Gente paseando por una antiguas vias de tren

Brevedades improvisadas: Gargamel

Esta semana Chema Montes nos trae un relato protagonizado por ese vecino que todos conocemos y que preferimos no cruzarnos con él. Pero realmente, ¿quién es el asocial? no me respondáis ahora hacerlo tras haber leído Gargamel de Chema Montes, quizás después no opináis lo mismo.

Gargamel

A Jacinto, el vecino del segundo izquierda, todos le llamábamos Gargamel. Y no porque nos sintiéramos ni azules ni pequeños a su lado, sino porque era una persona que vivía permanentemente con esa expresión huraña que tienen las personas a las que les molesta el simple hecho de que exista la raza humana, esa a la que pertenece, pero que odia y no tolera. Sí, esa cara que puedes estar imaginando, esa cara era la que caracterizaba a Jacinto. Era un hombre gris, brusco en el trato directo, de los que no sujetan la puerta en el ascensor para que entres o que se hacen los remolones en el buzón para no compartir viaje de subida contigo. Incluso alguna vez, llegado el ascenso a su piso, se le podía ver tras el cristal mirando fijamente pero sin moverse, quieto, como esperando que de un plumazo te esfumaras y así él pudiera entrar sin temor a la interacción humana. Un personaje el bueno de Jacinto, entrañable, porque a los gruñones siempre se les acaba cogiendo cariño.

El caso es que, ya en los últimos años en los que le recuerdo con vida, porque yo era un chaval de trece o catorce años cuando él murió, le rememoro más afable, si al hecho de devolver el saludo con un gruñido se le puede considerar un comportamiento más amable. Pero tratándose de Jacinto sí lo era, algo así como una muestra de afecto. Porque el bueno de Gargamel no le devolvía el saludo a todo el mundo, pocos, muy pocos éramos los elegidos para sus arrebatos de socialización. Y casi siempre éramos los pocos jóvenes que vivíamos en aquel edificio que había conocido tiempos mejores. Digamos que tanto los ladrillos como las personas habían envejecido a la par y podrías escuchar conversaciones de medicamentos y achaques tanto de voz de los vecinos como de la voz de los ladrillos. Te lo prometo, si prestabas atención, más oías a los ladrillos quejarse y toser de manera descontrolada.

Jacinto, bueno, Gargamel, experimentó una mutación hacia un ser social que le dotaba de un aire oscuro cada vez más siniestro, al menos es lo que recuerdo oír a los vecinos. Pero para mí era una muestra inequívoca de que quería socializar y, como era de esperar, recogí el guante y me dediqué a ser parte de su cosmos. Le saludaba, le sujetaba la puerta, si le veía en la calle levantaba las cejas a modo de saludo, incluso alguna vez le subí las cartas si me cruzaba con el cartero. Su respuesta siempre era la misma, un gruñido, pero cada vez más leve, más suave, cercano ya a un gracias gutural y oculto entre dientes. Me lo estaba ganando, era mi reto, me lo plantee como misión imposible. Me llamarían temerario, loco, Quijote de causas perdidas,

El caso es que durante un par de meses me convertí en su visita diaria, casi diría que en un alivio en forma humana del tedio de su vida. Eso sí, nunca me mostró un gesto de gratitud o de reconocimiento, tampoco lo necesitaba, aprendí a interpretar sus gestos, sus silencios y hasta su manera de andar. A su modo, poco a poco, se fue abriendo y pude conocer detalles tanto de él como de su vida, aunque ahora que lo pienso ambas cosas son indivisibles.

Me contó que hasta los catorce años vivió en un pequeño pueblo de La Mancha, y que los recuerdos más bonitos de su vida los tenía de esa época. Creció en una casa vieja junto a sus padres y sus tres hermanos, todos varones. Su madre era maestra y su padre tenía una panadería. Me contó trucos para saber, a simple vista, qué pan era bueno y qué pan era congelado. De su madre, me contó, aprendió el valor de la enseñanza y por eso, cuando pudo, se vino a la ciudad y, con mucho esfuerzo, terminó por ser profesor de Literatura en un colegio de monjas. No me lo quiso reconocer, pero cuando me hablaba de su vida como profesor se le iluminaban los ojos de tal manera que hubiera necesitado gafas de sol para no quedarme ciego. Creo, pero no me atrevo a asegurarlo, que cuando le hice esta broma esbozó algo muy parecido a una sonrisa, pero con una aire tan pétreo que incluso me dio miedo. Tuvo alguna que otra novia, pero nada serio. Le pregunté si tenía hijos y me dijo que no, que no quiso tenerlos porque el mundo es demasiado cruel para marchase de él y dejar a tus seres queridos sin tu protección. Por eso no los tuvo y seguro que fue por eso por lo que ninguna de sus relaciones tuvo éxito.

