Brevedades improvisadas: Dormir

por | lunes, 22 junio, 2020 | Brevedades improvisadas, Noticias, OCULTO

En este primer lunes de verano Chema Montes nos trae una historia de insomnios, que seguramente con los calores estivales, alguno hemos tenido. Es sí dicen que no podemos sobrevivir más de 11 días sin dormir aunque no creo que nadie quiera demostrarlo, ¿o si? Con esta pregunta os dejo con Dormir de Chema Montes.

Dormir

Sufro de insomnio, sin motivo alguno, sin acusa aparente, sin nada que lo justifique. Ha llegado a mi vida sin que le haya invitado, es la típica visita molesta de domingo por la tarde que amenaza con alargar la merienda y quedarse hasta después de cenar. Sufro un insomnio selectivo, es decir, él decide cuándo tendré dificultades en dormir, qué día me vendría peor y, sobre todo, cuánto tiempo tardaré en dormirme, si es que finalmente puedo hacerlo antes del amanecer. Es un insomnio con inteligencia y vida propia, con capacidad de decisión y que aprovecha la oportunidad de hacerme más daño. Y no lo entiendo, no sé tampoco si es insomnio, porque no he ido al médico, pero Google me dice que tengo todos los síntomas. ¿Quiénes somos nosotros, indoctos en todas las materias, para dudar de tanta sabiduría? Pues eso, que tengo insomnio.

El caso es que cuando me meto en la cama, tengo sueño, me pican los ojos, no aguanto leyendo más de diez minutos, quince en el mejor de los casos. En ese breve rato, me pican las piernas, los brazos, la cabeza, cambio de postura cien veces, me molesta la almohada y tengo que releer varias veces algún que otro párrafo porque no consigo concentrarme. No encuentro la paz necesaria para conciliar con tranquilidad el sueño. Pero llega, o al menos una sensación parecida. Entonces, apago la luz y durante varios minutos me revuelvo otras cien veces hasta conseguir una posición cómoda, posición que tampoco consigo en su totalidad. Y ahí, en ese momento, comienza el calor, la sensación de calor que me sube desde los pies hasta al último pelo de la oreja. Un calor que me agobia, que me hace sacar los brazos y una pierna por debajo del nórdico, que me obliga a dar otras trescientas vueltas sobre mí mismo como creyéndome las aspas de un ventilador. Los picores siguen en aumento.

No cuento ovejas porque siempre lo vi un poco estúpido, sino que hago varias cosas: repaso la lista de cosas hechas durante el día, repaso la lista de cosas que tendría que hacer al día siguiente condicionadas por las cosas que no he hecho durante el día, repaso la lista de cosas que no hice durante el día y que seguramente no haré al día siguiente y que tendría que hacer en un par de días de manera irremediable. Repaso listas mentales de cosas importantes y de cosas inútiles, como la alineación de los futbolistas que más me hayan impresionado, recetas que he leído y que, con total seguridad, jamás haré, canciones a las que cambiaría un par de frases, series de televisión que me decepcionaron, libros que me encantaría haber escrito, lugares que quisiera visitar. Así, durante un buen rato, paso despierto y con calor el tiempo suficiente para desesperarme. Me levanto al baño, hago pis, vuelvo a la cama, pensado en no hacer demasiado ruido. La casa está en silencio y por las ventanas del salón se cuela la luz anaranjada de la noche, dejando entrever el sofá y sus cojines desordenados. Tendría que tener menos cojines, pero eso no importa ahora.

A veces, antes de volver a la cama, me preparo un vaso de leche caliente. Pienso que con la sensación que provoca en mi estómago podré conciliar el sueño. Ese sabor me lleva a la niñez, a esa época sin preocupaciones ni responsabilidades. Beberme ese vaso de leche caliente en el silencio de la cocina, sin remordimiento, sin pensar en nada más, sin pensar en si la leche semi desnatada engorda o no engorda, mirando atolondrado hacia el reloj del microondas. Hace casi una hora que me metí en la cama por primera vez. La noche va a ser larga, otra vez, por este maldito insomnio. Pero de ese momento disfruto, al máximo, porque es el único momento de tregua en toda la noche. Y como si de una rutina insalvable se tratara, el patrón de momentos se repite siempre de la misma manera, siempre igual. Siempre como sigue, como ahora te cuento.

