Un viernes más tenemos una cita con nuestra corresponsal en la Luna que hoy nos trae un relato al estilo de la magdalena de Proust, lleno de pequeños objetos que abren la puerta a múltiples sensaciones. Así que acompañemos a Sonsoles en este viaje entre Espigas y juncos.
Espigas y juncos
Escucho el sonido del viejo reloj que renquea, como yo, en la mañana. Abro mis ojos, perezosa, y observo la grieta blanca en la pared; inmóviles las dos. Los pájaros me han despertado temprano. Es un placer abrir mis oídos a esa algarabía matutina de jilgueros, gorriones, mirlos, y otras avecillas cuyas llamadas no identifico, pero que me llenan de alegría. Recuerdo ahora, como si de otra vida se tratase, la forma en que me niego a oír los despertares de la calle en la gran ciudad, con sus guerras acústicas: me doy la vuelta en la cama, sonrío y me esponjo.
Aquí puedo abrir todos los poros de mi piel a la realidad, con la que me confundo, y dejarme llevar por el viento que azota los ventanales y hace vibrar los troncos de los árboles, mis acompañantes hoy. Y correr con el agua del río, persiguiendo los peces con los que chapotea y a los que espanta Iris. Y sentir que estoy tan viva como la niña que mete los pies en la corriente y da un respingo.
Juncos, espigas; trigales tostados y segados. Una bicicleta pedalea y se pierde entre cuatro casas de adobe, casi abandonadas ya. Ya no pastan las vacas en el río, ni las mujeres lavan con tablas de madera y blancas pastillas de jabón hechas en casa… Bien, por las mujeres. Mal, por el río, a quien nadie espanta los juncales ya. Mi alegría se ha encontrado con la nostalgia. Es la nostalgia de aquella niña que conoció otro pueblo, otro campo, otras gentes. Más labradas, las gentes, más pobre, el campo… más lejano todo. Y, sin embargo, aquí está el centro de mi corazón, intacto. Creo que se quedó pegado a unos cromos de mi niñez, guardados en una cajita de latón, en la mesita de noche, al lado de la cama de mi abuela, que yo conservo.
Por Sonsoles Maroto Pérez