Esta semana Chema Montes nos trae un relato de viajes y aeropuertos, así como de dudas existenciales. ¿Os apuntáis a este viaje?
La camiseta
Viajar en avión no es algo que me dé más miedo que pensar en montarme en un toro mecánico o que atravesar una cueva a oscuras. No me da miedo, primero, porque nunca me ha pasado nada extraño más allá de unas turbulencias más o menos fuertes y algún que otro retraso. En segundo lugar, porque no pienso que se vaya a caer y, si lo hace, pienso que no puedo hacer nada, por lo que el miedo no tiene cabida. Es un pensamiento reduccionista y práctico, pragmático, aséptico, totalmente limpio y justificado. Pero el caso es que, la semana pasada, el lunes pasado, tenía que coger un avión por temas de trabajo de Madrid a Málaga, un viaje que en el último año he hecho unas quince veces, aunque aquella mañana me desperté con una sensación extraña, un aire raro entre el pecho y la barriga, una sensación nerviosa que, aunque no llegara a la intranquilidad, sí parecía un estado de suave pánico injustificado ante algo que no había ocurrido pero tampoco sabía muy bien de qué podría tratarse. Había dormido perfectamente, no había tenido ningún sobresalto durante el fin de semana y la reunión a la que tenía que acudir no entrañaba ningún peligro. Entonces, ¿qué me pasaba? ¿Por qué estaba ligeramente nervioso? Fue un momento raro, pero más rara se pondría la cosa un par de horas después.
Ya en el UBER no conseguía concentrarme en los mails que debía responder y decidí hablar con el conductor. Me contó que llevaba poco tiempo en el mundillo, que antes tenía una pequeña carnicería pero que con la crisis del 2008 la tuvo que cerrar y desde entonces tuvo varios trabajos hasta que, al pasar de los cincuenta, la única salida que encontró fue la de hacerse conductor, así que ahí estaba. Me contó también que tenía en mente, junto a sus cuñados, intentar reabrir la carnicería porque en su barrio ya no quedaba ninguna y veían que hacía falta un sitio así, un sitio pequeño y cercano, un comercio de toda la vida. Había hecho cálculos y la inversión no sería del todo desorbitada porque el local de la primera carnicería seguía libre y la reforma no sería demasiado cara. Además, él conocía a los proveedores, conocía el mundillo y podría compaginarlo perfectamente con el coche, por lo que seguramente, en un par de meses, quizá tres, ya se pondrían manos a la obra. Me dio bastantes detalles del proceso y esos veinte minutos de trayecto aprendí cosas sobre el mundo de la carne que antes no había pensado. Me dio pena que no durase más el viaje porque estaba realmente tranquilo, ese aire de nerviosismo había desaparecido totalmente, no miré el móvil ni una sola vez y ni siquiera saqué el portátil de la mochila. El tiempo había transcurrido entre la desconexión de mi vida y la conexión con la vida de otro. Era algo raro, porque generalmente no hacía este tipo de cosas. Antes de bajarme le di las gracias por la charla y le deseé mucha suerte en su nueva aventura.
Como es costumbre, me gusta llegar con tiempo suficiente al aeropuerto para tomarme un café y responder emails o hacer alguna llamada antes de subir al avión. El café suele ser caro en la misma proporción que no muy bueno, pero es ya un hábito y no me gusta faltar a esa cita. Pasado el control, y otra vez con ese estado de nervios que cada vez era un poco mayor, me encaminé hacia la misma cafetería de siempre. Cuando me tocó pedir, la camarera, tremendamente sonriente, me deseó los buenos días y me preguntó si quería acompañar mi café con algo de comer. No le había dicho lo que quería, pero esa chica insultantemente joven se anticipó. Me quedé sorprendido, más cuando noté que los nervios se diluyeron por completo. Le pregunté por qué sabía que tomaba café y me contó que era muy buena para recordar caras, incluso en un sitio como ese, la cafetería de un aeropuerto, donde pasan miles de personas al cabo del día. Mientras me preparaba el café me contó que estaba preparando unas oposiciones a policía y que los fines de semana le gustaba hacer rutas por la sierra con un grupo de amigos del colegio. El café me lo tomé en la pequeña barra mientras me hablaba y no, como habitualmente, solo en una mesa con la mirada fija en la pantalla del portátil. Estaba siendo, en muchos sentidos, una mañana realmente extraña.
