Esta semana nuestra querida Sonsoles Maroto Pérez nos trae un relato muy personal, que seguro que os llegará a lo más hondo. Es difícil añadir una coma a un relato que toca tan de cerca, así que con todos vosotros y en especial a aquellos que hemos tenido a un enfermo de Parkinson en la familia, Papá Pingüino de Sonsoles Maroto Pérez.
PAPÁ PINGÜINO
Querido papá:
Hoy estarás muy orgulloso de mí. Por fin me he decidido a escribir. Tantas veces como escuché de vosotros aquello de «hija, tienes que escribir un libro», y nunca pude imaginar que llegaría a hacerlo y lo vería en las librerías. Pero sí, papá, así ha sido. Y en las primeras páginas, en la dedicatoria, con sentimiento he puesto:
A mis padres, que supieron que había un libro en mí antes de que yo pudiera imaginarlo.
Por eso he decidido escribirte, para darte esta alegría. Uno de tus rasgos distintivos fue siempre tu andar ligero; «tengo asuntos que hacer», respondías, si te preguntaba por qué ibas tan deprisa. «Yo nunca me aburro», nos decías; «el que se aburre es porque quiere». Un hombre creativo e inteligente, inquieto, con una patente industrial registrada a tu nombre… Un ser excepcional, que construiste tu vida a golpe de martillo y yunque. Faustino: fuiste una persona hecha en la forja. Una forja artesanal de las de siempre, donde se elaboran objetos bellos, sacando al hierro lo mejor de sí mismo a costa de doblegarlo, hasta construir las más bellas rejerías de los mejores palacios, por poner un ejemplo. Los que trabajaban a tu lado te tenían simpatía y respeto a partes iguales. Conversador incansable, que hilvanaba historias al pie del camino con quien se encontraba, así te recuerdo hoy.
Mi cuarto de juegos infantil era la envidia de todas mis amigas, y nuestra delicia. Tenía mesitas y sillucas de madera hechas por ti a mi medida de niña; una habitación completa amueblada al tamaño de críos de 4 a 7 años. No te gustaba ver sufrir, tal vez por eso le hiciste otra mesa camilla enana a mi mejor amiga, que se encapricho de la mía. Te faltaban horas en el día para hacer todo lo que deseabas y aquello en lo que ponías tu corazón. Lector incansable, cuando te jubilaste emprendiste la lectura completa, desde el primer renglón al último, de la enciclopedia ESPASA de veinticuatro volúmenes que nos había servido de consulta a los hermanos durante el bachillerato. Y así lo hiciste: tengo una foto tuya en tu sillón de orejas con uno de los voluminosos tomos, sonriente. Te gustaba saber de todo, estar al día de todo, y adquirir todos los conocimientos de los que eras capaz. Papá: a ti nunca te sobraba nada. Esa mentalidad de posguerra, tan desconocida para nosotros, los que no hemos vivido tales horrores, y tan necesaria para los que crecisteis en una generación postbélica, terminó construyendo toda tu personalidad, de titán.
Con sesenta y cuatro años te diagnosticaron Parkinson. Entonces nosotros no sabíamos casi nada de eso; tal vez que podríamos encontrarte un día con temblores de cabeza…. Algo que a ti nunca te ocurrió. Pronto empezó a costarte caminar como correcaminos, tal cual era tu costumbre. Entonces, extrañada, asistí al comienzo de tu caminar pausado, un proceso lento que nos permitió ir acostumbrándonos. Bueno, se podía sobrellevar. Cada día eran más las pastillas que tomabas. Te producían sueño, más del que tú deseabas. Te enlentecían… pero tú nunca te quejabas. Cuando venías a Madrid, con tus nietos aún pequeños, hacías todos los arreglos de mi casa, las chapuzas, como las llamabas. Mi hijo Javi se pegaba a ti como piojillo, pequeñín como era, desde sus dos años de edad. Y miraba con enormes y preguntones ojos negros. Su yayo le iba explicando paso a paso lo que hacía. Y Javier aprendió a arreglar todo lo que hay dentro de un hogar. Esta tarea de arreglar cosillas en casa la mantuviste, papá, mucho tiempo, casi hasta el final. Tus manos temblorosas se aferraban a las herramientas, y lo que solías hacer en diez minutos te llevaba una hora… ¡pero lo hacías! Tu satisfacción posterior emanaba por todos tus sentidos y nos daba enorme alegría verte tan animado.
El hito más notorio en la evolución de tu enfermedad, para todos nosotros, fue el día en que la silla de ruedas entró en casa. Sabíamos que llegaría el momento en que tan pesado artefacto tendría que ser recibido como nuestro mejor amigo y aliado. Pero lo habíamos ido postergando hasta el límite. Hasta que por fin, por tu cuenta y sin mayores encomiendas, mandaste traer una silla a la casa de Madrid. ¡¡QUÉ LODAZAL SENTÍ EN MI ÁNIMO, CUANDO ESTUVO DESEMBALADA EN MI SALÓN!! Ahora ya no podríamos disimular, no había negación posible, la realidad se nos echaba encima y yo desconocía si sabría asumirla o no. Hice como que no sentía nada… pero hui a llorar a otra habitación. Cuando volví, estabas enredado con tu silla, probándola, sin atisbo de tristeza. «¡Qué fortaleza»!, me impactó tu semblante, tu actitud. A partir de aquel día comenzaste a utilizar esa ayuda, poco a poco. Al principio, eras tú quien la empujaba, pero apoyándote en ella te sentías más rápido y seguro. Ya no le volverías a pedir a tu nieto que te acompañara para agarrarte, con disimulo, de su hombro. Tengo tu imagen grabada a fuego en mi retina, tu silueta endeble empujando tu silla por la calle, como torero enjuto con su miura. Esa estampa valiente me ha acompañado desde que falleciste, hace tres años y medio. Es la imagen de la voluntad férrea, del espíritu de superación, de las ganas de vivir hasta el final. Nunca te rendiste ante el Parkinson. Nunca le dejaste llevar ventaja, ni le diste tregua. Parkinson/Faustino fue siempre un duelo muy igualado; si no fuera porque todos estamos llamados a transformarnos de nuevo en la tierra que nos vio nacer, tú habrías terminado ganando la batalla. No hubo tratamiento que no probaras, médico a cuya puerta no llamaras, iniciativa que no llevaras a efecto, si pensabas que podía ayudarte. En tu casa tenías varios artilugios de ayuda hechos por ti mismo: las barras para sujetarte y poder incorporarte en la cama, con tus propias medidas, en la pared de tu cabecera… y un largo etcétera.
