Este lunes también tenemos un nuevo relato de Chema Montes para amenizar estos días que nos toca estar en casa y que mejor que un relato que sucede alrededor de una casa. Y sin desvelar más os dejo con Un día complicado de Chema Montes.
UN DÍA COMPLICADO
Bueno, por aquello de estar en el norte, no me extrañó que la mañana despertara gris y lluviosa. Según el móvil, las probabilidades de lluvia eran del noventa por ciento durante todo el día, con vientos racheados de hasta treinta y un kilómetros hora y con una temperatura de trece grados; sensación térmica de once. Un día para no salir de casa y participar, como espectador, a través de la ventana mojada, de la vida fuera de las paredes del salón. Como ya he dicho, no me extrañó nada, de hecho, contaba con una situación así porque durante semanas había visto las predicciones del tiempo y, como era de esperar, se cumplieron.
El aburrimiento de un día de clausura amenazaba con una desesperación incipiente, entre el aburrimiento y la resignación, con pocas opciones para ocupar el tiempo en cosas de provecho o, al menos, lo suficientemente interesantes para que el tiempo pasara liviano entre las horas marcadas para preparar la comida y comer, tomar un té a media tarde, preparar la cena y cenar, ver alguna serie, acostarme a una hora razonable. Cuando estás en una situación así, el hambre te visita cada hora, y te empuja a moverte, a hurtadillas, para saquear de a pocos bien sea la nevera o bien algún armario. Y siempre hay algo que comer. Siempre, aunque parezca increíble.
Así pintaba la mañana. Además, que no lo había comentado y realmente es algo que determinó el devenir del día, el día anterior se había estropeado la caldera y desde el servicio técnico me confirmaron que durante esa mañana iría algún técnico a solucionar el problema. Por eso, para que la tragedia griega fuese mayor, se conjuraron el tiempo, la caldera rota, el técnico con su incierto manejo del tiempo y, creciendo por momentos, el aburrimiento.
La cuestión es que había ido a esa casa a pasar unos días porque me gusta retirarme cada cierto tiempo y alejarme del mundanal ruido de la ciudad. Mis padres la compraron allá por los años noventa y cada vez venían menos, por lo que prácticamente podía disponer de ella cuando quisiera. Y así lo hacía. Pasaba algunos días allí cada dos meses, dedicándome a pasear cerca del mar o haciendo rutas de senderismo, tomando café, cocinando o descubriendo restaurantes nuevos, yendo a pueblos y aldeas de los alrededores, leyendo la mayor parte del tiempo y viendo películas.
Como digo, la excusa para ir a esa casa, a esa pequeña ciudad pesquera del norte, no era sino la complicada tarea de reorganizar mi cabeza y relajarme, nada más que eso, como si hacerlo fuera sencillo. Con el tiempo me di cuenta de que en realidad lo hacía porque quería estar unos días sin tener que darle cuentas a nadie de nada, sin tener que decir lo que hacía o lo que dejaba de hacer, sin saludar siempre a los mismos vecinos, dormir en la misma cama, comprar en el mismo supermercado, hablar de los mismos temas con los compañeros de trabajo, hacer las mismas cosas día sí y día también, por supuesto. Buscaba unos días de experimentación casi real de libertad, eso que siempre estamos añorando y que, la mayor parte del tiempo, ni tenemos ni sabemos identificar.
El caso es que eran las once de la mañana y, como nunca supe a qué se refieren los técnicos cuando dicen que a primera hora te visitarán, me di cuenta que llevar más de tres horas despierto y sin nada que hacer podría causar en mí un agobio tremendo, por lo que me vestí y decidí salir a tomar un café a la cafetería habitual, situada casi frente al portal de la casa y desde donde podría ver sin problema la llegada de una furgoneta o de cualquier vehículo que identificara como el del técnico.
