Un lunes más tenemos con nosotros a Chema Montes para llevarnos de visita a otra ciudad, esta vez una llena de recuerdos. Y así añorando esos días en los que podíamos pasear por la calle sin problemas os dejo con La ciudad y su luz.
La ciudad y su luz
Los sonidos de la plaza se confundían entre los acordes mal tocados de Hotel California en una guitarra desdentada, el bullicio de los turistas y el de los vendedores de castañas y pulseras de cuero, mimetizándose con el ambiente húmedo y fresco de la mañana. Hacía años que no pisaba aquel lugar. Miró al suelo, lo vio mojado y con una tierrilla que parecía barro. Cerró los ojos. Aspiró fuerte y pensó que, en su ausencia, la vida había seguido igual, que el ciclo de la estaciones se había desarrollado tal y como era su obligación, dando constancia de que el tiempo pasa aunque nosotros no queramos, por mucho que nos resistamos a ver que envejecemos, que los momentos no vuelven, que lo que vivió en aquella ciudad tantos años atrás pertenece al pasado, a muchos otoños atrás. El tiempo pasa aunque queramos detenerlo, pensó. Pero este lugar, por mucho tiempo que pase, pertenece a un pasado cíclico y circular que nunca termina ni nunca lo siente lejano. Siempre ocurre, siempre está vivo, tiene una leve existencia en el presente y nota su eco en el futuro. Nunca muere.
Decide marcharse de allí, volver a recorrer las calles, perderse entre la marea de gente que adivina a lo lejos, mareante e incesante. No lo recordaba así. Tampoco reconocía los nuevos cafés sin personalidad, las tiendas de souvenirs, las tiendas de ropa y los grandes almacenes cercanos a la vieja estación de tren. Hay calles que recuerda pero que no reconoce, ni siquiera las más pequeñas, las que deberían conservarse como siempre estuvieron, las que siempre fueron menos transitadas, alejadas de la vorágine turística, calles en las que todavía quedan vestigios de comercios antiguos, clásicos, de pequeños cafés y pequeños restaurantes que no interesan a los extraños, que conservan la esencia de lo que fue esta ciudad, de la ciudad que vivió y disfrutó y que hoy se le antoja diferente, se le presenta con un cuerpo cambiado. Conservas tu magia, le dice, pero te han desvirtuado. ¿Dónde quedan tu silencio, tu soledad, la melancolía en la que te movías con tanta destreza? ¿Dónde queda todo lo que de ti me enamoró?
Cuando llegó al aeropuerto se prometió no llorar, pero cada vez está más sensible, será que convertirse en padre le reblandece y le hace propenso a la suavidad y la ñoñez. No llora, pero le crece un nudo en la garganta a cada paso que da. Aquella es la ciudad a la que siempre quiso volver, pero que se ha disfrazado de otra distinta. Aún le queda por visitar su antiguo barrio, eso le da esperanza. Deja atrás el bullicio y, escuchando la música que entonces escuchaba, casi la misma lista de reproducción que ha mantenido casi intacta desde que se fue. Se pierde entre las laberínticas calles que le llevan hacia allí. Será ahí que encontraré lo que busco, pensó, lo que ahora necesito. Y de manera súbita se dio cuenta que desde que abandonó la plaza iba reconociendo el paisaje y, mejor todavía, sentía como si jamás se hubiera marchado. No me fui de aquí ni nunca me iré. Siempre seré suyo. Siempre serás nuestra.
Todo lo que llevaba, lo que vestía, ya lo tenía de entonces. Quería de esta manera atraer esos momentos, provocar que los recuerdos volvieran, que los lugares recobraran la personalidad, la luz, las palabras, las sensaciones, algo así como un atrapa sueños en forma de camisa blanca pantalones vaqueros y zapatillas deportivas. La música que sonaba en su móvil también lo era, la cartera, la pequeña mochila, incluso una tarjeta de transporte público. Pequeños recuerdos, pequeñas reminiscencias de un día cualquiera de todos los que viví aquí. Todo lo había preparado minuciosamente con la esperanza de que una vez allí la ciudad le reconociera y le acogiese como siempre hizo. Quería que no le viese como un extraño, como otro turista más, que supiese quién es, que una vez recorrió sus calles y fue un habitante cotidiano, no un forastero, que fue miembro activo de su comunidad. Lo había planeado todo, hasta la hora exacta en la que quería estar en la zona más alta para, desde allí, ver el atardecer, el desaparecer el sol entre los márgenes del río mientras la leve brisa, y quizá la lluvia tenue, del mes de noviembre le envolvían en un manto de morriña. Y mientras eso pasaba, mientras la vida pasaba ajena, a él se le presentaban una a una las imágenes de aquellos días, con luminosos destellos, incluso podía recordar conversaciones, sonidos y olores. Toda una época completa de su vida condensada en unos pocos minutos, en unas cuantas imágenes mentales adornadas de crepúsculo y brisa. Todo lo que fue y que ya no podría ser.
