Empezamos la semana con un nuevo relato de Chema Montes. A veces las cosas no son como parecen y es mejor hacer caso a nuestras intuiciones. Y sin poder decir mucho más para no desvelar nada de esta historia al más puro estilo de Edgar Allan Poe os dejo con El cuadro.
El cuadro
Para comprender qué hacía allí, en mitad de la noche, cerca del Palacio Real, en pijama, sin las gafas y con una sensación de pánico tan grande que veía sombras amenazantes en cualquier lugar, tendría que remontarme a dos semanas antes para intentar explicar todo lo que pasó. Y ese todo comenzó con el cuadro, con ese dichoso cuadro.
Acababa de mudarme por tercera vez en dos años, en esa incesante búsqueda para la gente de mi generación de un sitio donde poner el huevo y que no cueste el otro. Sí, ya sabéis, esa búsqueda de un paraíso que se puede pagar con nuestros ingresos. El caso es que la casa estaba bien, cerca del metro Ópera, segundo sin ascensor, parqué y paredes recién pintadas, casi exterior, habitación más o menos grande donde la cama y el armario no restaban demasiado espacio, un salón donde el mueble principal, la mesa y el sofá ocupaban el espacio justo, un baño donde todo parecía estar en su sitio y una cocina que daba a un patio interior y que tenía el suficiente espacio para poner una mesa pequeña donde comer. Amueblado, bien situado, recién pintado y con luz natural, precio asequible y gastos de agua incluidos. Tan bueno era el asunto que no solo dudaba de que fuera cierto, dudaba incluso de que yo estuviera vivo y aquello fuera real. Lo único que me chirriaba de todo era, bueno, es, un cuadro antiguo de una señora como del siglo XVlll sujetando un pato por el cuello. El marco en sí desentonaba con el minimalismo de la casa y con ese aire de catálogo de IKEA que ahora tienen todas las casas de alquiler por el centro de la ciudad, no sé, digamos que parecía que ese cuadro se puso allí como primera piedra del edificio y que no se podía quitar porque lo sustentaba. Pregunté si podía quitar el cuadro pero el chico de la inmobiliaria me dijo que no, que imposible, que la dueña de la casa lo había pegado con un pegamento especial y que si lo quitábamos corríamos el riesgo de levantar la pintura o algo peor. Lo entendí, le dije que lo entendía y que no se preocupara, que posiblemente me acostumbrara a su presencia, a esa mirada tan extraña y a ver a una chica aparentemente inocente estrangular a un pato. ¿Qué podría salir mal?
Seguro que ya te estás imaginando que algo gordo tuvo que pasar para que saliera corriendo, y en pijama, de casa, en mitad de una noche tremendamente fría. Algo gordo pasó, aunque todavía no tengo explicación para ello. El caso es que durante los primeros días en mi nueva casa no noté nada excesivamente raro, si acaso un olor que provenía del baño un tanto desagradable pero que achaqué a que las lluvias de esos días estaban moviendo la mierda que habría en las cañerías. Sobre todo por las noches, el olor era un tanto desagradable, pero pensé en darle de margen una semana, y de no desaparecer, hablaría con la inmobiliaria. Más allá de eso, nada más. La casa era tranquila, cómoda, pronto la hice mía. Coloqué las pocas pertenencias que alguien como yo pude tener y que caben en unas pocas maletas y alguna que otra caja. Organicé una cena con unos pocos amigos y todos se hicieron selfies con la chica que ahoga al pato, quizá demasiados selfies, creo que todos los selfies que existen, en realidad, son demasiados. Solo una compañera de trabajo dijo que el cuadro le daba mal rollo y que parecía como si la chica estuviera viva, o que el cuadro estuviera poseído, pero que le daba un mar rollo de narices y que sería buena idea no enfadarla, dejar de hacer tantas fotos y tantas bromas sobre su aspecto. Lógicamente, no podría ser de otra manera, no la tomamos en serio y seguimos con esa estupidez, convirtiendo al cuadro en el auténtico protagonista de la fiesta. Ese cuadro, el dichoso cuadro. Todo lo que un objeto, aparentemente inanimado, puede ocasionar.
