Tras un merecido descanso Chema Montes nos trae un nuevo relato, de ese momento que todos anhelamos y a la vez deseamos que tarde lo máximo en llegar, el día de jubilarnos. Y mientras se hace La paella y llegan los familiares dejamos a nuestro futuro jubilado recordando como ha llegado hasta ese momento.
La paella
Pensé que con esta edad tendría los conocimientos y las experiencias necesarias para afrontar este cambio de otra manera, para afrontarlo simplemente, para hacerme a la idea poco a poco de lo que sucedería a partir de ahora. Pero no es así. Creo que jamás he estado preparado para nada en la vida, he ido quemando etapas, he ido pasando por la vida sin que, parece, la vida haya pasado por mí. ¿No es lo que nos pasa a todos? ¿O solo me pasa a mí? Quizá sea solo yo. Ninguna de las personas que me han acompañado, durante tantos años, en algún momento en esos trayectos del Metro me ha dado esa sanción, pero tampoco he hablado con nadie ni les he preguntado. Hay gente con la que coincido desde hace más de veinte años y jamás nos hemos saludado. Parecería un poco extraño, me mirarían mal con total seguridad. Además, me da mucha vergüenza hablar con desconocidos, no tengo ese tipo de habilidad social, es más, creo que no tengo ningún tipo de habilidad. Tampoco me ha hecho falta antes por lo que tampoco tengo que lamentarme mucho. En mi trabajo solo hablo con compañeros y fuera de la oficina siempre me relaciono con los mismos amigos, amigos del colegio con los que he mantenido una estrecha vinculación más fundamentada en lo nostálgico que en una verdadera amistad. Incluso mi mujer es del mismo colegio, aunque no de la misma clase. No sé qué le pudo enamorar de mí al principio y mucho menos entiendo por qué ha seguido enamorada hasta el día de hoy. Solo sé que sin ella esta vida que he vivido sería una vida con muy poca gracia, con pocos estímulos, con escasos alicientes. Es increíble como una sola persona es capaz de cambiarlo todo y de revolucionar tus creencias con tanta suavidad pero a la vez con tanta determinación. Le debo tanto que lo único que pienso ahora es que el tiempo que tendremos de aquí en adelante lo pasaremos juntos, ella también está jubilada, y podremos hacer cuanto queramos.
Siempre se dedicó a la limpieza, fue empleada de hogar muchos años y durante un tiempo cocinera en colegios. Su verdadera pasión es la pintura, es una verdadera artista de los pies a la cabeza, pero siempre tuvo miedo de hacerlo con más dedicación. Quizá ahora, dice, quizá ahora sea el momento. Es curioso como siempre intentamos postergar lo que nos gusta hasta encontrar el momento perfecto, con la premisa en la cabeza de que nunca es el mejor momento. Mi padre decía que cualquier momento puede ser el mejor momento para hacer las cosas y que de no haberlo, tenemos que crearlo. Siempre he intentado mantener esa máxima, aunque en la mayoría de las ocasiones no lo he logrado. Ella ahora podrá pasarse el día entre pinceles y colores y yo pasaré el día mirándola y fundiéndome en todo lo que pinte.
El caso es que no tengo ninguna otra virtud ni habilidad que la de existir. No destaco en otra cosa que no sea en la de ser como soy. No cocino, que ahora está muy de moda, ni tampoco toco algún instrumento ni jamás me ha gustado hacer deporte ni viajar demasiado lejos. Colecciono cosas, escribo algún cuento de vez en cuando y me apasiona, eso sí, el cine. Soy un tipo anodino, normal, uno de tantos en el montón de los vulgares. Esa seguramente sea mi característica. Ahora con la jubilación quizá me convierta en un abuelo que arregla cosas, que se vuelve loco con el bricolaje o la fotografía, que se vuelca en el cuidado de sus nietos y comparte con ellos juegos y golosinas. Quién sabe. O sigo sin destacar en nada, que tampoco me ha ido mal en la vida de esta manera.
Hoy me he levantado un poco pesimista, un poco oscuro, un poco así como de capa caída. Me faltan dos días para jubilarme, este es mi último domingo como perteneciente al grupo de población activa y a partir del miércoles seré un dependiente más del Estado. Más bien voy a vivir recuperando lo que he ido metiendo en la hucha todos estos años, pero desde fuera parece que me están manteniendo. Para nada amigos, es cierto que el abono transporte y las medicinas me salen a un precio muy barato, pero pierdo esa perspectiva de tener un futuro prolongado al frente, de pensar a largo plazo, de no hacer caso al calendario. Se ganan unas cosas y se dejan de tener otras. Proyectos demasiado ambiciosos no puedo hacer, me ciño ya al día a día, como mucho a un par de años.