Pienso que ya no me pica nada y que parece que, por fin, me entra sueño. Bostezo un par de veces, la primera apretando la boca, al segunda, abriéndola lo máximo posible. Termino la leche, dejo el vaso en el fregadero, paso por el salón y pienso que tampoco quedan tan mal los cojines, pero que hay demasiadas plantas, que quizá por eso he encontrado alguna que otra hormiga días atrás. Parada en el baño, vuelvo a mear, regreso a la cama, me tapo hasta la cintura porque vengo con el calor añadido de la leche caliente. Consigo tener la mente en blanco unos segundos, cierro los ojos, parece que me voy a dormir, parece que lo voy a conseguir, mi cuerpo se relaja, noto una candidez casi extrema, casi divina, siento incluso cómo los ojos se dan la vuelta y buscan la total oscuridad, el picor de piernas toma cuerpo de ligeras cosquillas, me dejo llevar, estoy llegando lentamente al sueño. Parece que algo llega, que ya está aquí; y yo sigo experimentado físicamente su llegada.

Siento como mis dedos tocan suavemente las teclas de una piano imaginario, mi mente se ha detenido en un tiempo y un espacio de difícil determinación, mis pies bailan agarrados, poco a poco me encorvo hasta adoptar esa postura fetal que nunca perdemos. Ya casi estoy dormido, no soy consciente de lo que pasa a mi alrededor si es que está pasando algo en la negrura de la habitación. Ya casi lo consigo. Me estoy durmiendo, estoy casi dormido. Y de repente, mis ojos se abren, rápidos, frescos, indomables, como si hubieran visto un fogonazo en mitad de la oscuridad. Mi cuerpo vuelve a tensarse, vuelven los picores, el calor, algunas gotas de sudor en la frente. Se acabó, literalmente, todo había sido un amago de sueño.

Siempre lo mismo, la misma situación, noche tras noche, sensación que a veces se prolonga durante tantas semanas que pierdo la noción del tiempo, de la existencia, de los planos temporales. Pero en todos esos desvelos, por encima de todo lo que pueda sentir o experimentar, una idea me tortura más que cualquier otra, más que los picores o el dolor de cabeza que me acompaña durante el día posterior a esa noche en blanco. Que por cierto, no sé por qué se dice noche en blanco cuando una parte importante de toda la actividad sucede en la más completa oscuridad. En fin, que la idea que más me ronda y agujerea es que, pese a estar tanto tiempo despierto y lúcido, realmente estoy perdiendo el tiempo. Porque no hago nada de provecho durante todo el rato que sufro por no quedarme dormido y pienso, además, que al día siguiente poco podré hacer porque estaré totalmente reventado y cansado, de mal genio y sin apetencia alguna por la vida en general ni por cualquiera de sus manifestaciones. Una pérdida de tiempo que, en términos absolutos, se mide en un desperdicio de creatividad incomparable. Pero, amigo mío, eso cambió hace unas semanas, cambió por completo de una manera importante, radical, espectacular. ¿Tienes tiempo? Porque si tienes tiempo puedo contarte todo lo que pasó a partir de aquella noche, aquella que suponía la tercera casi sin dormir y que cambió tanto mi vida que hoy estoy aquí, delante de ti, contándote todo esto. Veo que tienes tiempo porque no te has movido, así que allá voy.

El caso es que, como te comentaba, era la tercera noche sin pegar ojo, o más bien, pegándolo unas dos horas y poco cada noche. Estaba desquiciado, ya no sabía si la ingesta de pastillas de melatonina acabaría por provocarme dependencia y con la firme convicción de que, tras mucho meditar, los actores que salen en los anuncios de esas pastillas realmente no sufren de insomnio, ni tan siquiera eventual. El caso es que, esa noche, ya no sabía qué hacer. Me picaba hasta el alma, ni dándome la vuelta en el colchón y poniendo la cabeza donde los pies y los pies donde la cabeza, conseguí encontrar la posición perfecta. Anduve contando los pasos que separan el baño del ventanal del salón, del ventanal del salón al la terraza de la cocina, de la terraza de la cocina al estudio y del estudio al baño. Hice ese camino, creo, cuatro veces, pero perdí las ganas de contar los pasos a mitad de camino y me puse a pensar en otras cosas. Como por ejemplo que si cambiaba de posición los cojines del salón, parecería más grande. Y los cambié varias veces, coincidiendo en el camino que iba del ventanal del salón a la cocina. Al final los dejé como estaban al principio, pero me puse a pensar en fundas de otros colores, quizá con estampados, o puede que lisos, pero de colores más cálidos. Lo más sorprendente de ese pensamiento es que jamás lo había tenido antes, nunca antes me había parado a pensar en los malditos cojines del sofá y, mucho menos, en colores cálidos, fundas y estampados. La creatividad ya estaba llegando, ya estaba aquí. Dejé de caminar y revisé el salón como si en los ojos tuviera un escáner. Y decidí que había cosas que no podían seguir de la misma manera, que era todo un dislate, una locura, una aberración. Y entonces, con el sigilo de una pantera hambrienta, cambié uno a uno todos los libros de las dos estanterías, ordenándolos por orden alfabético y de más grande a más pequeño. No contento con eso, además, fui dibujando a lápiz en la primera página una estrella en los que me habían gustado mucho, un cuadrado en los que me habían convencido y un círculo en los que no me habían gustado. Sabía que después tendría que explicar esa clasificación, pero me daba igual, estaba totalmente desatado. Mi segundo objetivo fueron los cedes de música, porque todavía tengo una simpática colección de cedes. Los clasifiqué no por géneros ni por cantantes, sino por procedencia geográfica de los artistas. Así me di cuenta de que tengo mucha música norteamericana, seguida de española y varios discos de otros países. Después de hacerlo pensé que no me gustaba ese nuevo orden, por lo que hice una nota mental para ordenarlos por géneros en la próxima noche de desvelo. Y ya para terminar en el salón, y como te digo, con el sigilo propio de los aparatos de aire acondicionado caros, reordené las plantas que estaban en el suelo, bajo el ventanal, y las coloqué en semicírculo, poniendo las más grandes detrás y las pequeñas delante. Terminé mi misión y eran solo las dos de la mañana, tenía mucha noche. ¿Te imaginas qué hice después? Prepárate porque te sorprenderá.