El caso es que el olor del baño no se iba, sí es verdad que su intensidad era menor, pero todos los días aparecía pese a que ya no llovía y ningún otro vecino me confirmara que a ellos también les pasaba. Unos decían que podría ser un asunto relativo a que el piso llevaba vacío varios años y otros decían que podría ser que algún animal estuviera muerto, una rata o algo así, en algún conducto y ese fuera el problema. La imagen de un animal muerto me resultó desagradable, pero extrañamente me tranquilizó porque era una explicación con cierta lógica, que es precisamente lo que buscamos cuando no somos capaces de entender o dominar una situación. Pensamos que lo lógico es la solución y a veces es todo lo contrario.
Una noche, una noche de viernes que volví a casa después de cenar por ahí, sentí como que alguien más estaba en la casa. Mientras me bebía un vaso de leche caliente para templarme después de haber estado unos veinte minutos esperando un taxi, fui al baño, me lavé los dientes y me puse el pijama, siempre con la sensación de que alguien más se estaba bebiendo un vaso de leche, lavándose los dientes y poniéndose el pijama. No estaba para nada intranquilo ni nervioso, para nada, sabía que era imposible que alguien más estuviera allí y que si se trataba de un fantasma no tendría que tener miedo a un ente incorpóreo que quizá estaba allí porque se había equivocado de plano astral. Antes de irme a dormir, me detuve unos instantes frente al cuadro, al dichoso cuadro, y lo observé durante unos minutos. En silencio, cara a cara, sin filtros ni tonterías, un duelo de miradas frío y cansado, un diálogo de pupilas donde ninguno decíamos nada. Ella seguía con esa mirada indescifrable, el pato seguía sin mirada de ningún tipo y yo, en pijama, tenía dificultad ya para tener abiertos los ojos. Le dije que durmiera bien y me metí en la cama, con total normalidad, sin nada que pudiese alterar un sueño que, por normal general, lo tengo bastante ligero.
El caso es que cuando oí el ruido, miré el despertador y solo habían pasado treinta minutos. Eran las cuatro y veinte de la mañana y un ruido extraño, como de un mueble que es movido de un lado a otro, me despertó. Primero, permanecí quieto, esperando que se volviese a repetir el ruido, pensando que podrían haber sido los vecinos de arriba que, no sé por qué extraña razón, hacen mucho ruido por la noche, como si montaran y desmontarán los muebles en un intento de pasatiempo infernal. Pero nada, solo reinaba el silencio. Me levanté, hice una rápida inspección ocular, dificultada por las legañas, de toda la casa. Lo vi todo normal y me volví a la cama. Si se produjeron más ruidos o si pasó algo durante la noche es algo que no puedo constatar, solo sé que cuando me desperté a eso de las once de la mañana supe de inmediato que algo había pasado, algo extrañamente inquietante, algo que eliminaría toda la normalidad que podía existir en mi vida. Porque cuando me desperté y miré hacia la puerta, lo vi. El cuadro. Ese dichoso cuadro, mirándome el pato y la chica fijamente, en silencio, no sé si juzgando que me despertara tan tarde o con ganas de poseer mi cuerpo y obligarme a hacer algún ritual. Me entraron sudores fríos y busqué soluciones lógicas, como que soy sonámbulo y nadie me lo había dicho, o que ayer en realidad iba muy borracho y lo descolgué en un arrebato de alcohólica furia. El caso es que estaba ahí, pero mi mente consideró que existía una respuesta lógica y el sudor frío y la respiración forzada fueron desapareciendo hasta conseguir una sensación de calma. Había explicación lógica, solo tendría que encontrarla. Me levanté, cogí el cuadro sin mirarlo y fui al salón. Pero lo que vi fue todavía más sorprendente que el hecho de que un cuadro se descolgase solo y fuera, en plena noche, hasta la puerta de mi