Hace algunos días publiqué un artículo (ahora se dice post, para ser más chic) en la red social Facebook:
Adivinad cuál fue mi sorpresa cuando artículos que hablan sobre el satánico Pablo Iglesias en su última cruzada gemelar tienen más de 300 comentarios y, de entre un grupo de 5.000 amigos ligados a Grupo Tierra Trivium, especialmente seleccionados entre apasionados por la literatura, solo se expresan dos —y, uno de ellos, me habla de Patricia Highsmith como escritora poco experimentada.
La mayor parte de los autores —esta generalización es importante, porque excluye a varios escritores: los que forman parte de la parte menor— que se dirigen a Grupo Tierra Trivium se quejan de no ser leídos; de no tener una oportunidad en el mercado. Consideran que el hecho de haber escrito la última palabra de un texto ya los determina como escritores consagrados merecedores de sembrar doctrina, héroes modélicos a seguir por aquellos que no han conseguido trazar sobre el papel ninguna idea que haya surgido exclusivamente de su imaginación.
Esto me lleva a una reflexión importante. Siempre desde mi punto de vista absolutamente subjetivo (y, como todo el mundo sabe, la subjetividad no solo no sienta cátedra, sino que tampoco supone una verdad incuestionable), para escribir, hay que leer. Efectivamente, no sabemos cuánto leyeron Miguel de Cervantes o el autor anónimo del Lazarillo de Tormes, pero se hace necesaria una noción básica, un conocimiento mínimo de la técnica de la segmentación de los sintagmas y la coordinación del sujeto y el predicado para poder transmitir al interlocutor el mensaje que uno quiere lanzar. También es cierto (insisto, desde mi perspectiva) que, cuanto mejor sea el autor al que se lee, más se puede aprender a fin de mejorar la técnica propia.
El problema se plantea con esta última frase: «cuanto mejor sea el autor al que se lee, más se puede aprender a fin de mejorar la técnica propia». ¿Quién determina qué escritor es bueno? La respuesta no es otra que un buen marketing (técnica de mercado). Si el distribuidor vende bien (y venderá bien si el porcentaje con el que se queda es mayor), un libro estará expuesto al público nada más entrar por la puerta del gran centro comercial, prácticamente en el suelo, para que el comprador se tropiece con él y tenga que recogerlo, se fije en su textura, en su portada, y lo deje en la mesa que está al lado de los tornos —y que, casualmente, tiene una montaña de ejemplares, todos con el mismo título—. Además, mientras va en busca del libro que quiere leer o regalar, el hilo musical de la tienda estará expresamente orientado a la compra de este título que ha recogido previamente del suelo, y los propios libreros tendrán en los ojos escritos el mismo nombre. Cuando pregunte al profesional, le dirán, casualmente, el que su cerebro quiere escuchar desde que ha entrado por la puerta.
¡NOOOO! Error. ¿NO TE DAS CUENTA DE QUE NO HAS DECIDIDO TÚ? Seguramente, incluso lo has escuchado en radio o visto en los anuncios gigantescos pegados en el culo de los autobuses. Te has dejado hipnotizar. Puede que el libro te acabe gustando… o no. Pero no lo has elegido tú. Lo han elegido por ti. Y ahora es cuando la opinión pública, tan democrática en nuestro país, crucifica a Jimena Tierra… chantatachán… yo me compré La sombra del viento y Los pilares de la tierra, y los leí, y se me hicieron ambos infumables, pero todo el mundo hablaba tan bien de ellos, y salían en tantos sitios recomendados (amigos, sí: también los periódicos que recomiendan libros, cobran por ello), que necesitaba vehementemente averiguar por mí misma qué tenían de especial aquellas obras que tuve que acabar sin desmenuzar, ingiriéndolas con agua fría.
Bien. Sigamos, y con esto concluyo. Habrá libros que, evidentemente, tengan una espectacular técnica de venta y que, además, merezcan la pena. No lo pongo en duda. Pero hay otros publicados por editoriales pequeñas y medianas, que están en grandes superficies según qué casos (los mínimos), que no tiene una distribución fuerte y que (¡escucha esto!) son dignos de leer, ejemplos modélicos que han salido de la cabeza de un escritor desconocido y que, lo único que no tienen para competir con algunas bazofias, es dinero.
Por ello, os animo a pensar por vosotros mismos (algo difícil, hoy en día), a no centrar vuestra biblioteca únicamente en autores consagrados y a valorar la escritura como lo que es: un arte que no todo el mundo puede desarrollar por el hecho de coger un bolígrafo y caligrafiar una frase (inventada o real). Yo no me considero ilustradora por saber pintar un cubo tridimensional.
El tiempo es limitado y la oferta descomunal. Mi consejo de hoy es que no lo malgastéis y os informéis mucho antes de perderlo con malas lecturas que os priven de otras que sí merecen la pena. Y, si entre leer algo aberrante o no leer nada tenéis dudas, al menos, LEED. ¡Lo que sea! LEED, LEED, LEED…