Se pregunta si realmente no había sido mejor así, si aquel tiempo no tenía que volver a repetirse y, de haberlo hecho, volver a esa ciudad sería la búsqueda incesante de algo que fue, pero que no volvería a repetirse. Quizá, vuelve a pensar cuando una pareja de japoneses le pide en un atropellado inglés si puede hacerles una foto, no hubiera sido lo mismo y la decepción hubiera sido muy grande. Quizá el pasado nunca vuelve y perseguirlo sea una estupidez, correr hacia atrás es más difícil y cómicamente ridículo y no te asegura que retrocedas en el tiempo. Lo piensa mientras observa en la pantalla de la cámara a la pareja. Son jóvenes, seguramente igual de jóvenes que cuando ellos, él y su hoy mujer, llegaron por primera vez. En su mirada nota el mismo brillo, en su sonrisa las mismas ganas, en su cuerpo las mismas ansias por disfrutar de todo lo que les rodea. Disfrutad, les dice, ahora que podéis y lo veis todo por vez primera, disfrutad y guardad todos los recuerdos posibles. Pero no os enamoréis demasiado de este lugar, de esta ciudad, dejad que seamos pocos los egoístas que la queremos solo para nosotros.
Entonces les observa marchar, cogidos de la mano, e inevitablemente tiene la necesidad de coger el teléfono y llamarla, decirle que está bien, que la echa de menos, que no puede separarla de los recuerdos que tiene de la ciudad. Que ella está en todos los lados, que sería maravilloso que estuviera allí, que volvieran después del paseo a su antigua casa, que tomaran un café mientras la tarde cae por completo y llega la noche, que se entregaran al amor antes de la cena y después dejaran que el sueño les atrapase en el sofá mientras la televisión les devuelve un murmullo en una lengua extranjera. Como hacíamos siempre mi amor, como nos gustaba hacer los domingos. ¿Te acuerdas? Sí, mi amor, la ciudad sigue igual, al menos en la zona de nuestro antiguo barrio.
Todo sigue prácticamente, igual, pocas cosas han cambiado. Cerraron aquella cafetería pequeña frente al supermercado, pero pocas novedades hay, aunque se perciben leves señales de modernidad, todo huele como entonces. Veo más gente joven por la calle, de la misma edad que teníamos nosotros, pero sigue todo teniendo mucha magia. Te encantaría. ¿Volvemos juntos en primavera? Perfecto, tenemos que mirarlo. No mi amor, todavía no he ido a ver la casa, he pasado cerca, pero no sé si quiero verla o no. No, no he llorado, te lo prometo, te dije que no lo haría, pero no sé cuánto tiempo puedo seguir manteniendo la promesa. Te dejo mi amor, voy a seguir paseando, ya se hace de noche y no quiero llegar muy tarde al hotel. Sí, claro, después de cenar te llamo. ¿Qué tal el niño? Perfecto. ¿Y tú cómo estás? Normal, pero bueno, mañana por la noche ya estaré en casa otra vez. Te quiero. Intenta descansar un poco. Y gracias por dejarme venir solo, lo necesitaba.
Tampoco lloró en ese momento, sintiéndose lejos de lo que más quería y de la mujer que le dio verdadero sentido a esa ciudad. Me enseñaste a apreciar la luz, le dijo una vez, algo que jamás había percibido hasta que me la mostraste. Se lo dijo en una de las miles de cafeterías en las que alguna vez estuvieron. Ella le enseñó a apreciar la luz del atardecer, como la que en ese momento se le presentaba reflejada a lo lejos en el río. Esa luz, donde vivo ahora no existe, es distinta, no sé si mejor o peor, pero no es la misma. Pensaba que recorrer aquellas calles le provocaría una llorera muda pero inconsolable, pero no era así, y se sorprendía. Había viajado hasta allí para recuperar unas sensaciones que hacía tiempo creía perdidas. Y las estaba recuperando, a cada paso, volvía atrás. ¿Estaría tan emocionado que no podía emocionarse realmente? ¿Tendrían las lágrimas la intención de salir en el viaje de regreso para no empañar cada segundo que él pasara allí? ¿Será entonces que esa sensación de tranquilidad emocionada era la que realmente tenía que sentir y que la melancolía se había decantado por un segundo plano en ese momento?