Siempre me irrita esperar para el embarque, siempre pienso que la gente se pone demasiado nerviosa y parece que se les olvida que ningún otro pasajero les quitará su sitio, que están numerados y son nominativos. No entiendo esa manía de arremolinarse y justarse tanto a otros pasajeros. El caso es que venía tranquilo después de mi charla con la camarera, sin atisbo alguno de esos nervios mañaneros, pero fue llegar a la fila y que volvieran. Otra vez ese ronroneo en la tripa, esa áspero hálito en el pecho. Intenté distraerme mirando el móvil y respondiendo un par de emails que parecían urgentes pero que, como en el cien por cien de las ocasiones, no lo eran. Pero no conseguía concentrarme. ¿Qué me estaba pasando? ¿A qué venía esa sensación? ¿Qué me estaba diciendo el cuerpo o la mente? ¿Qué mensaje querían trasmitirme? Tenía la sensación de que debía salir de esa fila, salir de la terminal, coger un taxi, llegar a casa, ponerme ropa cómoda y dedicarme el resto del día a ser una sombra. Pero tampoco sabía qué motivaba esa sensación. Todo muy extraño.
En esas estaba cuando una señora me dijo que la fila estaba avanzado. Tuvo que verme totalmente ensimismado porque el tono dulce de su voz parecía un susurro. Sonreía y dejaba ver unos dientes que parecían marfil, una elegante sonrisa que parecía entrenada. Le pedí perdón y avancé unos pasos. Ella me dijo que no tuviera miedo, que viajar en avión no era tan peligroso como podía parecer. Debió pensar que mi letargo se debía al miedo que podía provocarme el hecho de volar, pero no quise explicarle que volar no me atemorizaba. Me contó que ella, hace muchos años, sí tenía miedo a volar, pero que descubrió el yoga y desde entonces vivía en un estado completo de relajación y paz interior. Era abogada, laboral, desde hace más de treinta años pero su verdadera pasión era la pintura. Había expuesto en varias galerías de conocidos, incluso una vez salió en un revista de arte, allá por principios de los noventa, con motivo de un concurso de pintura rápida para los Juegos Olímpicos. Me contó que estaba pensando en adelantar la jubilación y dedicarse por completo a la pintura. De hecho, viajaba a Málaga para verse con una galerista, amiga desde hace muchos años, que quería presentarle a un par de socios que querían proponerle un negocio.
Y como me vio tan callado, volvió a decirme que no tuviera miedo al avión, que el vuelo se me pasaría rápido. Le dije, esta vez sí, que no tenía miedo, pero que estaba reflexionando sobre algo que no sabía muy bien lo que era, dándole vueltas a una idea no definida pero que se estaba convirtiendo en algo casi existencial. No sabía en lo que estaba pensado pero sabía que lo estaba haciendo y que tenía que hacerlo. Me miró, volvió a sonreír y antes de pasar el control me dijo que no hay nada que hacer cuando una idea se despierta, salvo escucharla y darle forma. Todo lo demás será inútil, será un batalla perdida porque las ideas tienen vida propia y son más poderosas que nuestras reticencias. Dicho esto, se perdió tras el control no sin antes desearme un buen viaje.
Aunque siempre viajo en business me gusta embarcar de los últimos porque tengo el pasatiempo, quizá estúpido e infantil, de imaginar la vida de los pasajeros antes de pasar el control. Me invento sus conversaciones, su origen, su profesión, sus gustos, hasta el tono de la voz. Me los imagino en otros lugares, haciendo otras cosas, quizá en otras épocas lejanas a la que ahora vivimos. Es una manera de pasar el tiempo antes de subirme al avión y ponerme a trabajar, a leer informes, a releer una y mil veces diferentes archivos de Excel que, por mucho que los mire, siempre me dan la misma información. Digamos que ese juego de inventarme vidas es mi único rato de asueto en todo el día. El caso es que me fijé en un joven que llevaba una pequeña mochila de tela, algo ajada, con un intencionado aspecto a vieja, que me miraba fijamente. Me resultaba familiar, su aspecto, su porte, su manera de moverse, incluso cómo vestía. Llevaba unas Ray-Ban marrones, un pantalón corto de tela vaquera, zapatillas de deporte, y en su camiseta, blanca, llevaba una frase escrita, live the life, que repetí mentalmente mientras la leía. Live the life. Live the life. Una y otra vez. Aquel chico extraño y conocido, antes de pasar el control, me miró, sonrió y me saludó levantando la mano ligeramente. No sé de qué me sonaba, pero ya le había visto antes. Finalmente, subí al avión y durante el viaje no fui capaz de trabajar, simplemente repetía, mientras escuchaba música, una y otra vez el lema de esa camiseta. Live the life. ¿Sería esa la idea que linchaba interiormente todos principios? Podría ser. Y mientras pensaba en eso, a mi cabeza venían, como si me acompañaran en el viaje, el conductor carnicero, la camarera opositora y la abogada pintora. ¿Quizá ellos sí habían prestado atención a sus ideas? Será que ellos sí han tomado la decisión de vivir la vida. Y, con esas, me quedé dormido.