No fue fácil para nosotros ir asimilando y aceptando los cambios que experimentaba tu cuerpo. Eran barreras enormes que nos iban haciendo más difícil comunicarnos contigo. ¡Qué duro se nos hizo muchas veces! Era difícil comprender lo que decías. No podías pronunciar bien, y entonces usabas papel y bolígrafo. El Himalaya continuaba viniendo hacia ti, aunque a ti no te gusto nunca la escalada, y sufrías vértigo. Y así, escribir ya te resultaba también más difícil cada vez. Acostumbrados poco a poco a tu peculiar lenguaje, parecido al esperanto, comprendíamos solo la mitad de tus mensajes, por eso ya no te gustaba tanto hablar. Comenzaste a pasar largos ratos del día en soledad. Esa garrapata fue la más difícil de exterminar, la peor plaga y la que más daño hizo a todos. Escondida en otros síntomas, la ansiedad trepaba hasta tu pecho, tu cabeza de sedosos cabellos blancos, y lo invadía todo de negrura. Ya no te sentías capaz de hacer nada. Ni siquiera, de respirar. Te faltaba el aire, y te dábamos masajes y ansiolíticos, que unidos a la medicación propia del Parkinson, te dejaban horas atontado. Fue entonces cuando mi madre comenzó a necesitar ayuda. Y tuvimos varias, hasta dar con Herminia, una auxiliar de geriatría con gran voluntad y vocación, que fue lo mejor que nos pudo ocurrir en los últimos años. Aún así, nunca era fácil verte tan reducido a escombros. Pero de aquello, con mucho trabajo, ayuda médica y paciencia, también saliste. Los últimos años de tu vida fueron duros. Sin embargo, cuando dejaste de luchar, a los ochenta años, porque sabías que no iban a inventar nada nuevo durante tu vida, todo se aceleró.
Nuestro último verano juntos lo dediqué a estar a tu lado, sin hablar. Yo sentía una tristeza enorme y empalagosa por tener que asistir impasible a un proceso tan devastador. Todos nos sentíamos impotentes: nada había bajo la luna que pudiéramos hacer para aliviarte, ni estrella que nos diera un haz de esperanza. El Amor, la energía que mueve el mundo, era lo que te ofrecíamos. ¡¡Pero se me hacía tan poco!! Eras tan inteligente… supongo que lo sabías. Te dabas cuenta, por desgracia para ti, de casi todo. Tú tampoco querías sufrir más. Nos lo habías dicho. No querías que te prolongaran indebidamente la vida. Como persona con fe en Dios, llegué a pedirle entre gritos, una noche, tras dejarte dormido, que te llevara ya con ÉL. Clamé y alcé mi voz, como nunca lo había hecho y como nadie me había enseñado… y mi súplica se convirtió en realidad. ¿Loca, injusta? Yo sólo deseaba que dejaras de sufrir. Pero, Dios nos evitó este último suplicio, de tener que decidir si aprobábamos o no tu alimentación por sonda. Tu corazón, sencillamente, con ochenta y tres años, y veinte de sufrir Párkinson, dejó de palpitar. Había trabajado exhaustivamente toda tu vida. Había bombeado litros y litros de sangre apasionada y fuerte, y dado lo mejor de sí. Satisfecho, tu corazón pensó, sabiamente, que ya podía descansar. No creo que te pidiera permiso, papá. No puedo saber si tú si lo habrías dado. Pero tu corazón te quiso hasta el final, y te dejó ir en paz, rodeado de amor, con la mujer de tu vida, mi madre, al pie de tu cama, siempre.
No nos despedimos del todo aquel dos de agosto. Javier y yo tendríamos tu visita en nuestros sueños varias veces. Yo, te veía correr como niño con unos perritos muy lindos a tu lado. Estabas en campo abierto, riendo y corriendo a más no poder, con otros niños. Con tu imagen me decías: «hija, no llores, estoy muy feliz». Javier, en cambio, te vio varias veces en tu silla de ruedas, sentadito y con alguien a tu lado a quien no pudo reconocer. Cada vez que le visitaste le hiciste la misma pregunta: «¿Cómo estás, Javi?», y tu nieto te contestó, «estoy bien, yayo».
Ahora la medalla de la Virgen del Carmen, la que fue de mi abuela, tu madre, y luego tuya, cuelga del cabecero de mi cama. Y tú sigues siendo el padre más trabajador, justo y solidario que yo hubiera podido desear.
Te mandamos muchos besos, papá, como estrellas tiene ese lugar donde estás. Aunque sabemos que te encuentras de maravilla, te extrañamos. Por eso hoy, te escribo esta carta, para que te quede muy claro, que aquí, sigues viviendo entre nosotros.
Con cariño,
Tu hija
Por Sonsoles Maroto Pérez