Pero de vez en cuando, sin venir a cuento, me contaba cosas que podríamos considerar triviales. Por eso me enteré que dormía sin almohada, que le gustaban los encurtidos pero que desde que cerraron una tienda que había en el barrio no había vuelto a comerlos, que no veía la tele y que se informaba de todo por la radio, una que le regalaron sus sobrinos hace algunas Navidades. Me contó que lo que más le molestaba de ser viejo no era que le doliese todo o que por la noche tuviera que levantarse a mear siete veces, lo que peor llevaba era que cada vez le costaba más leer y si no lo hacía pensaba que los días no habían tenido sentido. Me contó que de joven amaba el fútbol pero que llevaba más de diez años sin ver un partido.

También me dijo que todos los domingos se cocinaba una paella, pero que como tenía cada vez las manos más torpes, el resultado era un arroz con cosas que no siempre estaba malo. Que le gustaba el vino blanco más que el tinto, que se duchaba dos veces al día, antes de desayunar y después de cenar. Me confesó que últimamente le había cogido el gusto a las canciones de Fito, que odiaba las camisas de manga corta y que no tenía color favorito porque de tenerlo viviría siempre preso de un solo color y en la vida hay demasiados como para atarse a uno solo. Me confesaba muchas cosas y por eso le fui conociendo, puede que incluso más que él a sí mismo, porque cuando me decía algo y notaba que me sorprendía, él también lo hacía como no creyéndose lo que había dicho o quizá haciéndolo al describir algo de su propia vida en lo que jamás había reflexionado. Algo parecido me dijo una vez, me dijo que vivíamos tan pendientes de agradar a los demás, de contentar al prójimo, que nos olvidábamos de nosotros mismos, perdíamos eso que llamaba la individualidad fundamental, algo así como que primero debíamos conocernos a nosotros mismos y luego ya, si eso, intentar conocer a los demás. Me confesaba tantas cosas que realmente nunca he sabido por qué lo hacía, ni por qué era yo el elegido ni si lo había intentado alguna vez y no había obtenido la receptividad que yo le ofrecía. A veces, y eso lo pienso desde entonces, pasamos por este mundo con tantas ganas de trascender que poco a poco nos diluimos en un mar de gente que intenta lo mismo y por eso mismo nos vamos apagando y volviendo insulsos. Hasta que desaparecemos. Me confesaba muchas cosas, cada día me contaba cosas distintas, como que si pensaba en su niñez siempre le venía el sabor del arroz con leche que hacía su abuela y que su juguete favorito era una pelota que le hizo su padre con unas telas viejas. Ante mí era un libro abierto, como esos que invadían cada rincón de su casa y que amaba, a su manera, como si de su existencia y cuidado dependiera el que él siguiera vivo. Creo que sí, que su vida estaba ligada a todos esos libros, a lo que contenían y a lo que significaban.

Me confesó que no echaba de menos ser joven pero que tampoco le hacía gracia ser viejo, que no estuvo cómodo entonces y que no estaba cómodo siendo un vejestorio porque no había aprendido a ver y valorar lo bueno de cada momento, no aprendió nada de lo que se supone tenemos que aprender en cada momento de la vida, en cada etapa, porque él siempre vivió en la etapa de simplemente respirar y despertase cada mañana con cosas suficientes para hacer hasta el final del día. Vivía, según él, en un etapa de constante presente, de sentirse útil cada segundo y no pensar en nada más, nada de mañanas ni futuro, nada de ayer ni pasados. Nada de nada, me decía, tú no pienses en nada y simplemente haz cosas. Me confesaba muchas cosas, como que jamás había creído en Dios pero que ahora se sorprende a sí mismo recitando los rezos que aprendió en el colegio. Y que no temía estar solo, pero que le aterraba la propia idea de la soledad y todo lo que conlleva.

