Esta semana Chema Montes nos visita un martes con un relato en el reino de Morfeo, donde se mezclan los lugares ya vividos con los por vivir. Así sin más preámbulos os dejo con este relato Onírico.
Onírico
Anoche volví a soñar con aquella casa, otra vez, y ya no sé cuántas veces he soñado con ella en los últimos meses. Pero esta vez el sueño era distinto, sin ser una pesadilla, sin ser uno malo, pero era agobiante. Volví a soñar con esa casa anoche y sentía como si fuera la primer vez que la pisaba, percibí el olor de aquel primera día cuando todo era vacío y paredes recién pintadas de blanco, cuando el eco era tan grande como mis ganas de llenar cada rincón de vida. Volvía a sentir lo que sentí, aunque fuera un sueño, podía sentir esa misma emoción, el frescor que entraba por lo balcones, el crepitar del parqué bajo mis pies. Todo, absolutamente todo era igual, pero todo, en su totalidad, era distinto. Porque aunque aquella era aquella casa, era distinta, llena de imperfecciones, con partes que nunca estuvieron allí, con muebles que iban apareciendo tras cada paso y que nunca fueron míos. Y había gente que no conocía, y sonaba una música que no me gustaba, y olía a comida y oía ruidos extraños. Era aquella casa y era el primera día que la visitaba, pero todo era distinto porque entre aquellas paredes ya existía una vida que no era la mía. Y en mitad de ese sueño, salí corriendo y escapé.
Y salí a la calle. Y observaba el edificio y todo era exactamente igual, tal y como lo recordaba, tal y como lo vi aquel primera día, todo exactamente igual salvo porque era ciertamente distinto. La fachada empezaba a resquebrajarse y caían al suelo pequeñas lascas de pintura, pequeños cascotes, se empezaba lentamente a derrumbar pero seguía en pie, intacto, como si el temblor que intentaba derribarlo no le hiciera ni cosquillas. Para mí era evidente, podía sentirlo en cada extremidad, el suelo temblaba y veía desmembrarse el edificio, pero él seguía allí, quieto, ofreciéndome la misma imagen del primer día pero, a la vez, ofreciéndome una imagen distinta y poco amigable, fría, una imagen alejada de la calidez con la que me recibió el primera día. Y yo, que ahí estaba quieto, que había detenido mi huida y ahora volvía a ser el observador que fui, no comprendía por qué, si era capaz de reconocer todo aquello, por qué todo aquello me resultaba tan ajeno, tan extraño, tan desconocido. Y notaba que alguien me observaba desde una pequeña ventana, una figura que aunque no conseguía ver con nitidez, sí me era familiar, una figura que me sonreía con cierta melancolía, que levantó ligeramente la mano para saludarme y que inclinó suavemente la cabeza en señal de despedida. Y desapareció, se esfumó, ya no estaba y yo sentí un frío en mi interior como jamás había sentido, como si una parte de mí me hubiera abandonado, dejándome en un desamparo inconsolable. Miré entonces hacia ese edificio que una vez albergó la que una vez fue mi casa, noté su ganas de abrazarme y, al mismo tiempo de expulsarme de allí, y comencé a correr, calle abajo, sin rumbo ni dirección.
Y corría y corría recorriendo una ciudad que me sonaba demasiado como para realmente haberla conocido alguna vez y que a la vez estaba hecha de otras ciudades que, en algún tiempo, había visitado. Y en cada esquina encontraba un lugar para quedarme y no volver y, al mismo tiempo, un lugar del que escaparme y al que no regresar jamás. Y a ratos volvían los temblores que solo sentía yo y que no hacían tambalearse ni a las personas sin rostro que me cruzaba ni a los edificios que me tapaban la luz de un sol que no sabía dónde se escondía. Y las calzadas se convertían en caminos de adoquines, y los adoquines se terminaban en calles sin asfaltar, y las calles sin asfaltar daban a caminos de piedra y tierra secos y enrevesados. Y tropezaba, lo hacía constantemente contra obstáculos invisibles pero tangibles, porque notaba su bruto tacto pero no palpaba su presencia. Y al levantar la cabeza, tocaba sacudirse de la ropa un polvo inexistente pero que podía tocar, como si fuera un alma que se presupone pero que nunca se llega a visibilizar, un polvo que en cada sacudida me agobiaba y me hacía cerrar los ojos, y me hacía llorar, y me secaba la boca y la garganta y no me dejaba gritar que estaba perdido y que necesitaba ayuda para volver al lugar, fuese cual fuese, al que pertenecía. Y la gente se agolpaba a mi alrededor, gente sin rostro definido, gente que me miraba sin ojos, que me hablaba sin voz, personas que me señalaban caminos distintos y distintas direcciones, pero gente que no me asustaba porque creía reconocer en ellos a gente conocida, a rostros familiares, gente cercana pero que no se acercaban a mí. Gente que eran personas, personas que no eran gente.
