Guitarras, batería y microfonos en un escenario

Brevedades improvisadas: Oscuridad Superstar

En este primer lunes de marzo tenemos de nuevo con nosotros a Chema Montes, que esta vez nos trae un relato titulado Oscuridad Superstar, que os atrapará hasta el final. Y sin más preámbulos os dejo con la prosa de Chema Montes.

OSCURIDAD SUPERSTAR

Te colocaste frente al micro y no supiste ni tan siquiera qué hacías allí. Todos esos años de seguridad se desvanecieron. El suelo comenzó a temblar y con cada vibración la cabeza te estallaba. Te fallaron las fuerzas, te temblaban las manos, todo tu interior se removía. Menos tu voz, que permanecía apagada, ausente, lejana. Comenzaste a sudar, las luces te cegaban, se te resbalaba de entre los dedos la púa, la guitarra te pesaba, se te había olvidado todo, la letra, la melodía, habías olvidados hasta tararear. Tu mirada no solo estaba perdida, sino que parecía que nunca había estado allí, que jamás te había permanecido, como si todos los años anteriores no hubieran existido. Quietud. Nervios. Silencio. Por primera vez. Silencio.

En esas décimas de segundo que hay entre la lucidez y el desmayo comprendiste que nada quedaba ya de aquel niño que se dormía bajo los acordes que su padre fabricaba con su vieja guitarra. Nada quedaba de aquel adolescente que componía sus primeras canciones llenas de tormento y nostalgia de un futuro que no comprendía ni había vivido, aquellos torpes punteos, aquellas melodías que intentaba, sin éxito, replicar. Nada quedaba de aquel joven que daba sus primeros conciertos a compañeros de instituto, que se encerraba en su habitación por las noches a pulir sus dedos para que no le fallaran, que se dio cuenta de que su voz nunca sería melodicamente perfecta pero que sí sería reconocido por sus letras, como Joaquín, como Krahe, como Vega, Flores o Urquijo. Nada quedaba ya de aquel Dust in the wind que convertiste en himno, del Born to be wild del que compusiste una versión acústica con la que te gustaba terminar cada concierto. Nada quedaba ya de aquello porque de un plumazo, de una sudorosa hostia en toda la cara y con la mano abierta, todo lo que fue ya no era y todo lo que podría ser jamás lo sería. En esas décimas de segundo entre la lucidez y el desmayo comprendiste que habías perdido la pasión por lo que tanto amabas. ¿Qué hacer entonces? ¿Cómo afrontar una pérdida interior cuando ni siquiera uno mismo se conoce por dentro? Con los focos apuntándote y los primeros susurros del público, pensaste en que perdida ya la seguridad en ti mismo no podías hacer otra cosa que no fuera huir, escapar y esconderte hasta que el vendaval pasara, hasta que el tiempo y la gente se olvidara de ti. Salir corriendo hasta llegar a casa, desnudarte y meterte bajo el edredón dejando que el tiempo hiciera su trabajo y al fin, en vida, murieras. Porque nadie, pensaste, te había preparado para el fracaso, porque para eso nadie nos prepara porque desde pequeños nos dicen que tenemos que ser los mejores. Pero nadie nos dice qué hacer cuando dejamos de serlo, cuando nos vencen nuestros miedos, nuestras inseguridades, cuando nos tiemblan las cuerdas vocales o las manos se olvidan de lo que mejor saben hacer. ¿Por qué nadie nos enseña a fracasar? ¿Por qué no sabemos sonreírle al miedo? ¿Por qué nos acojona tanto no ser lo que la gente esperaba que fuéramos? Te preguntabas en qué momento había dejado de importarte y te habías vendido a un público que, con toda seguridad, en unos meses no recordaría tu nombre. De la misma manera en la que tú, en este instante, no te reconocías. ¿Por qué nadie nos enseñó a enfrentarnos a nosotros mismos?

Viste caer todos y cada uno de tus principios, todas y cada una de tus férreas convicciones. Te creíste un cuerdo que en la locura momentánea residía su genio y su fuerza. Cambiaste una y mil veces tu manera de pensar y con el tiempo descubriste que nunca tuviste una manera propia de hacerlo. Te avergonzabas de tus pensamientos pero los necesitabas, acudías a ellos cuando todo a tu alrededor se desmoronaba, cuando todo fallaba y se caía. Cuando tropezabas y te costaba levantarte, cuando ninguna mano se ponía a tu servicio. Perdiste tu personalidad, la poca que podías tener y la poca de la que podías presumir. Porque caíste en el error de creerte un dios, un virtuoso, un pensador, un ídolo. Y ahora, en este preciso instante en que te sientes una mierda, te das cuenta de que nada de lo que creíste existe. Ni siquiera es un espejismo. Ni tan siquiera una quimera. Ni mucho menos humo. No es nada. Simplemente. Nada.