Bajé a la calle y, cuando abrí el paraguas descubrí que estaba roto y oxidado, que no se podría abrir del todo y que en casa no había ningún otro paraguas. La distancia entre el portal y la cafetería era poca, pero la lluvia arreciaba mucho en ese momento. Decidí correr, llegando casi calado a la cafetería. No pude sentarme en la mesa junto al ventanal porque estaba ocupada por unas amables jubiladas que charlaban sobre temas que no llegaba a comprender, por lo que desde mi mesa no podía ver del todo el portal. El camarero era nuevo y o no supo o no quiso (o yo me expliqué mal) comprender que café solo significa sin leche, que café espresso significa corto y potente. Me trajo un café con leche, con ausencia total de café salvo por un hilillo amarronado, y tan caliente que hubiese preferido una taza de magma a bebérmelo. Eran, porque lo miré, las once y veinte. Ni rastro de la furgoneta. Empecé a tener un poco de frío, además de que me irritaba tener que tomarme ese café que no había pedido (no sé por qué lo hice) mientras el jolgorio de los demás clientes y del programa del corazón de la televisión me martilleaba el cerebro. Once y media, no furgoneta, no técnico, sí frío en los pies, no cese de la lluvia. Poca batería en el móvil. La cosa prometía.
Sobre las doce menos veinte decidí pagar y volver a casa, no sin antes pasar por el supermercado para comprar pan y algo de pescado fresco para comer. A esas horas la afluencia de clientes era tal que tardé aproximadamente media hora en comprar una ventresca de bacalao, cuatro tomates, dos zanahorias, un calabacín y una barra de pan. Qué probabilidades, pensé en la cola de la pescadería, había de que en ese tiempo apareciera el técnico. Además, aunque tenía el móvil con poca batería, siempre podría llamarme, por lo que dejaría la compra y volvería más tarde a por ella.
Pero no, no pasó nada de eso. Lo que pasó es que cuando llegué al portal me di cuenta, con esa sensación de ahogo y calor que caracteriza momentos así, que no tenía las llaves de casa en el bolsillo, tal y como preveía. Habían desaparecido. No estaban. ¿Las había cogido? Entonces caí en la cuenta de que, con toda probabilidad, no, no las había cogido porque cuando iba a salir de casa me habían llamado y atendí la llamada por si era algo importante. No, no lo era, ni mucho menos, pero por esa llamada no había cogido las llaves. La cosa empezaba a ponerse fea porque cada vez tenía más frío, había recorrido el trayecto entre la cafetería y el supermercado, entre el supermercado y el portal sin la protección del paraguas y el pan, cosa que siempre me dio mucho asco, se había mojado por la parte descubierta y sabía que tendría que tirar esa parte.
Estaba en la calle, casi tiritando, sin llaves para entrar en casa, sin la posibilidad de darme una ducha caliente y esperando a un técnico que, cercanas ya las doce y media, seguía sin dar pistas de su llegada. El móvil con un terrorífico quince por ciento de batería, y yo sin saber muy bien qué hacer. Era el primer día de aquel periodo de retiro de una semana y la cosa no empezaba bien, además de que la lluvia era cada vez más abundante y el viento no tenía intención de menguar. ¿Qué podría hacer en esa situación? ¿A quién acudir? ¿A quién culpar en ese homicida repaso mental de culpables por verme así? Pasarían unos dos minutos cuando sonó el móvil. Si lo cogía y no era una llamada necesaria, corría el riesgo de perder toda la batería y verme, ya sí que sí, totalmente aislado. Si por contra, la llamada era del técnico, al menos sabría a qué hora podría llegar y tendría tiempo para intentar encontrar un cerrajero que abriera la puerta, pero claro, perdería quizá otro día para cambiar el bombín de la cerradura. Lo cogí, porque ante todo pensé que podía ser el técnico. Y lo era, ¡lo era! Pero lo era para decirme que había tenido una complicación y que hasta última hora del día no podía ir.
Le dije, obviándole que estaba tirado en la calle totalmente calado y con una barra de pan artesano cada vez más húmeda, que no había problema, que le esperaría en casa. Colgué. Era como la una de la tarde. Lo único que había cambiado era que, al menos, el técnico iría por la tarde. ¿Podría confiar en él? Confiaría. Confié. Pero seguía sin llaves. Y empezaba a tener hambre. ¿Qué más podía pasar?