habitación. Cuando miré el hueco donde solía estar el cuadro, y vi lo que vi, pensé que no habría ninguna explicación lógica que explicase lo que estaba viendo. No podía ser, no era ni lógico ni nada parecido, ni ilógico ni similar. Era algo tan fuera de lo común que comencé de nuevo a sudar, a respirar aceleradamente y a sufrir una leve taquicardia. Tenía el cuadro en mi mano, lo sentía, sabía que era real que lo tenía, pero también estaba en la pared. ¡También estaba en la pared! Quieto, colgado, inmóvil, con la chica y el pato en la misma posición, ella con la misma mirada y el pobre pato, muerto. Lo repetiré por si no me cree, señor agente, pero el cuadro estaba ahí. ¿Quiere oír algo más? Ambos cuadros no eran igual, porque resulta que en el que yo tenía en la mano, ella tenía la camisa color burdeos, pero en el cuadro que estaba en la pared tenía la camisa de color anaranjado. ¿No le parece una locura? Me quedé tan en shock que decidí no contarle nada a nadie, obviar lo que había pasado y dejar que pasase, que se me olvidase poco a poco. Guardé el cuadro en el armario, me duché, me preparé algo de comer e hice todo lo que había planificado hacer el fin de semana, que básicamente era comer, dormir, leer y ver alguna serie. Pero, como podrá imaginar, la tregua duró poco tiempo, y lo que sucedió durante los siguientes días hasta hace solo una horas viene a explicar que lo que pasa en esa casa no tiene explicación. Pensé que había encontrado la casa deseada, estoy bien en el trabajo, no tengo complicaciones emocionales ni sentimentales y ya había conseguido quitarme esos kilos que me sobraban después de tantos meses. Creía que estaba en un momento perfecto, pero ese dichoso cuadro ha venido para fastidiarlo todo. El cuadro, el dichoso cuadro.
El caso es que la cadena de infortunios que se han venido sucediendo no tienen explicación. El lunes posterior al cuadrogate se rompió el lavabo y, al salir de la ducha, me di un golpe en el meñique del dedo. Llegué tarde al trabajo y me olvidé de que a primera hora tenía un reunión. El lunes empezó mal. Terminó peor porque cuando llamé a la inmobiliaria me dijo que el fontanero iría el miércoles o el jueves, por lo que me he estado lavando los dientes en la cocina. El martes, día dos tras el cuadrogate, la mañana comenzó bien, pero a media tarde me empecé a sentir mal de la tripa y una fuerte descomposición hizo acto de presencia, lo que me tenía más tiempo en el servicio que en mi puesto. Cuando llamé para pedir cita en el medico me dijeron que estaban hasta arriba y que hiciera dieta blanda a ver si se me pasaba un poco. Por la noche cené una sopa de arroz y una manzana, pero seguía yendo al baño con cierta regularidad. El miércoles, perdí las llaves de la moto, olvidé en casa el cargador del móvil, se me abrió el táper y ese día tenía lentejas, y, para rematar, cuando llegué a casa se había estropeado la calefacción central. Y seguía lavándome los dientes en la cocina.
El jueves llamé a primera hora a la inmobiliaria y me dijeron que durante la mañana irían con el fontanero a arreglar el lavabo. El día empezaba bien. Antes de comer me llamaron para decirme que todo estaba arreglado y que la calefacción ya funcionaba. Lo celebré, no podía ser menos. El día transcurrió sin incidentes y, cuando me fui a dormir, recordé que el cuadro primigenio seguía en el armario. Es más, caí en la cuenta de que, en ninguno de los demás días, había mirado al que estaba en el salón. El caso es que me dormí, pero otra vez en mitad de la noche, aquel ruido de muebles moviéndose de un lado para el otro. Me desperté sudando y acelerado, con miedo de mirar hacia la puerta, pero miré y allí no había nada. Me volví a dormir. El viernes y el sábado pasaron sin más historias, pero el domingo tenía mucho que ofrecerme. Y vaya si lo hizo.