Y yo, en mitad de esos caminos secos, sabiéndome perdido y sin rumbo y pensando en aquella casa que una vez fue la mía y que, al mismo tiempo y siendo la misma, ya no lo era. Pero nada me era extraño, aunque supiera que todo era un sueño y que en algún momento tendría que despertar. Porque sabía que estaba soñando y que, aunque estuviera hecho de mis recuerdos, aquel no era mi mundo, lo fue y siempre lo sería, pero ahora no lo era. Y decidí volver a correr para intentar despertar, buscando alguna marca en el camino que me dijera lo que era real y lo que no. Pero también pensé en que no quería encontrarme nada que hiciera darme cuenta de que todo estaba siendo un sueño, no quería despertar, quería vivir más tiempo en aquel mundo onírico. Y dejé de correr, y frente a mí apareció una pequeña bicicleta roja con ruedines a la que me subí, y que se hizo tan grande que me convertí en un gigante subido a una bicicleta. Y observaba la ciudad desde arriba, y se ensancharon las calles y las avenidas para que pudiera pedalear sin obstáculos al frente, y pedalee tan rápido que me movía de un lado al otro sin que tuviera la sensación de que el tiempo pasara. Y llegué a sitios que no conocía pero en los que antes sí había estado, plazas y parques que nunca había pisado pero que reconocía a la perfección como si formaran parte de un yo indivisible hecho de recuerdos nebulosos e inmateriales que una vez, no sabía cuándo ni cómo, había sido capaz de tocar.
Y seguí pedaleando en aquella bicicleta roja y gigante a la que me agarraba como si me la fuesen a quitar en algún momento y yo la necesitara incluso para respirar. Y esa ciudad tenía mar y montaña, grandes edificios y casas bajas, chalets y tiendas de campaña, lugares en los que me sentía extraño pero donde reconocía algo parecido a un hogar. Y en las paredes podía ver miles de fotografías colgadas, fotografías de un niño, siempre el mismo niño pero con formas distintas, miles de fotografías que me señalaban directamente a mí, un niño que me apuntaba con el dedo como diciéndome que me reconocía, que sabía quién era yo y qué hacía allí. No comprendía nada de lo que estaba pasado pero, al mismo tiempo, nada me perturbaba por ser desconocido, me sentía protegido en un entorno que conocía. Aquel niño parecía protegerme y enseñarme por dónde debía continuar, pasó de señalarme a mí y comenzó a señalar, otra vez, diferentes direcciones. ¿Hacia dónde tenía que ir? ¿Cuál era el camino correcto? Entonces todas las paredes de todas las casas comenzaron a resquebrajarse y caerse rápidamente hasta que no quedó nada, ni paredes, ni casas, ni fotos, ni niños, ni bicicleta roja gigante aparcada en la puerta. Nada pareció existir. Todo desapareció sin estruendo ni temblores bruscos, sin polvo ni gravilla, sin nada de nada. Todo se esfumó y lo que podía ver era una inmensa pradera verde y fresca, bañada en su margen por un río, que a su vez transitaba tranquila a la sombra de miles de árboles de diferentes tamaños y formas. Y comencé a notar un cansancio puntiagudo en la piernas y en la espalda, tan pesado y veraz que solo cabía la posibilidad de tumbarme a descansar. Y cuando lo hice, cuando arrojé al suelo un cuerpo que era el mío pero no lo parecía, sentí el frescor de la hierba, cerré los ojos y cuando los abrí, cuando volví a ser consciente de mi existencia, estaba de nuevo en aquella casa que una vez fue la mía. Y esta vez todo estaba como aquella primera vez. A mi alrededor todo era silencio, luz blanca, un suave viento. Pero no me podía levantar, estaba pegado, anclado al suelo de madera que tantas veces pisé y que ahora me agarraba con fuerza, como si no quisiera que volviera a marcharme lejos, como si quisiera que me quedara para siempre. Y empecé a forcejear para zafarme de ese abrazo invisible y levantarme, no por el miedo a quedarme así para siempre sino porque quería ver aquella casa, que una vez fue la mía, como la vi por primera vez. Y cuando me levanté, me vi como un fantasma, levitando, pero me sentí feliz.
