En este primer viernes de julio volvemos a tener con nosotros a nuestra querida corresponsal en la Luna que nos trae uno de sus textos más personales y que rezuma felicidad en cada una de sus palabras. Con todos vosotros Vida de Sonsoles Maroto Pérez.

Los hijos de la autora de bebés vestidos de rojo en un capazo apoyado sobre un campo de césped.

VIDA

He vuelto a besar la frente de mi hijo dormido. Hoy, cuando me he despertado y he visto su puerta abierta… me he acercado como una tigresa a su presa. Con cautela y sin mover el aire, mi boca se ha posado en su pelo. Su olor, ese aroma que distingue a una persona de otra, se ha apoderado de mí. Su olor, el mismo del pequeño que fue. He mantenido la presión de mis labios contra su piel el tiempo preciso, unos segundos largos; al abrir mis ojos de nuevo, he visto al bebé de pocos meses, indefenso, amado. Y, al tiempo, he comprendido que no se aprende a ser madre. Es un instinto cuyo sello comparto con las lobas, leonas o aves celosas de su nido. Es el impulso por el que pegar mi nariz y mis labios a mi retoño se convierte en un placer indescriptible.

Esta mañana, veinticinco años de mi vida se han concentrado en un beso. Años de cachorros indómitos, y madre que corre tras ellos, protegiéndolos. Años de primera infancia, de deberes tras el colegio y amistades forjadas en torno a un patio de recreo; de meriendas en mano que viajan del partido de fútbol al asiento de las mamás. Años de adolescencia, de berridos, berrinches y más besos… de comprender que me toca apartarme para dejarles crecer. De primera juventud, siendo a veces su confidente, otras su consultora, otras, testigo de sus decisiones.

Hoy he besado de nuevo a mi hijo en la frente, y el Universo se ha hecho pequeño.


Por Sonsoles Maroto Pérez.