Yo la miraba con desdén desde la puerta del cuarto y, en el tono más duro posible, le decía: «Adiós, muñeca.»


Por Martín Garrido Ramis