Y me sentía libre y ligero, casi flotando en los rayos de luz que se colaban entre los ventanales. Podía recorrer, ahora sí, cada rincón tal y como lo recodaba, tal y cómo eran entonces. Y poco a poco fueron materializándose los muebles, las alfombras, los cuadros, el perchero, la mesa del salón, la cama y los cojines, la mesilla de noche, los armarios blancos de tres puertas, la nevera con sus imanes, la estantería que hacía las veces de despensa, las tazas del café, la cafetera emanando un olor divino a café recién hecho, el espejo del baño, dos albornoces colgados tras la puerta, una lámpara con flecos naranjas. Todo, poco a poco, fue apareciendo y aunque yo no podía tocarlo, aunque mi ser era uno etéreo pero consciente, podía sentir su tacto en todas las partes de mi cuerpo. Y cuando poco a poco empecé a desvanecerme, cuando me estaba convirtiendo en un recuerdo totalmente traslucido, aparecí flotando frente al sofá y allí, sentados, mirándome fijamente, estábamos los dos, cogidos de la mano, ella, mi amor, mi vida, mi eterna luz y yo, tal y cómo éramos entonces, cuando aquella era nuestra casa. Y mi yo de entonces, que me reconoció, me sonrió, me señalo y casi con un susurro de voz pude oír cómo me decía tiempo, vida, hogar.
Entonces fue cuando desperté, cuando todo pareció esfumarse y pensé que más que un sueño había vivido una experiencia real que no podía definir como tal. Una experiencia muy extraña que no sé cómo tomármela, cómo explicármela sin que parezca que me estoy volviendo loco. El caso es que anoche soñé con aquella casa y hoy tengo el día raro. Sí, uno de esos días en los que no me siento cómodo ni conmigo ni con nada. Me siento extraño en esta realidad con la que convivo y que tendría que hacerme más o menos feliz. Pero me siento fuera de lugar, ajeno a todo. Creo, no sé qué te parecerá a ti, que si crees que no perteneces al lugar en donde estás es porque, seguramente y con toda probabilidad, no estás en el lugar al que perteneces. Y puede que sea eso lo que me está pasando hoy, o lo que me lleva pasando demasiado tiempo pero no quería ver. Porque me resulta verdaderamente extraño, o quizá no, que lleve tanto tiempo soñando con aquella casa que una vez fue la mía y que ahora será de otras personas. Hacía meses que no pensaba en ella, pero ahora ha irrumpido en mis recuerdos conscientes y no conscientes y me visita de manera regular.
Qué será lo que tiene lo material, te pregunto, que nos ata tanto a las emociones, que son inmateriales, pero de las que no podemos desprendernos. Porque te estoy hablando de que anoche volví a soñar con esa casa que una vez fue la mía, un objeto material, pero que está ligada a tantos recuerdos y emociones, algo inmaterial, y te lo estoy diciendo porque creo que esa casa, de alguna manera, se intenta comunicar conmigo. Será entonces, no sé qué creerás, que todo lo material asociado a una emoción es capaz de echarnos de menos, de llamarnos, de contactar con nosotros a través de la memoria, a través de los sueños. Puede ser, puede ser que esa casa quiera ponerse en contacto conmigo y la única manera que haya encontrado es la de entrometerse en mis sueños hasta hacerlos irreconocibles. Puede ser que quiera hablar conmigo y, de esta manera, hablemos el mismo lenguaje. ¿Qué lenguaje podemos compartir los humanos con los objetos materiales? ¿Por qué nos aferramos tanto mutuamente? ¿Por qué nos necesitamos tanto?
