Brevedades improvisadas: Burbujas
Volvemos a tener con nosotros a Chema Montes con un nuevo relato. Esta vez trata de un tema tan complejo como la pérdida de un ser querido y lo hace de una forma preciosa. Seguro que a todos este relato os hará pensar en algún momento parecido o en alguien que ya no está. Y sin más preámbulos os dejo con Burbujas de Chema Montes.
Burbujas
Mi abuela siempre intentaba explicarnos la realidad de una manera simple y práctica, pedagógica, decía que aquello que no tenía una explicación sencilla era porque, simplemente, ni tenía una explicación ni merecía tenerla. A veces recuerdo el día que nos explicó, utilizando una esponja un poco mojada y unos discos negros con cierto peso, el por qué de la inclinación de la torre de Pisa. A mis primos y a mí, que en ese momento se nos abría un mundo de oportunidades para lanzarle preguntas e intentar comprender aquello que ante nuestros ojos sucedía, nos encantaba que nuestra abuela nos acercase un conocimiento que no encontrábamos en otro lado. Era una adulta que no nos trataba como niños porque era una adulta que seguía siendo una niña curiosa. Sabía cómo tenía que hablarnos porque ella se hablaba de la misma manera. Otra vez, recuerdo que era verano y me había raspado una rodilla, nos explicó con unas bolas de pimienta blanca y unos cuadrados casi perfectos de pimiento rojo cómo se desarrolla el proceso de cicatrización y cura de una herida como aquella. Éramos científicos descubriendo cómo se formaban las costras y no había para nosotros momento más maravilloso que aquel. Y siempre, fuese lo que fuese lo que nos quisiera explicar, empezaba diciendo que lo que nos iba a contar era algo muy fácil de entender, pero que si no lo entendíamos no sería por nuestra culpa, si no lo entendíamos era porque el mundo de los adultos es demasiado complejo y a veces, no sabía por qué, se complicaba más de la cuenta. Mi abuela tendría sesenta y pocos años en aquella época, pero parecía una más de nosotros.
Mi abuela siempre tenía una frase para cada momento, una frase o bien terapéutica o bien una frase que sirviese de explicación. Fue nuestra abuela quien nos explicó que las moscas, aunque nos pudiera parecer lo contrario, son extremadamente limpias y cuando se frotan las patas no es porque estén planificando un ataque, sino porque están limpiando a conciencia sus sensores olfativos. También nos contó, utilizando un cazo y unas cucharas, cómo se producía la lluvia precisamente un día que nos quedamos sin ir a la piscina porque al verano le dio por inventarse una tormenta. Y fue la primera persona que, sin ningún tapujo, nos contó, en un lenguaje que todavía hoy recuerdo, que el hombre viene del mono y que el asunto ese de la manzana y los siete días de creación es simplemente eso, un asunto, algo que no se puede explicar porque realmente no tiene explicación. Mis primos y yo íbamos por aquel entonces al mismo colegio religioso y para nosotros fue, más que un choque, una absoluta revelación, una que nos trajo algún que otro problema y alguna que otra visita de nuestros padres para hablar con los profesores. Pero mi abuela siempre nos decía que la idea más valiosa que podíamos defender, aquella por la que daríamos todo, es la idea que nosotros nos hemos creado. Nos decía que no dejáramos que pensaran por nosotros ni que nos dijeran qué teníamos que pensar. Siempre nos decía que pensáramos, que todo lo demás vendría solo. Mi abuela nos enseñó a pensar, a interpretar la vida, a entenderla. Por eso, a día de hoy, todavía le guardo rencor por morirse, porque no nos dijo jamás qué explicación podríamos encontrar en su muerte, en su desaparición. No nos enseñó a afrontar su pérdida porque, creo, que le aterraba la idea de marcharse y dejar de ser, de estar, de existir. Le tenía miedo a la muerte porque no podía explicarla. Le tenía miedo a desvanecerse.