Me desperté como mareado y cuando me incorporé, vi que el armario estaba abierto y el cuadro no estaba. ¡El puto cuadro no estaba! Había desparecido, se había volatilizado. No estaba, pero tenía la sensación de que sí, de que seguía allí. Como esa sensación que tienes cuando entras en una iglesia y sientes que alguien te mira. Pues eso. Recorrí los cuarenta metrazos de la casa y no lo vi por ningún lado, pero, señor agente, no se creerá lo que vi cuando me detuve en el salón. El cuadro que estaba en el salón estaba ahora, agárrese…¡colgado junto al otro! ¡Estaban los dos juntos! Estaban los dos juntos, los cuadros, los malditos cuadros. Al echarme hacia atrás, me tropecé con la mesa baja y me caí, con tan mala suerte que me jodí la muñeca. Me dolía, mucho, demasiado para no ser nada. Como pude desayuné algo rápido, me vestí y me fui a Urgencias. Allí estuve unas tres horas y salí con una férula un tanto aparatosa. Llegué a casa y, sorpresa, la calefacción se volvió a estropear, el cacharro de internet no funcionaba y otra vez me empezó a doler la tripa. Decidí que tumbarme en el sofá era la mejor solución, y después de tomarme el antiinflamatorio, me quedé dormido. Cuando me desperté, todo parecía en calma, en paz. Me duché y pasé la tarde leyendo. Por la noche, cuando me metí en la cama, empecé a oír unos ruidos extraños, como si por dentro de las paredes hubiera una familia de quince gatos arañándolas. El sonido era cada vez más fuerte, cada vez más, parecía que los malditos gatos estaban sobre mí, en la cama, mirándome como el gato de Alicia en el País de las Maravillas. Y cuando el ruido era cada vez más grande, más cercano, llamaron a la puerta. Eran las cuatro de la mañana. Las cuatro de la mañana, señor agente. Fui, con mucho miedo, y cuando abrí, vi a través de la mirilla a una señora que me resultaba familiar. Era la chica del cuadro, sin pato, pero la chica del cuadro. ¡La chica del cuadro, señor agente! Y claro, me desmayé. Cuando me desperté, estaba en la cama, los gatos habían desparecido y pensé que todo había sido un sueño.
Ya termino con la historia, se lo resumiré todo. Al día siguiente, lunes otra vez, me robaron la moto, me dijeron que mi puesto no estaba del todo seguro en la empresa, el cajero se tragó mi tarjeta y, por la noche ya en casa, vi que uno de los dos cuadros había desparecido. Pero me daba igual, lo pasé por alto. El martes me cobraron dos veces la factura del teléfono, volvieron a decirme que mi puesto no estaba seguro, discutí con una señora en el súper y por la noche, los gatos volvieron a su rutina de ruidos, pero el segundo cuadro, esta vez, estaba en el baño. El miércoles perdí el metro, llegué tarde, me dijeron que mi puesto no estaba seguro, me quemé la lengua con la sopa, se estropeó la vitrocerámica y cuando vino el de la pizza recordé que no tenía tarjeta y estuve quince minutos buscando dinero para pagar la cena. El jueves, qué podía salir mal, me corté afeitándome, despidieron a dos compañeros y todo su trabajo me cayó a mí por el mismo sueldo, recuperé la tarjeta y un compañero suyo me dijo que la moto había aparecido calcinada cerca de Barajas, me llamaron de la inmobiliaria para decirme que estaría unos días sin calefacción y que me cambiarían la vitrocerámica el sábado, y por la noche, cuando estaba a punto de quedarme dormido, volvieron a llamar a la puerta, pero esta vez no era la chica del cuadro, esta vez era el pato, ¡el pato estaba llamando a la puerta! Estaba ya tan hasta las narices de todo, que no le di importancia, no me desmayé, simplemente me volví a la habitación, pero cuando llegué, el cuadro