Josep Salvia Vidal presenta Los cuentos del bardo

Hoy inauguramos una nueva sección de la Revista de Tierra Trivium de la mano del escritor Josep Salvia Vidal que se llamará Los cuentos del bardo y en la que cada dos semanas podremos disfrutar de un nuevo relato suyo. Yo ya me retiro y os dejo con La ciega verdad que espero os guste tanto como a mí.

LA CIEGA VERDAD

Los domingos parecen hechos de cristal. Son días frágiles y quebradizos que carecen de la solidez que tienen el resto de los días de la semana. En domingo no existen las rutinas ni los horarios y eso es justamente lo que los hace más vulnerables que sus congéneres. Aquel domingo me levanté perezoso después de arremolinarme entre las sábanas. Remolonear en la cama es una forma de resistencia, de luchar contra el tiempo en un intento inútil de detener su paso irrefrenable. Me acerqué a la ventana y elevé el estor como si hubiese izado una bandera. Hacía buen día. Lucía el sol en un cielo limpio de nubes. Era una plácida mañana de principios de marzo y Madrid relucía al mismo tiempo que el mundo empezaba a despertar del letargo del invierno. En un impulso repentino, me duché, me vestí, desayuné y salí a la calle. Me fui directo al rastro. Soy escritor y buscaba un escritorio. 

El rastro era un hervidero de gente que iba y venía entre los puestos del mercadillo. Toda la zona de La Latina lo era. De repente, me paré delante de uno que pertenecía a un anticuario, un hombre mayor y enjuto con aspecto de ave rapaz. Tenía lo que buscaba. Un escritorio antiguo, casi señorial, de madera labrada, muy bien conservado. El frontal de cada uno de los cajones era una obra de arte, una virguería que dibujaba flores mediante filigranas que se retorcían como reptiles. Me encantó. Lo compré y pagué por él un buen dinero pero no me importó. Siempre me ha gustado más lo antiguo que lo nuevo. Muchas veces lo nuevo no tiene alma. Una empresa de transporte me lo llevaría al día siguiente a casa. Pasé la noche soñando con mi escritorio. Soñé que era una hoja de papel descansando sobre su madera hasta que alguien me escribía. El bolígrafo me hacía cosquillas al pasar sobre mi cuerpo. 

Por fin llegó el mueble. Los transportistas lo dejaron en mi estudio y esperé a que se fueran para llenarlo con mis cosas y, entonces sí, adueñarme, apoderarme de él como quien conquista un territorio. Puse el ordenador, dos lapiceros, un retrato de mis sobrinos, un flexo y demás. Cada cosa en su sitio y el orden en todas partes. Me dispuse a llenar también los cajones pero había uno que no se abría, el primero del lado izquierdo de la mesa, el único con cerradura y yo no tenía la llave, el hombre no me la había dado. Con un trozo de alambre grueso que me dejó mi vecino, formé una ganzúa. Hurgué. Removí. Manoseé. Al final la cerradura cedió y pude abrir el cajón. 

Sentía curiosidad y una clase de nerviosismo extraño que afloraba desde el interior de mi cuerpo y fluía como el cauce de un río. No esperaba encontrar nada dentro pero me equivoqué, pues hallé dentro un trozo de papel enrollado similar a un pergamino. Lo desplegué. Había escrito algo que se parecía a una inscripción hecha con letra antigua. Decía: Pedro, nunca sabrás la ciega verdad. 

Me quedé paralizado. ¿Cómo era posible que estuviera mi nombre ahí escrito? ¿Cómo era posible si lo había comprado el día anterior? ¿Quién había puesto el papel ahí? ¿El anticuario? ¿A quién había pertenecido ese escritorio en el pasado? Una rara sensación me invadió de repente. Sentí que me había caído una especie de maldición encima. Y desde entonces busco de forma incansable la verdad sin encontrarla por ninguna parte. 


Por Josep Salvia Vidal

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