Como digo, es domingo y vamos a comer paella. Van a venir nuestros hijos y nuestros nietos. La mayor vive en la zona de la sierra, es abogada y tiene dos hijas. Se separó, muy amistosamente, hace cuatro años porque se dieron cuenta de que estaban mejor solos, en general, que los dos son demasiado independientes. Pero son amigos y a veces salen a cenar, hacen planes los cuatro juntos y hablan con cierta regularidad. No sé si hacen otras cosas juntos, pero no me extrañaría, tampoco pregunto y, si te digo la verdad, tampoco me interesa. Nuestro hijo pequeño se fue de casa hace solo dos años a un minúsculo apartamento del centro, con treinta y cuatro años y después de haberse sacado la oposición para profesor de Primaria. Tiene novia, pero no tiene pinta de que vayan a vivir juntos ahora. Es una chica muy maja, farmacéutica, y dos años menor. Dos hijos educados casi de la misma manera y no se parecen en nada. ¿Cómo es posible?
Vienen todos y eso me pone de bastante buen humor, aunque tenga el día raro. Iré a comprar pan a la misma panadería de siempre, regentada ahora por las nietas de la dueña, que murió hace un par de años. Han sido listas, han sabido mantener la esencia, la calidad y, aunque hayan tenido que subir un poco los precios, merece la pena pagar un poco más por un pan de calidad. En esta vida de pan precocinado y congelado, de grandes supermercados, de trato impersonal y frío, comer pan con sabor a pan y ser bien atendido es algo así como un orgasmo, perdón por la grosería.
Después de comer y de una más que larga sobremesa, nos iremos mi señora y yo a pasear al parque que tenemos cerca de casa. Caminaremos un par de horas, como siempre, después nos sentaremos a charlar y, con toda probabilidad, haremos repaso de todo lo vivido hasta ahora. A veces le digo que, quizá porque ya somos viejos, recordamos más que vivimos y que pasamos demasiado tiempo en la nostalgia. Con treinta años, no sé si pensarás lo mismo, se analiza el pasado de una manera fresca y con la ilusión de que lo que vendrá será todavía mejor. Con casi setenta se analiza con nostalgia, nada más, con un poso de final del camino. Qué suerte estar acompañado cuando llega este momento. Qué suerte tener familia y amigos cerca. Qué suerte, porque solo no sería capaz de aguantarlo. Me entrarán ganas de llorar durante toda la comida, pero lo reprimiré. No me pueden ver llorar porque comenzaríamos todos a hacerlo y aquello parecería otra cosa y no una celebración. Ya tendremos tiempo de llorar y de estar a oscuras, ahora ni una lágrima y todas las luces encendidas.
Después volveremos a casa, ella habrá preparado, para darme una sorpresa, flan de huevo porque es mi dulce favorito. Cenaremos algo, poca cosa, para que el flan me sepa mejor. Haremos el amor. Veremos un rato la tele y nos iremos a acostar. Prepararé, por última vez, la ropa para el trabajo y pondré, por última vez, la alarma. Seguro que tendré que poner más alarmas en un tiempo porque, imagino, tendré que ocuparme alguna vez de las niñas, ayudar con cualquier tipo de cosa que necesiten mis hijos, ayudar en lo que sea en casa, hacer pequeños recados, ir al médico semana sí y semana también y hacer papeleos varios. Cosas diferentes, pequeñas ocupaciones, pequeños encargos que me darán para que así tenga algo que hacer, o eso me dirán. Qué cachondos, como si me hicieran un favor. Hijos, en fin, siempre pendientes de ellos y ellos siempre con necesidad de nosotros.
Pero eso me gusta, me gusta que mis hijos me pidan favores. Eso significa que lo he hecho bien, que lo hemos hecho bien, que confían en nosotros. Los padres siempre vivimos con la tensión en el cuello de saber si lo estamos haciendo bien, si hacemos lo correcto, si tendríamos que haber sido más duros o más blandos en alguna ocasión. Imagino que nunca o casi nunca estamos contentos con las decisiones que tomamos, pero es lo que nos toca. También creo que influye el factor de cómo son los hijos. Con los nuestros, salvo algún momento tonto de rebeldía, todo ha sido fácil. Tampoco nos enseñan a ser padres. ¡Hay tantas cosas para las que no nos enseñan, para las que no nos preparan! En caso de duda siempre llamaba a mis padres y mezclaba los consejos que me daba para formar mi decisión. Luego lo discutía con mi mujer y, entre los dos, actuábamos. Y seguimos haciéndolo, porque, aunque en menos intensidad, tenemos que seguir siendo padres. Con nuestras nietas es distinto, no podemos ser todo lo autoritarios que deberíamos y abusamos del capricho, pero qué quieres, aquí trabajamos sin demasiada responsabilidad, con ellas disfrutamos de la tarea de cuidarlas y guiarlas. Con los nietos todo es un poco más fácil, siempre llevamos las de ganar.