Pero no, ante sí tenía la inmensidad de la ciudad, la inmensidad del río, los mares de gentes, el ruido, el trajín de la calle, los recuerdos en talla grande, todo eso frente a frente y en gran dimensión y resulta que ni un atisbo de llanto, ni temblor de manos, ni nervios en el estómago ni ganas de cerrar los ojos para aspirar el aire. Toda la vastedad del paisaje y ni por esas, todo calma y paz. Quizá en los pequeños detalles, pensó, quizá en las pequeñas cosas esté lo emotivo, no lo sé, pensó, seguramente me lo había imaginado de otra manera y suceda todo lo contrario. El caso es que estoy aquí, miro a mi alrededor y vuelvo a aquellos días, vuelvo a pasear de tu mano, mi amor, por estas calles. Vuelvo escribir y sentir la palabra vida en mayúsculas. Todo vuelve, aunque sea por un instante, vuelven percepciones de otros días.
Prácticamente ya es de noche cuando, sin darse cuenta o de conscientemente disimulada la intención, llega frente la que fue su antigua casa. Recorrió, ahora sí, nervioso los escasos metros desde la entrada del callejón hasta el final, hasta la puerta misma de su antiguo hogar. Y el silencio se hizo presente, el tiempo se paró y se plegó al mismo tiempo y, de repente, esa vida en mayúsculas se materializó en imágenes, en la caras de aquellos amigos que hicieron y que hoy en día son como familia, se materializó en canciones, incluso en sabores. Y lo vio todo claro. Todos tenemos un lugar que nos pertenece, pero nosotros podemos pertenece a algunos pocos, quizá dos, como mucho tres. Y él pertenecía a esa casa y esa casa les pertenecía. Si algo tengo que recordar de este momento, pensó, es el silencio. Porque la vida aquí transcurrió en silencio, en una quietud dulce y embriagadora que no he vuelto a disfrutar en ningún otro lugar. Y frente a esa puerta volvió a sentirlo. Entonces, de la que antaño fue la ventana de su salón, emergió una sombra que rompió aquel momento de ensoñación. Me voy, se dijo, no quiero que nada ni nadie interfiera en los recuerdos que tengo de ti, de cuando te asomabas a ese balcón para decirme hola cada vez que llegaba a casa. De ti, mi amor, todos los recuerdos que aquellas paredes me traen de ti.
Comenzó nuevamente a descender por aquellas callejuelas que recorrió mucho tiempo atrás y que por suerte poco habían cambiado. Todo seguía igual, o prácticamente igual. O al menos seguía, que para él era lo más importante. Los cambios han sido por necesidad, pensó, solo por necesidad, solo por eso. La magia sigue, conservas tu alma. Entonces se sorprendió cuando sitió una leve punción en el estómago. ¿Cómo puedo tener hambre cuando la nostalgia debería cerrarme el estómago e inundarme los ojos de lágrimas? ¿Será que estoy tan emocionado que la comida es lo único que puede calmarme? Tanto tiempo, se confesó, imaginándose compungido y lloroso al volver a pisar aquel suelo, aquellos adoquines, que ahora que estoy aquí, que he vuelto al lugar donde más feliz he sido jamás, que oigo el silencio y reconozco el paisaje, cómo es posible que solo piense en cenar. Será que nunca me fui (nos fuimos) y por eso no tengo esa sensación de regreso. Será que sigo aquí, que no me he ido, que el tiempo, al ser cíclico, me lleva y trae todos los días al punto de inicio y aunque pasen las estaciones, aunque cambien las hojas del calendario, todos los días son aquellos días. El tiempo pasa, pero el nuestro se detuvo aquí. Y quizá por eso es que ahora tengo hambre. Y quizá por eso todavía, aunque pensé que lo haría, no he llorado.