Me dijo, un día, que llevaba en ese edificio más de cuarenta años y que era la primera vez que un vecino entraba en su casa y, peor todavía, la primera vez que un vecino hablaba con él más de tres o cuatro palabras. Me dijo un día, sin venir a cuento, que mandaba cojones que su único amigo fuera un niñato de catorce años que no tiene ni bigote. Y me dijo que la amistad es como el amor, que cuesta mucho encontrar la de verdad y que mucho más aún cuesta el retenerla, pero que perderla es tan fácil como no darse cuenta de que la estás perdiendo.

Mis padres me cuestionaban sobre lo que hacía con Gargamel todas las tardes y yo les contaba que decir tacos, mirar libros y criticar al mundo. Mis padres se horrorizaban pero, pobres míos, pertenecen a esa generación de padres que denunciarían al viento ante la Policía porque una brisa fuerte me despeinó el día de mi primera Comunión. Sí, ya sabéis, ese tipo de padres. El caso es que es verdad, que lo que hacíamos Jacinto y yo todas las tardes, al menos todas las tardes que podía ir a su casa, era decir tacos aunque no tuvieran sentido en la frase, mirar su colección de libros -tenía libros en las dos habitaciones, en el salón, en la cocina y hasta en el baño, creo que es un detalle que tienes que conocer- dejando que él me contara qué historia contaba cada uno de ellos y qué historia había detrás de la compra o adquisición de todos, y también, arreglábamos el mundo.

Eso era lo que él decía, me decía, chaval, vamos a arreglar el mundo, y hablábamos durante horas de casi cualquier tema. Y cuando se cansaba y quería que me fuera decía que ya habíamos arreglado el mundo y que me fuera, que seguramente mis padres estarían movilizando al Ejército y me estarían buscando por, las menos, siete capitales de provincia, llorando y asustados. Sí, se metía con mis padres, pero el cabrón lo hacía con tanta gracia que no podía hacer otra cosa que reírme. Jacinto tenía un sentido del humo negro y mordaz, pero, a fin de cuentas, sentido del humor. Muchos de nosotros no podemos decir lo mismo porque confundimos hacer reír con tener sentido del humor. Bueno, esa frase también es suya, no me pidáis que os la explique. Solo sé que llevaba razón.

Me contó muchas cosas, a su manera, porque nunca abandonó su papel de viejo gruñón y enfadado. Cuando le veía un poco más apagado le llamaba Gargamel y, de súbito, su vitalidad retrocedía cien años y me insultaba e insultaba al mundo hasta que me veía reírme tanto que se daba cuenta de lo ridículo del momento, se volvía a sentar y me pedía que preparase un par de cafés. Ya eres mayor, joder, me decía, ya puedes beber café y lo que te dé la gana.

Nuestra despedida se precipitó más de lo que me hubiera gustado porque creo que nos convertimos en algo más que amigos. ¿Sabes esa sensación de depender emocionalmente de alguien hasta tal punto de no concebir que en cualquier momento pueda desparecer? Pues creo que eso fue lo que me pasó con Jacinto. El muy cabrón se convirtió en el eje de la vida de un adolescente que, sin saber lo que quería, tenía la certeza de querer describir el mundo que él pudiera mostrarte. Consiguió que un niñato de mi edad tuviera una certeza, creo que solo por eso merece el Princesa de Asturias o un premio de alguna caja rural. Algo, pero un reconocimiento. De verdad que te hubiera encantado conocerle, de eso estoy seguro, hubierais hecho muy buenas migas.