Entonces, será así como pase este último domingo como trabajador. Los demás, los siguientes, los viviré como jubilado y quizá me cueste diferenciar los días, sabré que es lunes porque los lunes por la tarde las niñas meriendan con nosotros, sabré que es martes porque los martes me junto con mis amigos antes de cenar, sabré que es miércoles porque todos los miércoles vamos al cine y cenamos en el mismo restaurante desde hace tanto años que ya ni mi mujer ni yo nos acordamos. Y así será la manera en la que diferenciaré el paso de las semanas. Así será todo, qué le vamos a hacer. Pero al menos no estaré solo, creo que eso sería aún peor. El caso es que también me desperté pensado, no sé por qué, en una chica que el otro día, en el Metro, iba preparándose una entrevista de trabajo y llevaba una chuleta con frases y expresiones en inglés. Se la veía nerviosa y apurada. En mi época era distinto, te pedían que estuvieras habilitado y preparado para trabajar, no te pedían, como hoy, saber tres idiomas, artes marciales, doma clásica, pociones mágicas y escribir con los pies para un puesto de administrativo. Lo vi con mis dos hijos, que para tener dinero propio, cuando eran más jóvenes buscaban cualquier tipo de trabajo y en cada uno de ellos las condiciones eran peores, e inverosímiles los requisitos. El mundo está loco. Se nos exige lo imposible para conseguir lo mundano. Será por aquello de aparentar. Pero bueno, a mí, personalmente, ya no me preocupan estos temas, ya no busco nada porque nada tengo que buscar. Me apuntaré a alguna institución o grupo de jubilados porque creo que cumplo el único requisito que necesito que es el de ser mayor. Es fácil, ya estoy jubilado, ¿ahora qué? Vida, aquí te espero. Emociones, ¿cuándo vais a venir? ¿Adopto un perro? ¿O un gato? ¿Y si recorremos España? Irnos un par de semanas cada dos meses como si fuéramos turistas, los dos solos, para recuperar aquellos viajes que siempre quisimos hacer y para los que nunca teníamos tiempo. Y comer en restaurantes de carretera, y dormir en hoteles, y hacernos fotos desencuadradas y torcidas porque todavía no dominamos ese arte con el móvil. Y dejarnos llevar. Volver a casa y contar nuestras experiencias a amigos, vecinos y familiares mientras todos fingen interés.
Ahora que estoy jubilado, ¿será verdad eso de que la vida empieza a ser mejor? Siempre he pensado que tendría que ser al revés. Tener libertad entre los veinte y los cincuenta, con un sueldo simpático que después, entre los sesenta y la muerte, devolver a base de impuestos. Es decir, trabajar cuando deberíamos estar jubilados y estar jubilados cuando deberíamos estar trabajando. Sé que es difícil, pero es una idea tremenda.
Puede que ahora que estoy, que estamos jubilados, volvamos a enamorarnos. Y le demos sentido a eso del juntos para toda la vida. Porque si hay algo que quiero hacer a partir de ahora es volver a enamorarme. Y no lo digo porque no lo esté, no quiero que pienses eso, lo estoy y mucho, pero es cierto que durante todo este tiempo a su lado ha habido veces en las que no todo fue tan fácil. Discutíamos, como todas las parejas, y pasábamos días sin hablarnos. Ahora me parece que perdimos un tiempo valioso de conversar aunque no tuviéramos nada que decirnos, porque de eso se trata el amor, de hablar sin decir nada pero contándonoslo todo. No sé cómo hubiera sido mi vida sin ella, no sé si mejor o peor, pero sé cómo será a partir de ahora. Sé que será espléndida. Ya no tenemos mayor obligación que la de despertar cada mañana juntos, desayunar juntos, pasear, dedicarnos cada uno a lo que nos apetezca, disfrutar del reencuentro como si fuera la primera vez que nos viésemos en el día, pasar la tarde, tomar un té con leche, dejarnos llevar y mecer por los días. Nuestra única obligación será la de no faltar a nuestra cita de cada día, despertar, estar, permanecer, no irnos demasiado pronto, no desaparecer con demasiadas cosas por hacer. Estar con ella no me hizo temer a la soledad sino perder el miedo a estar acompañado, a verme invadido y privado. Ella me hace creer que ahora comienza la vida de verdad, lástima que sea por un periodo corto.