Tuviste un amigo, un viejo cantautor andaluz, que te avisó. Que te dijo que te podía pasar, que podrías verte en esa situación. Que podías perder todo lo que creías ser en el momento más inoportuno, y que si lo hacías era porque jamás habías sido alguien. Lo perderás todo, te dijo, y no sabrás encontrarte de nuevo. No sabrás en qué momento comenzaste a morir por dentro porque no te habrás parado en ningún momento a escucharte, a tomar conciencia de lo que está pasando, nunca te habrás tomado una caña contigo mismo porque siempre tendrás la necesidad del ruido que ofrecen los demás. Porque el ruido no te dejará pensar ni escucharte. Porque te tienes miedo. Porque prefieres creerte lo que otros creen de ti. Por eso te gusta tanto el ruido. Pasarás por la vida, te dijo, pero la vida no pasará por ti. Desaparecerás sin haber tenido presencia, sin dejar un legado, pero creyendo en todo momento que eres alguien y que el mundo te debe un favor. ¿Pero sabes qué? Nunca serás nadie porque creerás serlo todo, sentenció. Y dos semanas después, el viejo cantautor andaluz que tocó el cielo y beso el barro casi a partes iguales, murió de un infarto. Solo. De la misma manera en la que había vivido. Solo y, por primera vez en toda su vida, sin ruido.

Conociste una suerte mejor o, eso parecía. Creíste conocer a la suerte. Creíste tenerlo todo y acabas de darte cuenta de que no tienes nada. Que no tienes amigos, que nunca te quiso ninguna mujer, que confundiste el amor con el miedo a estar solo, confundiste el amor con la necesidad de amar. El dinero salía de la misma manera en la que entraba y tú, que pensabas tener control sobre ti, vivías en un descontrol que otros orquestaban. Los amigos de verdad se fueron, dejaste de componer temas que amabas y sentías para cantar lo que decían que tenías que cantar. Y se esfumaron de un plumazo las versiones de Calle Melancolía, perdiste las llaves de El sitio de mi recreo, te cantaste una y otra vez Déjame. Se cayeron las paredes del Hotel California, perdiste una y mil veces a tu Mary Austin. Creíste que Hurt se había escrito para ti. Se apagó la creatividad, esas ansias por encerrarte en tu estudio y no dejar de componer y recomponer la misma canción una y otra vez. De pensar en si a Bowie le gustaría escucharte, de si Quique viajaría contigo en caravana por todo el país, de si, algún día, tú serías el padre que durmiera a un hijo con canciones tuyas.

Pero no había tiempo para pensar en eso. No, el público esperaba, impaciente, irritado, nervioso. El gerente de la sala se iba acercando poco a poco con una mueca dibujada mezcla entre incomprensión y decepción. El chico que hoy te acompañaba al piano tosió un par de veces e incluso acarició algunas teclas como si con eso pudiera despertarte. Como si todo fuera un sueño, una pesadilla de que la podrías despertar. Pero a ti seguía sin salirte la voz, el cuerpo seguía inmóvil. La vista te seguía fallando y empezaste a oír pitidos, a sentir un mareo frío y seco. En esas décimas de segundo que hay entre la lucidez y el desmayo una persona es capaz confundir con errores cada paso que dio en su vida, olvidando que alguna vez, por muy remota que fuera, acertó e hizo las cosas bien. Y tu, pensaste, jamás habías acertado.

