En este viernes de esta semana tan rara nuestra querida corresponsal en la Luna nos trae una historia personal que recuerda cada 8 de diciembre y no es para menos. Y con un nudo en la garganta os dejo con Confianza, amistad de Sonsoles Maroto.
CONFIANZA, AMISTAD
¿Cuántas ocasiones tenemos a lo largo de la vida de ver interrumpida la cotidianidad para hacer un chequeo a nuestras relaciones, enquistadas e incluso a veces, rancias? Varias. Y dependiendo de la índole de nuestra suerte o nuestra salud, muchas o pocas. Debemos de agradecer a operaciones, a la pandemia, a un golpe de suerte, o a la publicación de una primera novela, que amigos que creíamos perdidos, tal vez amistades dejadas en stand by, reaparezcan como flores de invierno, y nos sorprendan bajo la nieve del tiempo, dándonos sorpresas de cariño, de confianza, de apoyo incondicional que no esperábamos. Del mismo modo, personas que acostumbrábamos a ver revoloteando a nuestro alrededor como mariposas, nos demuestran no ser más que moscones, y entonces, sencillamente, los espantamos para siempre de nuestro lado. Sí, compañeros de revista, todo esto sucede cuando la Vida pone saltos de vallas o nos adorna con flores el camino.
Por eso tengo yo que agradecer haber tenido, a lo largo de mi existencia, tantos ingresos de hospital. He de reconocer que nunca me han faltado familiares ni amigos fieles a los pies de mi cama. Ahora, el día siguiente de la celebración de la Inmaculada, 8 de Diciembre, fecha en yo celebro mi segundo cumpleaños, me viene a la memoria la ocasión en que renací, y en que más amigos demostraron su cariño a mi joven persona de diecinueve años. Por aquellos días, una meningitis galopante llamó a mi puerta, mientras yo vivía en una residencia universitaria, con otras ciento ochenta chicas. Éramos demasiadas para que aquellas monjitas, en medio de una epidemia de gripe, se preocuparan mucho de mi estado. Dos veces vino el médico y dos veces dijo que era la misma peste. Tirada en la cama y con la cabeza abierta en dos, y con visión doble, me quedé. De vez en cuando gritaba yo, recuerdo: «me duele mucho la cabeza…». Hasta que llegó el viernes, y mi tía vino a verme. Creí que era mi madre, de modo que llamó inmediatamente a la ambulancia. En el hospital, al ver una serie de puntitos rojos en mis brazos, me metieron en psiquiatría por drogata. Corría el año ochenta y dos del siglo pasado -¡qué barbaridad, cómo corren los siglos!- y la movida madrileña se ve que había afectado mucho al médico de urgencias aquel viernes noche. Me inflaron de Valium tras aburrirse de preguntarme qué me había metido, y no obtener respuesta. El jefe de planta de psiquiatría, donde me abandonaron toda la noche, llegó por la mañana y, tras echarse las manos a la cabeza, hizo importar a mis padres desde Granada:
—Señora, ¿es usted la madre de esta chica?
—No, soy su tía, sus padres viven en Granada. Doctor, anoche me dijeron que mi sobrina tenía una sobredosis, y eso es imposible…
—Pero qué barbaridad… Nada de eso, pero lo que le voy a decir es peor. Su sobrina tiene una infección meningocócica sobreaguda, y está en riesgo inminente de muerte. Hay que avisar a sus padres con urgencia.
Mi tía, me cuenta todos los años por estas fechas, se derrumbó, aunque aún tuvo valor suficiente para decirle al jefe de psiquiatría,
—Doctor, es tremendo, pero mejor que drogadicta.
Nunca me ha comentado cómo le miró el doctor. Llamaron a mis padres, y estuve viéndoles tras los cristales de la UVI durante cinco días. Allí, en la Unidad de cuidados intensivos, las enfermeras parecían azafatas de la serie de televisión Vacaciones en el Mar, y me enamoré del joven médico que me daba palique. Cuando me trasladaron a la planta de infecciosos, la habitación se me llenaba, literalmente, de amigos todas las tardes, los once días que permanecí en ella. Por entonces, compaginaba mis estudios en la facultad de periodismo, con los de Relaciones Públicas en una escuela privada, y eso, unido a las ciento ochenta chicas que poblaban la residencia donde vivía, y lo popular que era yo por entonces, hicieron que las enfermeras discutieran más de una vez con mi madre.
—Señora, ¿no ve que esta planta es de infecciosos?
—Y, ¿a mí qué me dice? Yo no voy a echarles, vienen a ver a mi hija, que casi se muere. Si quiere, vaya usted misma y les echa.
—Mire, yo lo que le digo es que como pase un día el doctor, se nos cae a todos el pelo aquí.
Mi madre nunca se enfrentaba a ellas. Es un ser dulce y angelical, y ante la no resistencia y la pasividad, y lo de mi riesgo de muerte, las enfermeras hacían la vista gorda. Total, aquella fue mi primera experiencia de dónde, cuándo y cómo conocería a mis verdaderos amigos. Y desde el momento en que me llevaron a la UVI y me eliminaron el dolor de cabeza y comenzaron a sonreírme como si estuviera en un mini crucero… desde ese instante he procesado mi episodio de meningitis como una experiencia positiva en mi existencia.