Fui a la cocina. ¿Recuerdas que te había comentado que muchas veces hacía una lista mental de recetas que quería hacer y no había hecho? Pues esa noche aquello iba a cambiar. Busqué en las notas del móvil un par de recetas que pudiera hacer con lo que tenía en la nevera. Y con un poquito de aquí y un poquito de allá, una pizca de esto y unos gramos de lo otro, preparé comida suficiente para meterla en cuatro tápers para el trabajo y una crema de verduras que me duraría un par de días. Estaba tan contento que incluso me felicité en voz alta, y me di las gracias por la felicitación que previamente me había dedicado. Una cosa es estar un poco loco y otra bien distinta es perder los buenos modales. Eso jamás, ¿no te parece? Y lo que te digo, parecía un ninja, no hice ni un solo ruido. Y solo eran las 4 de la mañana, me quedaban cuatro horas para apagar el despertador, ducharme, desayunar e ir a trabajar. Pensé en meterme en la cama, pero recordé que llevaba tiempo pensado en organizar la mesa que tenía en el estudio y que uso para trabajar a veces y otra veces para escribir, ya sabes que soy periodista y estoy metido en ese libro del que te hablé. ¿No lo sabías? Bueno, pues eso ya te lo contaré, recuérdamelo el próximo día que hablemos.

Y eso, fui al estudio. Encendí el flexo para no gastar mucha luz, que una cosa es no dormir y otra, bien distinta, derrochar energía. Y me puse a cambiar la mesa, lo que tenía encima. Entonces, puse la impresora sobre una estantería baja, limpié la pantalla y el portátil, anoté en la lista mental que tenía que comprarme una nueva alfombrilla para el ratón pero como pensé que se me podía olvidar, encendí el móvil y la compré directamente. Y ya que estaba en esa web, compré también un nuevo ratón, más ligero, varios cartuchos para la impresora que estaban de oferta y un par de libros que tenía vistos desde hace un tiempo. No sé, serían como las cinco y, como no tenía nada de sueño, aproveché para limpiar de bártulos los cajones de la mesilla, reservé un hotel en Granada solo porque estaba bien de precio (días después lo cancelé porque no tenía intención de ir), escuché algo de música y organicé los papeles que tenía sobre la mesa. Fue en ese momento, quizá por la poca luz, que sentí un picorcillo de ojos muy jugoso y dulce, y pensé que quizá sería buena idea lo de meterme en la cama a ver qué pasaba, a ver si por una milagro terrenal conseguía quedarme dormido. Miré el reloj del móvil y eché cálculos sobre el tiempo que conseguiría dormir si me quedaba dormido en breve. La cuenta era deprimente, pero lo intenté. Y, oye, atención, flipa, me quedé dormido, profundamente. Ni picores, ni sudores, ni ojos abiertos de par en par. Cuando sonó el despertador estaba tan relajado que parecía que había dormido catorce horas seguidas. Yo sabía que no era así, pero lo sentí, estaba descansado y pletórico. Entonces me levanté, me duché, desayuné, me congratulé con los cambios que había hecho durante la noche y empecé a pensar que, si me volvía a pasar, ya sabía en qué podía aprovechar el tiempo.