En aquellos veranos en el pueblo ella era nuestra adulta de referencia, quien nos tenía que cuidar, quien nos alimentaba y quien se desvelaba por nosotros. Nuestros padres se quedaban en la ciudad para trabajar y sólo estaban con nosotros los fines de semana o cuando ya tenían vacaciones. Eran semanas de absoluta libertad, jamás he vuelto a sentir algo parecido. Recuerdo la única vez que nos habló de la muerte, de cómo naturalizó algo tan traumático para los occidentales, de cómo simplificó esa experiencia tan traumática. Aquella mañana no oímos el ajetreo de todos los días en la cocina y pensamos que se había olvidado de prepararnos el desayuno. O que había salido a comprar porras, que se había encontrado con alguna amiga con la que llevaba hablando un buen rato, que se daría cuenta de que podríamos despertarnos en cualquier momento y que volvería corriendo a casa con la camisa manchada del aceite de las porras, con sus ojos azules abiertos por la urgencia, el moño blanco habría perdido por las prisas su perfecta rectitud y quizá el sudor se mezclaría con ese olor a jazmín que siempre pensé que le salía de dentro, de la propia sangre, que había nacido con ese olor como quien nace con un dedo más. Ese olor era un apéndice de su cuerpo, una seña de identidad. Ese olor era ella.
Recuerdo entonces que bajamos a la cocina y allí estaba ella, sentada en una pequeña banqueta de madera y mimbre, la misma en la que ahora estoy sentada; su silla favorita, su silla de laboratorio, el atril desde el que nos explicaba el mundo. Allí estaba quieta, quizá demasiado para tener vida, quieta y rígida, con la mirada clavada en la puerta de la alacena. Demasiado inmóvil, como detenida en el tiempo y en el espacio, como aquellos mamuts que habían permanecido congelados miles y miles de años. Mi primo pequeño se le acercó y le tocó un brazo.
?Abuela, ¿estás despierta?
Y la abuela despertó. Se giró, estaba llorando, pero no recuerdo que tuviera lágrimas. Nos sonrió, pero no recuerdo ver ese gesto. Nos habló, pero no recuerdo su voz. Aquella mujer no era mi abuela, se le parecía, olía como ella, pero no era nuestra abuela, era una extraña que llevaba su ropa. Esa extraña nos dijo que estaba bien, algo cansada, y se puso a prepararnos el desayuno. Pero no, no era nuestra abuela, no lo era, no la reconocía en los gestos, sus movimientos eran pausados, no recordaba dónde estaba el bote de Cola Cao ni dónde el tostador. Puso vasos de cristal en vez de tazas, no puso servilletas, derramó la leche en la encimera. No era nuestra abuela, aquella mujer era una caricatura patosa de la verdadera. Entonces me levanté, me acerqué a ella y le pregunté si se encontraba bien, si quería que le ayudáramos. Le pregunté si estaba resfriada porque una vez nos dijo que cuando te resfrías está un poco atontado. Se rió y me dijo que estaba todo bien, consiguió volver a ser ella y nos sirvió el desayuno. Todo parecía aparentemente normal pero ya todo era diferente. Algo se había quebrado y no se podría reparar, algo había desparecido y no podríamos encontrarlo de nuevo. Nuestra infancia libre terminaba en ese momento pero no supimos darnos cuenta. Nuestra abuela dejaría de existir y nosotros sólo nos preocupábamos de no quemarnos con la leche.
Pero aquel desayuno duraría más de lo habitual, creo que duró toda la mañana porque nos recuerdo en pijama demasiado tiempo. Aquella mañana no salimos de la cocina y fuimos testigos de la última explicación que nuestra abuela fue capaz de darnos. Aquella sería la última clase, lo supimos de inmediato. Aquellas serían las últimas palabras, su última enseñanza. Tenía doce años pero recuerdo cada cosa que nos dijo. Recuerdo su voz, algo ya lejana, pero la recuerdo. Y la recuerdo porque días después volvimos a casa, el verano se terminó y nuestra infancia se terminó. No volvimos a verla, ni volvimos a esa casa, ni volvimos a ser y durante mucho tiempo fuimos incapaces de entender la vida porque perdimos a quien nos la explicaba. Todo se volvió gris durante algún tiempo. La vida dejó de oler a jazmín.