que faltaba estaba en mi lado de la cama. En mi lado de la cama estaba el cuadro, el dichoso cuadro. Y rompí a llorar, tanto y tan fuerte que mi llanto eclipsaba el ruido de los gatos. Me fui al sofá y dormí allí. Desperté ayer y lo que vi ya acabó con mi bienestar emocional, ya pobre y mermado. Ambos cuadros estaban en el suelo, del revés, y donde antes estaban, ahora estaba escrito lo siguiente: Cuac, cuac y dos veces cuac cuac. Me vestí, pasé de todo, me fui al trabajo, en el metro se me enganchó la mochila en la puerta del vagón, volví a llegar tarde, me dijeron que mi puesto peligraba pero que me hacían jefe de proyecto ya que iban a despedir a otro compañero, pisé y rompí el cargador del móvil, me llamaron del banco para decirme que podía pasar a recoger mi tarjeta antes de las 3 de la tarde o ellos me la mandarían si pagaba el envío. Y cuando llegué a casa, con ganas de meterme en un cajón y no salir en seis meses, tenía una nota del portero en el buzón que decía que a la vecina de arriba se le había estropeado una cañería y que, posiblemente, mi baño estaría lleno de agua. Efectivamente, el baño estaba con un dedo de agua, otro medio dedo en el pasillo. Dejé un mensaje en el contestador de la inmobiliaria, me tomé un vaso de leche y me quedé dormido con la ropa puesta. Y hoy por la mañana, después de recoger todo el estropicio y de hablar con la vecina, salí a pasear y estuve todo el día fuera de casa. Regresé por la noche, a eso de las doce y media, me puse el pijama y me quedé dormido en el sofá. Y a las tres y media en punto, el móvil comenzó a sonar, se encendió la tele con un volumen altísimo, la luz del baño parpadeaba, vi dos patos corriendo para un lado y otro del pasillo, dos patos señor agente, los mismos patos del cuadro. No sé si tiene nombre la sensación de tener un miedo excesivo, pánico quizá, porque eso fue lo que sentí cuando las dos chicas de los cuadros, las dos, aparecieron junto a mí y, con la misma mirada y la misma posición de los cuadros, una con su camisa burdeos y la otra con su camisa naranja, sin ningún pato entre sus manos, me miraron y dijeron al unísono cuac, cuac y dos veces cuac cuac.
Y salí corriendo, como ve, en pijama, deambulando y mirando hacia atrás, buscando dónde esconderme de algo o alguien que no sé si me estaba persiguiendo. Y así es como me encontraron, señor agente, con esta pinta ridícula, con los ojos hinchados de llorar, con sueño, con mucho miedo y con un frío del copón. No quiero volver a casa, y menos solo, pero no porque estén esas señoras allí, porque seguramente no están, ni tampoco los patos, que seguramente todo esto se debe a que me estoy pasando con los antiinflamatorios y esas cosas, lo que pasa es que no quiero volver a casa solo y descubrir que nada ha pasado en realidad, que no existe ni cuadro, ni señora ni pato ni ruidos en la pared y que todo, absolutamente todo lo que ha pasado en estas dos semanas, toda esta mala suerte y pésima dicha, es fruto de algo que me merezco por algo que habré hecho en el pasado. Es decir, señor agente, lo que más me asusta, sin duda, es constatar que me merezco todo lo que me ha pasado porque alguna vez hice algo malo. Es eso por lo que no quiero ir a casa, porque no me gustaría descubrir que lo único cierto de todo es que el karma ha venido para hacérmelo pagar.
Y si todo es verdad, y si esa chica y ese pato existen, pues tendremos que aprender a convivir los tres, no nos queda otra.
Y, ahora, ¿me van a dejar marchar o realmente piensan que estoy loco? No me dejen aquí mucho tiempo, no sea que mis nuevos amigos se preocupen demasiado por mí.
Por Chema Montes