Pues como te digo, hoy es un día de celebración aunque me veas un poco apagado. Y puede que me consideres un loco porque le estoy hablando a un calamar, pero como ya soy una persona mayor me puedo permitir este tipo de licencias. Sí, le estoy contando todo esto a un calamar porque si hablara con alguien, con un ser humano, podría pensar que en realidad lo que me pasa es que tengo miedo a tomar conciencia de que me hago mayor, de que ya lo soy, de que poco a poco lo seré más. Y es verdad, te lo cuento a ti porque tú, que imagino que ni sientes ni padeces, no me harás caer en eso. Es cierto, jubilarme es la prueba irrefutable de que me hago viejo, de que tengo que hacerme a un lado, de que ya no puedo hacer muchas cosas de las que antes hacía. Me hago viejo y ahora el tiempo pasará más rápido que antes. No le tengo demasiado miedo a la muerte porque no se puede temer a lo inevitable, a lo que sucederá sí o sí. A lo que tengo realmente miedo es a apagarme y convertirme en un ser decrépito, a perder la agilidad, a que me tiemblen las manos, a olvidarme de las cosas. Tengo miedo a todo lo que signifique que mi cuerpo se agota y agarrota. A todo lo que suponga que, en algún momento, pueda dejar de ser yo. Tengo miedo a hacerme demasiado mayor y no poder disfrutar de las cosas, de la risa de las niñas, del tacto de la manos de mi mujer, del sabor del vino blanco, del olor del mar, del frescor de una mañana de primavera. Tengo miedo de hacerme mayor y dejar de ser quien soy.
Hoy es un día de celebración, que ya vendrán días malos. Creo que lo tenemos todo, no sé si se me habrá olvidado comprar algo. Ayer compré el arroz, los tomates, ajos y cebollas, pimiento, un calamar bien grande que se parece a ti y algunos pequeños, langostinos frescos, mejillones, el pollo y algo que hay en una bolsa en la nevera pero que no recuerdo lo que es. Compré el vino y los refrescos, acabo de venir de comprar el pan y unos pasteles, también compré ayer un paquete de café y otro de té, unas gominolas para las niñas. Veo que ya está preparado el jamón y el queso, está cortada la empanada y hay una bandeja tapada con papel de aluminio que a saber lo que esconde. ¿Tú que crees que puede ser? ¿Huevos rellenos? No sé, no creo, hay ya demasiado comida. Pero bueno, puede ser, si se han preparado pues habrá que comérselos, tendremos que hacer ese esfuerzo, ¿no te parece?
Vale, pues ahora me toca poner la mesa. Hemos comprado, no me preguntes por qué, una vajilla nueva en IKEA, blanca, muy bonita, y también un juego de cubiertos, copas de vino y vasos, como si por alguna extraña razón hubieran desaparecido de los armarios todas las copas de vino, los vasos y los cubiertos, como si un duende ladrón de menaje del hogar se hubiera colado en casa en mitad de la noche y lo hubiera robado todo. En esta casa, a veces suceden cosas tan extrañas como éstas, qué le vamos a hacer.
Pues ahora, según lo veo, lo único que me queda ya es esperar. Y no me refiero a la comida, los fines de semana en esta casa se come muy tarde. Me refiero a la vida, lo único que tengo que hacer ahora es esperar, dejar que el tiempo pase y vivirlo lo más intensamente posible. Cuando eres joven corres para vivir el mayor número de cosas en el menor tiempo posible, creyendo que piensas en el presente pero tienes la vida en el futuro, en lo que harás cuando seas mayor, cuando tengas un trabajo, cuando te compres una casa si puedes comprártela o cuando estrenes un coche. Vives en el presente, a una velocidad de vértigo, pero con la mente fija en el futuro. Sin darte cuenta, dejas de vivir y te dedicas a idealizar, a quemar etapas que ya echarás de menos cuando lleguen días como éste, días en los que celebras que acaba tu vida útil, que ya tienes que apartarte, echarte a un lado, molestar lo menos posible. No como cuando eres joven, que arrasas, que adelantas por cualquier carril sin importarte la maniobra. Corres, corres y no dejas de correr sólo por el hecho de llegar rápido a una meta que ni siquiera has definido correctamente. Cuando eres joven quemas el tiempo, cuando eres viejo, intentas que esa llama no se apague. Pero esa llama eres tú. Te apagarás, eso está seguro.
En fin, calamar querido, vamos a dejarnos de sensiblerías, que al final me encariño y me va a dar pena comerte. Voy a volver a meterte en el nevera antes de que pase alguien a la cocina y me vea hablando contigo. Ha sido un placer conocerte, ya nos veremos por ahí.
Se acabó una cosa, una muy grande y buena.
Veremos con qué nos sorprende ahora la vida.