Por eso pensó que la mejor solución sería visitar alguno de los restaurantes a donde siempre les gustaba ir, degustar aquella comida que tanto añoraba y que, sin éxito, intentaba encontrar en otros lugares. Pensó en varios pero finalmente se decidió, sin mayor interés, en el más cercano. Era un restaurante pequeño, quizá demasiado pequeño para dar de comer a la gente, oscuro, ruidoso y calmado al mismo tiempo, estrecho, antiguo, sin ningún reclamo para turistas. Auténtico. Verdaderamente auténtico. Y hacia allí se dirigió. Llegó a la puerta y lo vio exactamente como lo recordaba. El dueño, aquel señor huraño y poco hablador que recordaba, seguía ahí, impertérrito, correteando y contorsionándose entre las pequeñas mesas, con bandejas de aluminio y platos de cerámica sin ningún color debido al uso de tantos años. Los recuerdos le llegaron, se empezaron a agolpar, a hacerse presentes, a llamar a la puerta. Se sentaron a la mesa junto a él, comieron lo mismo, se bebieron juntos a sorbos la pequeña botella de agua fresca, saborearon cada gota del café. Pidieron juntos la cuenta. Los recuerdos han llegado, pensó, para quedarse, seguro que me acompañan hasta que me duerma.
Toda la vida, la que vivió en aquella la ciudad, la de antes y la que vino después de su marcha se le sentaron en frente y le miraron a la cara mientras cenaba. Todos y cada uno de ellos estaban ahí, incluso algunos que hacía tiempo no veía y otros a los que recordaba. Una cena de viejos amigos que después de muchos años se reencuentran y viven una noche inolvidable. Los recuerdos son nuestros mejores amigos porque nunca nos abandonan, siempre permanecen a nuestro lado. Entonces llegó el camarero, aquel viejo huraño que seguía casi igual, puede que más encorvado y con menos pelo, pero era el mismo. Le trajo la cuenta y le pidió perdón por la tardanza en servirle, pero que el señor es cliente de la casa y sabe que siempre es así. Y en ese momento, en ese preciso instante en el que se sitió reconocido, en el que mirándole a los ojos aquel señor le confesó que, aunque el tiempo había pasado él le seguía recordando y que, por tanto, con total seguridad, la ciudad no le había olvidado, rompió a llorar de manera muda para poder disimular el temblor de manos, de garganta, de alma, de corazón. Solo acertó a decir que no había problema, que le agradecía todo. Dejó el dinero y sin volver la vista atrás, abandonó aquel lugar llorando ahora sí de manera desconsolada y amarga, con la mirada clavada en el suelo, con la boca tapada por el cuello de la chaqueta.
Con el alma rota por algunas partes y remendada por otras, con el corazón intranquilo, con el alma en paz. Encaminó sus pasos, sin dejar de sollozar, hasta la plaza en la que estuvo por la mañana confiando en que el ruido del gentío le ayudaría a olvidar lo que había pasado, a recuperar la compostura y la noción de realidad. Pero allí no había nadie, no había rastro del músico, ni de los turistas, ni de los vendedores de castañas o pulseras. No había nadie. Y sintió, hiriente, la soledad. Y mientras miraba hacia el río, aún con los ojos húmedos, sacó del bolsillo la pequeña libreta donde anotaba frases o poemas, arrancó una hoja y con una caligrafía un poco nerviosa escribió “Te prometo que volveremos y que nunca te hemos olvidado”. Escondió el papel, bien doblado, entre las gritas de unos escalones de piedra y, tranquilo, emprendió el camino hacia el hotel, dejando atrás las calles, las tiendas de recuerdos, los modernos cafés, las tiendas de ropa. La gente. Sus historias. La suya propia.
Dejando atrás un camino que en realidad nunca dejó de recorrer y al que, inevitablemente, volvería. Recordó entonces que una vez oyó que al lugar donde fuiste feliz no deberías tratar de volver. Nunca entendió esa frase hasta que se dio media vuelta y, entonces lo tuvo claro. No podría volver a vivir aquí porque todo lo que haría sería recordar y comparar. Recordar. Vivir en el pasado, no crear recuerdos nuevos. Y él no quería eso, no quería recordar más que lo que ya había recordado por miedo a caer en la tentación de pensar que se había equivocado al marcharse.
A veces, pensó ya en el hotel, tomamos decisiones porque creemos que en ese momento de la vida son las mejores que podemos tomar sin pensar que en algún momento nos plantearemos si hicimos lo correcto. Si nos equivocamos o no es una reflexión subjetiva, pero si no tomáramos ninguna decisión, pensó, nos equivocaríamos del todo. Ahora que estoy aquí, que he vuelto después de tantos años, creo que no me equivoqué de tomarla y tampoco que no me equivocaré cuando tome la decisión de volver aquí para nunca más marcharnos. La felicidad la encuentras en cualquier lugar siempre que ese sea el lugar donde debes encontrarte.
Apagó la luz y, antes de dormirse, tarareó la canción que le había hecho plantearse ese viaje relámpago, esa escapada. Esa canción que siempre le hablaba de la ciudad de su vida.
Por Chema Montes