El cerebro, la mente humana e imagino que también la de alguna especie animal, tiene la virtud de crecerse y buscar soluciones en momentos de máxima urgencia, de total necesidad. Espíritu de supervivencia y conservación de la especie, aunque en un momento como aquel no estuviera en riesgo la perpetuación del ser humano. De repente recordé que mis padres dejaban siempre una copia de la llave en la inmobiliaria que les vendió el piso por no sé que razón de parentesco entre mi madre y la madre de la dueña, por lo que vi la luz. ¡La cosa mejoraba! El local no estaba muy lejos, unos diez minutos andando, e imaginé que cerraría sobre la una y media, lo que me daba unos veinte minutos más o menos para llegar. Corrí al bar, le pedí al camarero que me guardara la compra explicándole muy rápidamente lo que había sucedido, salí corriendo bajo una lluvia que dificultaba tanto el ver más allá de mis brazos extendidos como el apoyar con normalidad los pies. Desde fuera, pensé, estaba dando un espectáculo dantesco.
Imaginaba a la gente asomada a los balcones y ventanas preguntándose quién sería aquel idiota que corría como un pato mareado bajo la lluvia, con un pantalón de chándal que se veía claramente de algodón y que le tendría que estar pesando una barbaridad. Pero tenía claro mi objetivo y no me importaba nada más. La inmobiliaria estaba más cerca, solo unos metros y tendría las llaves que acabarían con todo. Cuando llegué, milagro, seguía abierta, quedaban unos pocos minutos para que cerrara.
Pero no estaba la dueña, sino una chica demasiado joven para estar ahí y que se asustó cuando me vio entrar. Le conté, a trompicones, quién era y qué estaba buscando allí y, no sé por qué, le dije que tenía el móvil casi sin batería. Ella me dijo que la dueña se había ido ya a comer y que se había dejado el teléfono, por lo que no tenía posibilidad de contactar con ella para preguntarle dónde estaba la llave porque era su primer día en la inmobiliaria y no sabía esas cosas.
Me senté derrotado y le pregunté que a qué hora volvería y me dijo, con un tono de voz en el que percibí más incomodidad que preocupación porque estuviera empapado y despojado de dignidad y que seguramente me estaba cargando el pequeño sofá en el que estaba sentado, que volvería en un par de horas. Un par de horas era mucho tiempo, más aún en mi estado. Entonces le dije que, bajo mi total responsabilidad, me quedaría allí esperándola y que, además, si me dejaba un cargador de móvil le estaría totalmente agradecido. Me lo dio, ya que por suerte teníamos el mismo modelo de teléfono, y me dijo que tenía que irse a comer, que si no me molestaba. Le dije que no. Apagó todas las luces y se marchó. Me quedé allí solo, con mucho frío y con hambre y con una sensación de que ya nada podía salir peor de lo que estaba saliendo. Pero me equivocaba, porque salió.
Me quedé dormido, tan profundamente, que no oí las tres llamadas. Me despertó la joven que volvió de comer y que me trajo un táper con sopa de pollo que su madre le había preparado y que ella no había sido capaz de comerse entera. También me trajo una sudadera que su ex se había olvidado cuando se marchó. La bondad de los desconocidos me sigue sorprendiendo, no entiendo por eso la manía que tenemos los habitantes del mundo de destruirnos los unos a los otros. La sopa me dio media vida, me templó, me hizo entrar en calor. La sudadera hizo el resto. La compañía de la joven, me revitalizó.
Cuando devolví las llamadas descubrí que era el técnico para decirme que había estado hace un rato en mi casa pero que, como no respondía al telefonillo, se había tenido que ir para resolver una urgencia y que por eso, al tener que desviar su ruta otra vez, le sería imposible solucionarme el problema ese día, pero que al día siguiente, a primera hora, estaría allí para arreglar la caldera. Le dije que no importaba, que por favor mañana estuviera a primera hora, y que no se preocupara porque a las ocho ya estaría despierto. Cuando colgué, la joven me miró e, intuyendo lo que pasaba, me preguntó si quería un café, que en el bar de al lado lo preparan muy rico.