Recuerdo que se volvió a sentar en esta silla y nos miró mientras terminábamos el desayuno. Todos estábamos en silencio, esperando que nos dijera algo, que nos contara alguna historia, que nos explicara por qué a veces el cerebro se olvida de dónde se guardan las galletas. Pero no nos dijo nada de eso, simplemente empezó a hablar en voz alta, mirándonos pero sin vernos, hablándonos pero sin dirigirse a nosotros. Quizá me haya olvidado de alguna frase o de alguna expresión, puede incluso que con el tiempo haya mezclado lo que recuerdo con lo que recuerdan mis primos y se haya alterado un poco lo que puedo rememorar de lo que contó, pero me atrevería decir que lo que voy a escribir ahora es lo mismo que nos dijo ella aquella mañana. Empezó diciendo que la vida está llena de burbujas y a nosotros nos pareció que era la mejor manera de empezar su última explicación. Y realmente lo fue.
«La vida está llena de burbujas. La vida en sí es una burbuja, algo frágil y volátil, compuesto de cosas frágiles y volátiles, que tiene un significado frágil y volátil. Todo está lleno de burbujas y todos, en nosotros mismos, estamos hechos de burbujas. La naturaleza está hecha de burbujas, las gotas de lluvia, el correr de los animales, el cauce de los ríos, la rigidez de las montañas, la aridez de los desiertos. El sonido, la luz, la música, burbujas… burbujas. Todo en la vida es una grande y compleja burbuja que se sabe frágil y volátil. Todo lo que esté compuesto de burbujas algún día dejará de estar presente y vivirá en el almacén de las burbujas recordadas. Hasta echar de menos, eso que hacemos incluso de manera inconsciente, está compuesto de burbujas. Porque recordamos a las que ya no están y las que sabemos que no volverán, porque las burbujas nacieron para morir un día. Como la vida. Como la naturaleza. Como nosotros.
No las vemos, pero están en todas partes. Nos forman y conforman desde lo más profundo de nuestro ser hasta lo más visible de nuestra personalidad. Respiramos gracias a las burbujas, pensamos gracias a las burbujas, movemos las manos o las piernas gracias a las burbujas. Nuestro organismo existe por las burbujas y por eso está condenado a ser algo frágil y volátil, con tendencia predestinada a desaparecer, a romperse, a no ser nada. A ser olvido. A dejar de existir, como una burbuja que se eleva hasta que una brisa mínima la explota. ¿Dónde van las burbujas que dejamos de ver? ¿Dónde las podemos encontrar de nuevo? ¿Por qué no podemos ser burbuja una y mil veces?
Estamos hechos de burbujas. El amor es una burbuja que nos levanta y nos arrastra. Los pensamientos son burbujas, la envidia una burbuja que nos hace imperfectos y la ira una que nos convierte en seres despreciables. La bondad, una burbuja de la que todos quieren abusar, la empatía, una burbuja que nos hace sobrevivir. Todo son burbujas, todas nuestras emociones, nuestros sentimientos se crean a partir de burbujas, aunque pensemos que las creamos nosotros. No, nosotros no hacemos nada, simplemente existimos porque ellas nos dejan existir. No seríamos nada sin esas burbujas. No seríamos ni una simple idea, seríamos únicamente sombra.