El día en Málaga fue como tenía que ser, ni más ni menos. Llegada al aeropuerto, taxi, llegada a la oficina, desayuno, reunión, otra reunión, otra reunión más, comida, otra reunión y vuelta al aeropuerto. Pero aunque todo fluyese como tenía que fluir algo en mí conseguía que no estuviera concentrado del todo. Esa frase se había colado entre mis prioridades en todas las reuniones y charlas sonando en mi cabeza. Además, esas sensación de nervios que me acompañaba desde la mañana ya no eran únicamente nervios, eran ya unas ganas de gritar, de desaparecer, de irme a la playa y ser invisible al resto del mundo. No sé qué vida tendría que vivir, pero lógicamente no era la que estaba viviendo. Sabía que ese día no había comenzado de la manera en que tenía que comenzar un día cualquiera, un día más, y ese pensamiento lo constataba. Pero, ¿por qué en ese momento? ¿Por qué esa sensación de tener que cambiar algo donde, aparentemente, nada tenía que hacerlo? Comencé, y quizá eso fue un error o todo lo contrario según lo veo ahora mismo, a hacer listas mentales de mi vida tal y como la concebía.
Tenía una vida cómoda, tranquila, apacible, muy satisfactoria. Dormía bien, comía mejor, vivía en una buena casa, en un buen barrio, en una buena zona de Madrid. Tenía un trabajo que me gustaba pero que me exigía mucho, quizá demasiado algunas veces, pero que todos los meses me reportaba un sueldo más que digno. Tenía un buen círculo de amistades, la familia sana y feliz, tenía relaciones esporádicas que cubrían ciertas necesidades. No había alcanzado la plenitud pero parecía estar en el camino correcto. Si lo tenía casi todo, es decir, si no echaba de menos nada que pudiera necesitar, ¿por qué pensaba que algo realmente sí me faltaba? Y pensé otra vez en el conductor que quería volver a ser carnicero porque era su pasión. Pensé en la camarera que aprovechaba cualquier momento del día para repasar el temario de las oposiciones porque su sueño era convertirse en policía. Pensé en la abogada que en esos momentos quizá estaba celebrando que se jubilaba para dedicarse en pleno a su pasión entre lienzos y pinceles. Y pensé en el chico de la mochila vieja y la camiseta, al que no recuerdo ver bajarse del avión. ¿Dónde estaría? ¿Habría venido a Málaga buscando algo o había huido de Madrid para alejarse de alguna cosa? ¿De qué me sonaba?
El caso es que, tomando un café en el aeropuerto, saqué un papel y el portaminas y empecé a dibujar unas trenzas que mi padre me había enseñando cuando era un niño. Son unas trenzas fáciles, primero hay que dibujar tres líneas verticales una al lado de la otra, después otras tres sobre ellas dejando un pequeño espacio entre ellas, y así todas las que quieras. Después, vas juntándolas de manera que se entrelacen. Siempre que necesitaba concentrarme recurría a esas trenzas para relajar la mente, pero llevaba mucho tiempo sin hacerlo, quizá demasiado, y entonces fue cuando me di cuenta de lo que estaba pasando. Ya no tenía tiempo para pensar, para perderme, para detenerme y mirar. En los últimos años, y sin saber precisar desde cuándo, vivía inmerso en una vorágine de rutinas y acontecimientos repetitivos y exigentes que habían anulado mi capacidad de reflexionar sobre mí, de pensar sobre mí, de acordarme de mí. Trabajaba ya no por satisfacción sino para conservar el trabajo y conservar el estatus. Si quedaba con mis conocidos, lo hacía para no parecer un solitario aburrido. Sabía de todas las preocupaciones de mi familia pero poco o nada dejaba ver de las mías. Me gustaba la casa, pero no había dedicado ni un minuto a decorarla como realmente me gustaría hacerlo. En mis relaciones íntimas quería terminar pronto con esa compañía y quedarme solo. Después de varias trenzas, de dos cafés (el vuelo se había retrasado), de levantarme esa mañana con una sensación nerviosa desconocida, después de conocer al conductor carnicero, a la camarera policía, a la abogada pintora y al chico extraño de la camiseta, después de todo eso creí haber encontrado la respuesta a una pregunta que hasta ese momento no me había planteado; ¿estoy realmente viviendo la vida?