La verdad es que la situación me superaba, no sabía si reírme o llorar, pero recordé que tengo una sonrisa un poco fea y que no sé llorar. Acepté el café, la invitación, sobre todo porque no sabía qué otra cosa hacer. Fuimos hasta esa cafetería y nos apoyamos en la barra. Quise saber cosas sobre ella. Me contó que era su primer día, que había conseguido ese trabajo, que además de darle un suelo decente le permitía tener tiempo suficiente para preparar unas oposiciones a maestra, porque era maestra. Tenía 24 años y vivía sola desde hace dos, cuando se fue a vivir con el dueño de la sudadera, pero que una noche él le confesó que quería salir de ese pueblo, con ella o sin ella, para buscarse la vida en otra ciudad y que, antes de irse, ella le preparó un bocadillo de tortilla francesa con queso por si le entraba hambre en el camino. No volvió a hablar con él. Creía que vivía en Madrid o Barcelona, pero ni estaba segura ni le apetecía saberlo. Insistió en pagar el café y yo, que en realidad no tenía dinero porque casi todo me lo gasté en la compra que, recordé en ese momento, seguía a resguardo junto al camarero, me callé y acepté la invitación
Cuando salimos, camino de la oficina, el sol había hecho acto de presencia. Olía a fresco, a mojado, a que las cosas iban a solucionarse. Mientras volvíamos, ella me hablaba pero en mi cabeza solo había espacio para pensar en lo que haría cuando ya estuviera en casa. Podría calentar agua en el microondas y lavarme poco a poco, sobre todo la cabeza, que ya sabemos que es por donde entran los resfriados. Después me sentaría un rato y me bebería un vaso de leche caliente, me pondría el pijama y, desde la oscuridad del salón, odiaría cada uno de los instantes del día hasta que conocí a aquel ángel que me salvó. Llegamos y la dueña estaba ya allí. Resumí mucho la historia, creo que no hizo falta que le contara mucho después de verme la cara. Me dio recuerdos para ti. Me dio las llaves. Me despedí de ellas. Volví caminando lentamente. Recogí la compra. Llegué al portal. Saqué las llaves. Todo había terminado.
La tarde pasó sin más pena ni gloria que la tranquilidad de que todo había pasado, ya solo faltaba que el técnico cumpliera su palabra y acudiera a nuestra cita lo más pronto posible. Era lo único que pedía. Ya no quedaba ningún rastro de ira, solo cansancio. No podría odiar a nada más ni a nadie en concreto, únicamente concentraba las pocas fuerzas que me quedaban en planificar lo que haría mañana. Si me encontraba bien, porque a ratos estornudaba y, a partir de las siete, empecé a sentir picor de garganta y un ligero dolor de cabeza. Si me ponía enfermo, si me había resfriado, se me chafaría todo el plan y lo que se antojaba como una semana de relax y disfrute, quizá transcurriría del sofá a la cama y de la cama al sofá, al menos un par de días. Pero bueno, cené, vi un poco la tele y, sobre las once, me fui a la cama. Esa noche no leí, no tenía cuerpo. Tenía mucho sueño, además, quería levantarme pronto por si el técnico aparecía a primerísima hora. Apagué la luz, y, no sé por qué ni a quién, dije buenas noches en voz alta. Ahora creo que si algo o alguien me hubiera respondido no me hubiese asustado, lo hubiese visto como algo normal.