El caso es que recuerdo que aquella tarde llegué del instituto y vi de lejos un revuelo de luces de emergencia y vecinos revoloteando. Sin que nadie me dijese nada supe perfectamente lo que estaba pasando, lo que había pasado. Gargamel había muerto, un vecino se lo encontró tirado en el descansillo, con el pan todavía caliente en la bolsa y un paquete de café en grano. Infarto, fulminante, nada que hacer, es más, tampoco sé si él lo hubiese querido. La putada es que no murió en su casa, pero bueno, ni cuando nacemos ni al morir elegimos el lugar, así de patética es nuestra existencia, dos de los momentos más importantes de nuestra vida y alguien elige el escenario por nosotros. En fin. Jacinto se fue. Y al único que realmente pareció afectarle fue a mí. El resto de vecinos se limitó a decir las típicas frases, algún que otro comentario que pretendía ser gracioso y que creo que fue de mi padre y, por suerte, poco más. Por la noche ya nadie hablaba de él, ni tan siquiera creo que le recordasen. El caso es que por la mañana fui a buscar el correo al buzón y encontré un papel arrugado con su inconfundible letra, pulida, detallista, de trazo alargado y de otro tiempo. Era su carta de despedida, a su manera, su manera de darme las gracias: Lo que le sobra al mundo son dos cosas, gilipollez y gilipollas. Hay mucho de las dos cosas, hay mucha tontería y poca medicina para remediarla. Si me quieres hacer un favor, es ese, no te conviertas en un verdadero imbécil. Y hazme otro favor, encuéntrala y entrégale el sobre que hay en el cajón de mi mesilla. Coge todos los libros que quieras, son tuyos. El resto, dónalos o haz lo que te dé la gana con ellos. Y no tengas miedo a estar solo, ten miedo a que te hagan sentirte así. Y al final del buzón encontré una copia de la llave de su casa.

Y el resto, ya lo sabes, o ya te lo imaginas. Cuando descubrí que me había mentido y que sí había sido padre, no me enfadé, al contrario, me sentí tremendamente orgulloso de haberme ganado su confianza de tal manera. Te confieso, eso sí, que leí esa carta que ahora tienes en la mano y de la que te hablé hace unos días por teléfono. Qué quieres, tenía catorce años, para mí lo privado y lo prohibido era una doble excitación. No voy a pedirte que le entiendas ni que le perdones ni cosas de esas, solo soy el mensajero, pero me he pasado diez años buscándote y quiero compartir contigo una pequeña reflexión. Tu padre no te abandonó porque no te quisiese, todo lo contrario, te quería tanto que no quería ser testigo de como el mundo que tanto odiaba podía hacerte daño. ¿Lo entiendes? Es esa sensación de querer tanto a algo, de querer protegerle de un peligro pero al mismo tiempo tener tanta repudia a lo que temes que al final decides alejarte de todo porque no te sientes capaz de cuidar aquello que tanto quieres. Eso creo que fue lo que le pasó a Jacinto, a Gargamel, a tu padre. Por eso te pido que leas esa carta con la mente limpia, porque todo lo que hay en ella son lecciones de vida. Yo la leí, como te dije, y tomé cada palabra como si también fuese para mí, porque creo que cuando la escribió pensaba en los dos. Ahora, fíjate tú, tenemos cosas en común. Hay personas que están en el mundo para hacerlo mejor sin mayor heroísmo que el de abrirnos los ojos. Gracias a él descubrí que lo que le sobra a la vida son tonterías, como el decía, y que alguien debería darnos alguna buena hostia de vez en cuando. Gracias a él descubrí que se nos pide que demos nuestra opinión pero que ésta no interesa si se sale de los márgenes establecidos. Que la colectividad borreguil nos hace estúpidos y que la superioridad moral de cada bando es una fuente inagotable de gilipollas. Y eso me lo enseñó un señor que observaba el mundo en silencio y lo reflexionaba desde el sillón. Lo elemental es simple, se capta a través de la observación. Y se reflexiona en soledad.

¿Qué si tengo tiempo para un café? Claro, claro que lo tengo. Además, tengo muchas más cosas que contarte. ¿Sabías que a tu padre se le daba bien la papiroflexia? ¿Y que una vez viajó a París para intentar descubrir por qué se la conoce como la ciudad del amor y que perdió la cámara desechable con todas las fotos que había hecho? Por cierto, no sé a ti, pero a él le gustaba dormir en el centro exacto de la cama, le encantaba el olor de la jara, tenía una obsesión casi enfermiza por los números pares y por eso siempre tenía que tener el mismo número de zapatos o de pantalones. ¿A ti también te da alergia la primavera? Tenía dos lunares en la oreja como esos que tienes tú, qué curioso. ¿Sabías que una vez tuvo un perro y lo llamó Trompeta? Tenías que haberle visto discutir con todo el mundo, tenía muy mal genio, pero creo que era algo así como un escudo.

Así era Jacinto, un personaje incómodo, pero un incordio necesario.


Por Chema Montes

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