La vida en las solapas de mis libros: El motín del Caine

por | martes, 12 noviembre, 2019 | La vida en las solapas de mis libros, Noticias, OCULTO

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EL MOTÍN DEL CAINE de Herman Wouk

30 de mayo de 1972

La primera obra de teatro que leí en mi vida fue gracias a la mili. Para algo tenía que servir. En ese tiempo seguía en la Armería pintando cuadros para el capitán, y dos noches a la semana tenía guardia. En una de esas guardias, a dos meses y poco más de licenciarme, me fui a dormir al pajar de la base y mi compañero se quedó dando vueltas. Sobre las cuatro de la madrugada me despertaron unos desagradables gritos. Al abrir los ojos me encontré con los dos hijos de puta más grandes del cuartel: el teniente Trujillo y el cabo primera Tofol. El primero regortede, feo, calvo y con acento gallego, y el segundo mallorquín, bajito y con cara de mala leche. Me dijeron que me caería el pelo y que olvidara licenciarme. Aquello hubiera podido ser terrible para mí que no veía llegar el día de largarme y no volver, pero tuve suerte porque los dos militares iban borrachos como cubas. Al día siguiente en la formación ni se acordaban de mí. En la guardia siguiente mi compañero me dijo que el brigada Guiscafré del Botiquín buscaba actores para una obra de teatro que iba a montar. Yo siempre había querido ser actor pero no sabía qué camino seguir para conseguirlo. Lo del brigada me pareció una oportunidad. Me tomé tres calimochos que me infundaron valor y me fui en busca del brigada con un sol de justicia. En cuanto me vio dijo: «Tienes pinta de galán.» Serafín Guiscafré era todo un personaje. De estatura media, con aspecto duro y gran bigote, era un mallorquín que amaba el teatro. Me dijo que me presentara al día siguiente en el teatro a las cinco. «¿En qué teatro?» le pregunté yo. «Debajo de las oficinas está el teatro de la Base, ¿no lo sabías?» No, no lo sabía aunque pasaba muchas veces por delante de la puerta. Antes de decirme que podía retirarme me dio un librito. «Mírate el personaje de Philip Francis Queeg, el que hace Humphrey Bogart en la película El motín del Caine. Apréndete dos o tres hojas. Puedes retirarte.» Volví a mi trabajo dando saltitos de alegría, iba a ser actor, y para colmo un papel que había hecho mi admirado Bogart en el cine. Me pasé la tarde leyendo El motín del Caine de Herman Wouk, obra ambientada en la Segunda Guerra Mundial con la que Wouk consiguió el Pulitzer de 1952. Por la noche me dormí agotado de estudiar el papel. Al día siguiente pisé por primera vez un teatro, tenía 20 años y nunca lo olvidaré. Era antiguo y oscuro y olía a humedad. Los asientos eran de madera con respaldo de tela roja desteñida. Debía de haber como ciento cincuenta. Pero lo que más me impresionó fue el escenario. Era enorme con unas gruesas cortinas de terciopelo granate que hacían de telón. El brigada Guiscafré llegó tres cuartos de hora tarde y uno a uno, de los quince que éramos, fuimos subiendo al escenario para hacer una prueba. Cuando me tocó a mí sentí una cosa extraña. Bueno, más que sentir no sentí nada porque de repente me encontraba relajadísimo. Tan relajado estaba que Guiscafré me preguntó si de verdad nunca había hecho teatro. Le dije que no y me dio el papel. Hasta aquí todo bien, pero empezaron los ensayos y la cosa se complicó. El brigada Guiscafré era la persona más informal e irresponsable que había conocido hasta el momento. Parecía que le daba igual todo. De los cinco días de la semana que ensayábamos no venía más de dos y solía llegar tarde. Nos decía cuatro cosas que sentaban cátedra en cuanto a teatro, y daba unas cuantas instrucciones al que hacía de ayudante de dirección. Un tal Perales que no las tenía todas con él. En el momento menos esperado perdía el conocimiento y se tiraba tres o cuatro minutos desmayado. Luego se recuperaba como si nada. Así pasamos dos meses. Llegó el día del estreno y el teatro se lleno de oficiales, suboficiales y soldados. En ese momento yo era consciente de que aquella obra necesitaba como un mes más para ser representada, pero al brigada Guiscafré ya le iba bien. Se abrió el telón y los actores empezaron a equivocarse provocando casi un infarto al apuntador, que estaba dentro de la concha en el centro del escenario, en primer término. Cuando me tocó a mí solté cuatro frases y me quedé en blanco, tuvo que ser mi compañero el que me sacara del atolladero. (Si uno no es actor nunca puede imaginarse lo mal que se pasa cuando te quedas en blanco.) Lo pasé fatal porque no tenía seguridad en el papel. (Cuando estudias un papel y ya crees que te lo sabes, es cuando tienes que empezar a memorizarlo.) Aún no sé cómo coño llegamos al final de la función. Cuando la gente aplaudía vi de reojo al apuntador que estaba llorando. Los asistentes felicitaron efusivamente a Guiscafré por su buen trabajo. Yo no me lo podía creer. Lo único que tenía claro es que aquellos militares no debía de haber visto una obra de teatro en su puta vida, de lo contrario no tenía explicación. «Tienes madera, dominas el escenario, Garrido.» se atrevió a decirme el brigada de pasada, sin mirarme a los ojos y sin dejar de atender a otra gente. No sé cuántos kilos perdí con aquella representación. No podía haber tenido un peor debut. A las dos semanas me licencié. Volví a ver a Guiscafré como tres años después, cuando yo ya era actor y él ya no era militar sino que dirigía el Teatro Principal de Palma. En 1985 le di el papel de malo en mi película Mordiendo la vida en la que yo era guionista y director. Lo hizo muy bien.


Por Martín Garrido Ramis

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