Seguías perenne frente al micro, como si detrás de él nada existiera, como si el tiempo se hubiera detenido, como si nadie estuviera esperando que comenzaras a hablar, a cantar, a moverte, a dar señales de vida. El micro era tu tótem, tu amuleto, tu capa de invisibilidad. Detrás de él te sentías seguro, tranquilo, aun sabiendo que nada marchaba como debía marchar. Entonces, una a una, miles de imágenes empezaron a centellear en tu cabeza. Y te viste de la mano de tu padre, en el regazo de tu madre, en tu cama. Te viste corriendo desnudo por la playa, te viste abriendo regalos en la mañana de Reyes, te viste aguantando la risa para que el profesor no te pillara. Te viste comiéndote un bocadillo de chocolate y otro de jamón York con mantequilla. Te viste viajando en coche mientras en la radio sonaban los Chichos y el Fari. Te viste montando en una BH azul que te venía grande. Te viste estrenando unas Puma blancas, tus primeras zapatillas de marca. Y te viste echándote libros de Chipas. Y poniéndote el Casio negro que te habían regalado por tu comunión. Te viste bebiendo Tang, chupando un flash, comiéndote un Frigopie. Te viste durmiendo la siesta sin camiseta. Te viste a remojo durante horas en la piscina. Te viste contemplando el atardecer, sin prisas, sin preocupaciones, como si fuera lo último que fueras a ver. Te viste siendo un niño, te viste libre, te viste viviendo en esa época en la que lo trascendente era un mundo y lo intrascendente una cuestión vital. Viste cómo se plegaba el tiempo, como cuando eras niño y te daba igual que fuera de día o de noche porque tu única obligación era simplemente ser, estar, permanecer. No buscabas ser trascendente porque para ti nada lo era. Todo era fugaz y relativo, todo olía y sabía a tarde de primavera, a hierba recién cortada, a cloro y crema de sol, a sandía, a tardes que se confundían con la noche y que nunca terminaban. Te viste otra vez siendo lo que fuiste y lo que, hasta ese momento, creíste no echar de menos. Tú pensabas que todo había pasado. Que todo era pasado. Pero no, el único que se había convertido en pretérito eras tú.

Mientras, tu presente seguía mudo, revolcándose entre la mierda de tus decisiones. Te ibas convirtiendo en un punto negro en un vacío oscuro y abismal. La gente comenzó a silbar, arrastrando en el aire lamentos y quejas, miradas de desprecio, de incomprensión. Pasaban los segundos y tú seguías quieto. ¿Eras tú? ¿Quién eras realmente? ¿Quién eres?

Y entonces, cuando alguien te tocó el hombro, comenzaste a llorar. Comenzaste a llorar porque hacía meses que nadie te tocaba, porque habías perdido el contacto con el mundo y con la realidad. Comenzaste a llorar porque creíste que si intentabas correr te fallarían las piernas. Pensaste que si querías tocar, te fallarían los dedos. Que si querías hablar, te fallarían las palabras. Y si quieras sonreír, no recordarías cómo hacerlo.

Comenzaste a llorar porque de un plumazo te diste cuenta de que eres un ser fácilmente vencible, que todas tus fortalezas son en realidad tus debilidades disfrazadas. Comenzaste a llorar porque echabas de menos el cosquilleo que dejan en el estómago los buenos momentos, esa sensación como de estar haciendo una suave digestión después de comerte un buen postre. Y comenzaste a llorar porque echaste la cuenta de los amigos perdidos, de las veces que dijiste a tus padres que otro día les llamarías. Comenzaste a llorar porque ya no podías hacerlo y porque en ese mundo de oscuridad superstar que te habías creado solo había sitio para ti, para nadie más. Todo el mundo que tuviera algo sensato que decirte te molestaba, porque no querías escuchar nada más que halagos. Comenzaste a llorar porque te sentiste realmente solo, porque quisiste buscar tu dignidad pero no recordabas dónde la habías dejado. Cómo buscar lo que abandonas cuando no quieres volver sobre tus pasos. Cómo recuperarte cuando no quieres probar el remedio.

Entonces, el último reducto de inteligente autocompasión que aún te quedaba vivo te impulsó a levantarte. Despertaste de ese momentáneo letargo, de esa espinosa letanía inconsciente que te costaba digerir. Despertaste en el mejor momento, justo cuando la irrealidad te condenaba al sueño eterno. Y te levantaste. Tiraste la guitarra, miraste al frente, te fuiste sin pedir perdón. Y saliste a la oscura noche de Madrid. Oliste el suelo mojado, aspiraste el olor a lluvia, abrazaste al frío, te dejaste embriagar. Y comenzaste a caminar, con el único patrimonio que aún te pertenecía, con tu bien más preciado. De la mano solo te acompañaba el corazón, aquel al que le habías dado la espalda pero que se resistía a alejarse de ti. El miedo desaparecía. Todos tus yoes desaparecían quedando únicamente la verdadera expresión de quién eras. Y quisiste correr, y corriste. Y quisiste gritar, y gritaste. Y quisiste volar, y volaste.

Y tan alto llegaste a volar que por primera vez en años te viste los pies en el suelo. Tanto volaste que no tuviste pánico a las alturas. Tan alto volaste que tocaste todas las estrellas que salieron a saludarte. Tan alto volaste que, por fin, encontraste el lugar donde habías escondido tu vida real. Y te la llevaste junto a ti en el descenso.

Tan alto volaste que volviste a sentirte libre.

Y te sentiste libre porque esa noche aprendiste a volar.

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