Con la última trenza, me respondí. No, no lo estaba haciendo, no, bajo ningún concepto. Estaba viviendo para otros y no para mí. Estaba solo, en un aeropuerto, bebiéndome un café malo, dibujando trenzas en un papel con el membrete de la empresa, notando cómo el móvil no dejaba de sonar, con calor por culpa del traje y notando la palpitación de un callo en el pie derecho. Y en ese momento pensé que se acabó, que lo mandaría todo a la mierda un tiempo, que desaparecería y que me dedicaría al complicado oficio y arte de vivir de la vida. No sé qué haría o cómo, dónde iría, qué perseguiría realmente, pero sí sabía que aquello tenía que terminar, o al menos, tener una pausa. Cogí el móvil, envié un email a mi jefa y le expliqué que, dado que en esa época del año el trabajo era bastante menor, quería cogerme las vacaciones completas a partir del lunes siguiente, sumando además todos los días que la empresa me debía por haber trabajado o viajado más de la cuenta. En total, como ella bien sabía, todo sumaba un tiempo de dos meses y medio. Me respondió al instante que sí, que sin problema, pero que lo dejara todo bien atado antes de irme. Envié un WhatsApp en el grupo de amigos diciendo que estaría fuera un tiempo indeterminado, pero que antes me gustaría cenar con ellos a modo de despedida. Aproveché y organicé un cena con mi familia en casa de mis padres. Sin saber por qué y para qué, pero organicé una despedida. Justo en ese momento había comenzado a vivir la vida, mi vida. La mía y la de nadie más.
Subí al avión, contento, pletórico. Llegué a Madrid, cogí un taxi, llegué a casa y me puse a diseñar un plan sobre la mesa del estudio. Entonces me di cuenta de que lo que necesitaba era viajar, solo, hacer kilómetros y kilómetros, conocer las ciudades y los rincones que desde hace tiempo quería conocer pero que nunca tenía tiempo para hacerlo. Dormiría en hostales, comería en bares y tascas, me bañaría en playas, anotaría en una agenda cada lugar que visitase, cada cosa que me llamara la atención. Usaría el móvil solo para escuchar música, hacer fotos y confirmar de vez en cuando que estaba vivo y que todo iba bien. Iba a vivir una vida distinta y no veía el momento de hacerlo.
Y aquí estoy, como podrás comprender, lo hice. Desde el lunes pasado he recorrido ya un buen puñado de kilómetros. He hablado con gente, creo incluso que he engordado un poco, pero me da igual. Pensarás que estoy loco, que por qué te tengo que contar todo eso a ti, que eres el cajero de una gasolinera que únicamente me has preguntado el número de surtidor. Pero no hay nadie, son las once de la noche, estamos en medio de la nada y desde fuera te he visto escribir en un cuaderno, cuaderno que has escondido cuando he entrado. No sé lo que estabas haciendo ni lo que estabas escribiendo, quizá sean poemas o quizá una lista de personas que merecen una paliza, ni lo sé ni me importa. Lo único que sé, o que puedo intuir, es que en ese cuaderno estabas escribiendo cosas que te importan, estabas describiendo tu carnicería, tu vida como policía, como pintor jubilado, como chico joven con mochila vieja, tu vida como loco desconocido que te ha contado la historia de su vida sin venir a cuento. Estabas escribiendo algo que forma parte de una vida, o que quieres que sea parte de tu vida, pero que no puede ser así porque estás recluido en esta gasolinera y entre todos los límites que ello supone para ti.
No te he contado una cosa, quizá lo más extraño de todo. Resulta que antes de subirme al coche para empezar este viaje, cuando estaba metiendo las dos mochilas en el maletero, sentí que alguien me observaba. Levanté la cabeza y, como si estuviera viendo una película, uno a uno fueron apareciendo los personajes que todo lo habían motivado. A mi lado pasó el conductor del UBER charlando animadamente con un pasajero. Vi a la camarera, en ropa de deporte, corriendo por el parque. La abogada cruzaba la calle llevando un pesado maletín negro, pero con una enorme sonrisa. Y sentado en un banco, sujetando la mochila entre las piernas, con la misma camiseta y las mismas gafas de sol, estaba el chico, ese chico, ese chico que, ahora sí, pude reconocer, me pude reconocer en él cuando era joven. No sé si era yo, pero lo que sí estaba claro es que era mi viva imagen. Pensarás que estoy loco, pero me estaba viendo con veinte años menos. Hace una semana no me había reconocido porque mi cabeza solo tenía lugar para el presente, porque había olvidado que tenía cosas pendientes por hacer. Que tenía que vivir mi vida, y que tenía que empezar a hacerlo ya.
No me tomes por lo loco, aunque no te puedo asegurar que no lo esté, creo que no lo estoy, no lo sé. Solo pretendo que después de este monólogo sigas escribiendo, haciendo vivir y revivir historias en cada página.
Viviendo tu vida de la manera en la que quieras vivirla.
Nada más, algo tan simple como eso. ¿No te lo parece?