Y eso fue lo que hice durante las siguientes semanas de insomnio, de dulce, dulce insomnio. Aprendí, al menos, diez nuevas recetas aprovechando siempre lo que tenía en la nevera o lo que ese día había comprado, desarrollando una técnica infalible para preparar los tápers del trabajo para toda la semana y, atención, dejar más o menos preparadas las cenas de unos cuantos días. Antes de todo eso, comía siempre en el bar y mal cenaba lo que pillaba. Ahora, invito a mis amigos a cenar casa, con eso te digo todo. También compré unos cedes que me hacían falta para completar varias colecciones, cambié las fundas de los cojines y, atención, ¡compré más cojines! Ahora tengo cinco, ¿qué te parece? Si te guiño el ojo es porque busco tu complicidad, que es posible que no conozcas estos códigos. Ya te los iré explicando. Decidí llevar todas las plantas a la oficina y compré algunas nuevas, varios cactus, un poto y una Plectranthus verticillatusuna, es decir, una planta del dinero, porque aunque, por suerte, no me hacía mucha falta, pensé que un poco más podría venir bien. No te compres una, no funciona, es un fake. Fui dejando el salón precioso, no me importaba no dormir, al día siguiente no estaba de mal humor, incluso empecé a echarme una siesta breve en el trabajo para compensar. Dejé de tomarme las pastillas. Una vida totalmente nueva, nocturna, como cuando era joven y dormir me parecía un insulto. Una locura, ya lo sé, pero no quedó ahí la cosa.

Decidí meterme en el rollo de la decoración y aproveché esas noches de desvelo para hacer un cursillo de decoración de interiores. Aprendí lo básico sobre ese arte, compré algunos muebles de segunda mano, les di una mano de pintura y transformé mi sobrio estudio en uno más moderno y llamativo. Todo con estas manitas, sí, sí, con estas manitas que estás viendo. Cambié la silla, volví a reservar en el mismo hotel de Granada y para no echarme atrás, compré billetes de tren. Me vendrían bien uno días de relax, ¿no te parece? Pero no quedó ahí la cosa, me dio por pintar las paredes. Sí, como lo oyes, fui pintando las paredes de toda la casa con mucho mimo pues pensé que una buena mano de pintura blanca haría que pareciese más espacioso. Y seguí con esas reformillas, monté un par de nuevas estanterías que compré varios meses atrás pero que todavía no me había atrevido a montar. Pero lo más curioso de todo es que me compré una guitarra y un piano eléctrico y todas las noches desde entonces practico para aprender a tocarlos. Veo vídeos en Youtube y me imprimí, en el trabajo porque así ahorraba en tinta, algunas partituras, las cuales sigo sin entender, pero quedan realmente bonitas sobre la mesa. Mi plan es aprender algunas canciones míticas y deleitar a mis invitados en una de esas cenas que ahora preparo. Claro, dirás que todo eso no se puede hacer sin ruido, pero te aseguro que sí, o al menos eso creo, porque fíjate que ningún vecino se me ha quejado. Bueno, puede ser también porque los de al lado son un matrimonio mayor que no sé cuál de los dos está más sordo, en el piso de abajo no vive nadie y en el de arriba vive alguien, creo, porque jamás he visto a nadie. Pero sé que vive alguien, lo sé porque a veces oigo pasos.

No dormir ha cambiado mi vida, quién me lo iba decir, ¿verdad? Yo quejándome de que no dormía y resulta que no dormir me hace hacer cosas increíbles, como hablarte a ti, un cactus, que no sé de dónde has salido ni qué haces en mi cama, pero ya que estabas aquí pues tenía que contarte todo esto. No le había contado a nadie nada de esto, pero te he visto aquí, apoyado en la almohada, callado, mirándome fijamente, como esperando que te dijese algo, quizá sorprendido por estar en una cama siendo un cactus, que no he podido reprimirme. Por cierto, son las tres y cuarto de la mañana, al guiso de pollo a la sidra le faltan unos quince minutos, si no tienes nada mejor que hacer, podemos comerlo. También he hecho pan y una macedonia de fruta. ¿Tienes hambre? Y si te parece, después me puedes ayudar a mover el sofá, que lo quiero cambiar de sitio, la tele donde el sofá y el sofá donde la tele. Y a montar la nueva silla del estudio, que ayer regalé la otra y todavía no he montado la nueva. ¿Se te dan bien este tipo de cosas? Porque quiero cambiar los leds del baño y me vendría bien tu ayuda.

Pensarás que estoy loco, pero creo que llevar tanto tiempo despierto me ha cambiado por completo, me ha cambiado la vida, me hace ser mejor persona. Ay sí, perdona, tranquilo, ahora me visto, seguro que te incomoda que esté desnudo.

Y no me tomes por loco, simplemente por un lúcido algo trastornado.


Por Chema Montes

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