El problema de las burbujas es que tienden a desaparecer, como frágiles y volátiles. Su ciclo vital es como el nuestro, quema etapas con la misma rapidez a la que lo hacemos nosotros. Nacen, crecen, se reproducen, mueren. Y se olvidan. Será por eso que nosotros hacemos lo mismo, porque somos burbujas. Nacemos siendo una pequeña y débil y necesitamos de otras para crecer con normalidad, necesitamos que otras burbujas nos protejan. Pero éstas desaparecen y nos quedamos solos, teniendo que ser fuertes, creyendo que no somos ni frágiles ni volátiles, creyéndonos, quizá para sobrevivir, la burbuja más fuerte y especial que existe. Pero sólo somos una más. Crecemos, por tanto, porque es lo que nos toca hacer. Y más tarde, cuando las burbujas de nuestro cuerpo y de nuestra mente saben que han hecho todo lo que tenían que hacer, que han dado todo cuanto tenían que dar, que ya no hay motivo alguno para seguir siendo burbuja, deciden, por su propia voluntad, marcharse. Pasar de ser burbuja a ser gas, y pasar de ser gas a ser olvido. Deciden, simplemente, morir. Adiós, burbujas de mi ser, adiós y buena suerte, buen viaje. No sé si volveremos a encontrarnos, pero ha sido una experiencia bonita. Adiós, burbujas, adiós.
Todo lo que nos rodea está compuesto de burbujas. Incluso esta silla, esta en la que reposan todas mis burbujas, no se pueden ver pero están. ¿Y dónde no? Pero ser conscientes de que somos burbujas no explica el por qué, no lo hace de una manera que todos podamos entender, que todos podamos comprender. ¿Por qué estamos hechos de burbujas si las burbujas son frágiles y volátiles? ¿Cómo le podemos explicar a un niño que en algún momento las burbujas que forman a sus abuelos o a sus padres deciden cumplir antes de tiempo de su ciclo vital? No sé cómo explicar en palabras que se puedan entender que, en algún momento, todos nos iremos, sea cuando nos toque o cuando no. El caso es que tengo dentro de mí una burbuja grande, negra, hostil, cabrona, que ya no amenaza con destruir a todas las demás, porque eso ya lo ha hecho. Simplemente me recuerda cada día que cada día que pasa la burbuja que soy está cada vez mas difuminada, está a punto de explotar. ¿Cómo podría explicar algo tan complejo de comprender, de asimilar, de compartir? ¿Cómo explicar que las burbujas de mi tiempo son cada vez menos en cantidad y calidad? Que cada vez me quedan menos. Que ya soy una burbuja que es recuerdo.
La vida está hecha de burbujas. Nosotros somos una de ellas. Nosotros seremos una de esas que recuerdan. Somos burbujas, nada más. Simples burbujas. Simples. Frágiles. Volátiles. Burbujas»
Y entonces nos miró, uno a uno, a mí y a mis primos. Y nos miró en silencio, como queriendo aprenderse de memoria cada una de nuestras facciones. Como si de ello dependiera algo que no acertábamos ni comprendíamos. Así estuvo unos segundos que se me hicieron años. En silencio, sonriendo, con la mirada clavada en nosotros. Con las manos clavadas en esta silla en la que hoy te intento dormir, tú, mi burbuja, mi primera burbuja, compuesta de todas las mías, de todas las suyas, compuesta de burbujas que son promesas de vida. Aquella mañana perdimos para siempre a mi abuela, aunque siguiéramos viéndola hasta el final del verano. Nunca fue la misma. Murió tres meses después. No hubo despedida. No hubo nada. Pero hoy, veinte años después, sigo sintiéndola, sigo sintiendo sus burbujas. Sigo aprendiendo y pensando porque fue lo que ella nos enseñó. Su memoria es una burbuja dura, permanente, eterna. Como lo es ella.
Ahora comprendo que aquella mañana no intentaba hacernos comprender la vida sino que intentaba explicarse la única cosa que era incapaz de entender por sí misma. Quería explicarse por qué tenía que marcharse, por qué tenía que acabar todo, porque sería la última vez que nos veríamos. Intentaba explicarse la vida para irse en paz, no para explicárnosla a nosotros. Porque como siempre decía, aquello que no tiene una explicación sencilla es porque, simplemente, ni tiene una explicación ni merece tenerla.

Y a la vida, querida burbuja, no hay quien la comprenda.
Por Chema Montes