A la mañana siguiente, curiosamente, me desperté con una fuerza arrolladora. Nada de fiebre, casi nueve horas de sueño reparador. Me levanté una energía desbordante. Desayunó mirando de reojo el reloj de la cocina. Ocho y cuarto. Ocho y veinte. Ocho y veinticinco. Ocho y media. Era la hora. Recogí todo, me cambié y me senté en el butacón de lectura. Seguro que el técnico vendría pronto, me había dado su palabra. Me la había dado, ¿verdad? Sí, lo había hecho, ¿o no? Sí, sí, lo había hecho. Cogí el libro, puse en alto el volumen del móvil, me aseguré tres veces de que estaba encendido y me puse a leer.
Eran casi las once cuando llamaron al telefonillo. Era él, era el técnico. ¡Era el técnico! Empecé a ponerme nervioso, como si vinieran los Reyes Magos, como si fuese un mensajero que me traía un paquete que llevaba semanas esperando, como si fuese un viejo amigo que venía a desayunar conmigo después de meses sin vernos. Me temblaban las piernas mientras pensaba en la dicha que me iba a dar conforme él se marchara, en la ropa que me iba a poner y en el paseo que me iba a dar ya que el día había amanecido con un sol radiante. Lo tenía todo pensado. Todo iba a salir bien.
Cuando el técnico apareció en la puerta, dudé entre darle la mano, un abrazo o regañarle. No hice ni una cosa ni la otra y, quizá por los nervios o quizá porque soy un poco tonto, le dije si quería un café. Él, cortésmente y con un tono muy suave pero tajante, me dijo que no, que tenía prisa, que había un par de clientes que le estaban esperando desde ayer y que eran urgencias. No dije nada, solo respiré, le dije donde estaba la caldera y que si necesitaba algo de mí podría encontrarme en el salón. Maldije, pero en voz baja, le maldije. Pero para mí, como si fuese un secreto.
Veinte minutos después, aquel señor del que ya no recuerdo ni el nombre ni el aspecto, me llamó. Perdone, me dijo, ya he terminado, insistió. Fui a la cocina y, abrumado y avergonzado, asistí impávido a la explicación que me hacía de por qué había fallado, sobre qué podría hacer si volvía a fallar y que, si lo hacía de nuevo, sería mejor sustituirla por una nueva, que esas calderas antiguas dan muchos problemas y que él, por un precio bastante módico, podría hacerlo. Desperté y le di las gracias, le dije que era la casa de mis padres y que ya hablaría con ellos. Le acompañé a la puerta y me dijo que menos mal que hoy no llovía porque ayer, con la que cayó, se había mojado yendo y viniendo hasta aquí. Sonreí. Y cerré la puerta.
Y eso fue lo que pasó. Después, los días transcurrieron como había planeado. Sí, claro, conseguí descansar y relajarme. Incluso invité a comer a la chica de la inmobiliaria para darle las gracias por todo. No, tranquila, no hice nada más, tú ya sabes que allí voy solo a relajarme. Por eso, antes de que se me olvide, os he dejado sobre la mesa de la cocina la tarjeta y el papel con el presupuesto que me dio el técnico para cambiar la caldera. Creo que tendríais que hacerlo, porque podría volver a pasar. ¿Cuándo tenéis pensado ir? Ah, perfecto, seguramente vaya yo antes.
Pues nada mamá, eso fue lo que pasó. Y ahora déjate de tonterías y sigue disfrutando de tu día, que hoy es tu cumpleaños y no te he llamado para contarte mis penas. Ah, que os vais a comer por ahí. Muy bien, me alegro, eso es lo que tenéis que hacer. El sábado sí, tranquila, voy a comer con vosotros. ¿Cómo? Sí, claro, cerré el gas y el agua, no te preocupes. También, bajé las persianas y apagué la luz. Y la basura. Está la casa perfecta. Menudo rollo te he soltado, ya lo siento.
¿Qué voy a hacer yo? Pues no sé, daré un paseo, quiero ir a comprar unos libros y, seguramente, me pase toda la tarde escribiendo una historia que se me ha ocurrido, en la editorial me han dicho que quieren que dé forma a un libro de relatos y solo tengo borradores.
Lo dicho, mamá, disfruta del día.
Y que cumplas muchos más.
Por Chema Montes