En esas llevo todo el día, pensando que la peor sensación no es la de saber que es imposible recuperar el pasado, sino más bien saber que el pasado quiere ser recuperado y tú no puedes hacer nada. La vida, imagino que ya lo sabrás, está hecha de pequeñas y determinantes situaciones, y contra sus consecuencias poco o nada podemos hacer. Será eso entonces lo que pasa, que es una manera de mostrarme mi arrepentimiento sin que sea demasiado evidente. Todo lo que hoy puedo ver y sentir no me convence, no me llena, no me completa. Creo que es una realidad que, aunque haya elegido, no es la que me pertenece, ni tampoco es a la que pertenezco. Todo lo que veo y todo, incluso este lápiz que tengo en la mano, creo que no me pertenecen ni que ellos hayan elegido pertenecerme. Digamos que la vida nos ha juntado hoy y ahora, delante de ti que llevas un rato escuchándome y que sólo has cometido el error de preguntarme que en qué pensaba. Nos ha juntado por una cuestión de azar, simplemente, porque con total seguridad hay otro lápiz esperándome donde debería estar realmente y hay otra persona que debería estar aquí sujetado este lápiz.
Sé que esta oficina no es el lugar donde tengo que estar, ya no te hablo de querer o desear, te hablo de deber, de necesidad, de obligación. Te hablo de que confundimos lo que debemos hacer con lo que queremos hacer y que siempre, o en la mayoría de las ocasiones, terminamos por elegir lo que menos daño nos causaría si saliese mal. Y es normal, te entiendo, el instinto de supervivencia nos lleva a elegir la opción con menor riesgo, pero no sé qué pasaría si supiésemos que el verdadero riesgo es no tomar ningún riesgo. Si no me hubiera subido a esa bicicleta roja gigante no hubiera podido visitar lugares que en el sueño me costaba reconocer pero que ahora recuerdo perfectamente. Todos y cada uno de esos lugares me pedían que pensara en ellos, que no les olvidara, que querían volverme a ver. ¿Y sabes qué? Ninguno de ellos son el lugar en el que estoy aquí. No es esta ciudad la que me agrede, soy yo el que no debería estar aquí. No es este entorno el que me duele, soy yo el que no debería estar aquí.
Pero sí, sé que no es fácil mandar todo a la mierda y volver a empezar en otro lado, o recobrar la vida de antes en otro lugar, quizá en aquella casa que antes era la nuestra y ahora será de otras personas. No, no es fácil, y no lo es porque todavía no sé si lo que extraño es el lugar o lo que viví allí, o si extraño las dos cosas y si podría, en otro lugar que me trasmitiese la misma paz, recuperar parte de todo aquello. No es fácil pensarlo porque en el día a día comienzan los miedos, tan cabrones, y las inseguridades. Tú, si estuvieras en mi situación, si cada día tuvieras nuevos motivos que te recordasen que este lugar no es lugar, ¿qué harías? ¿Eh? ¿Qué decisión tomarías? Piénsalo, tómate un ratito durante el día y piensa en ello, porque todos tenemos una casa, un objeto, que recordamos y con el que soñamos y que echamos de menos. Yo, si me lo permites, hoy me limitaré a recordar.
El caso es que anoche volví a soñar con esa casa y no sé si esta noche volveré a hacerlo. Y tampoco sé si me gustaría hacerlo. El caso es que lo último que recuerdo, antes casi de despertarme, o quizá en esos segundos que pasan entre que nos despertamos y abrimos los ojos del todo, volví a escuchar esas tres pasabas, volví a escuchar tiempo, vida, hogar.
Y entonces lo comprendí, entendí lo que pasaba, aunque fuese dentro de ese sueño que ya desapareció pero que me grita por dentro.
Entendí que soñé que esa vida que una vez existió para mí, seguía existiendo, pero yo, para esa vida, ya no existía, aunque me echara de menos, o fuese yo quien la extrañara tanto, y que por el simple hecho de extrañarnos deberíamos juntarnos de alguna manera, aunque fuera en otros rincones, en otros lugares, en otras realidades.
Y me desperté pensado, ahora caigo en ello, en que la vida, la que creemos vivir y tocar, no es sólo existir.
Por Chema Montes