Autor del mes: Tery Logan y Rubén Arnaiz

Este mes tenemos a falta de un autor tenemos a dos, pero la explicación es sencilla ambos son los autores de Púrpura una colección de cuyo nexo es la situación de la mujer en el mundo actual. Por ello, este mes es el más adecuado para tener con nosotros una parte de ese libro. Deseando que en un futuro no sea necesario estar recordando la situación de desigualdad de la mujeres porque sea algo de tiempos pretéritos. Así que sin más preámbulos damos paso a presentar a Tery Logan y Rubén Arnaiz.

Tery Logan

Nacida en Madrid (España), Tery Logan es escritora de relato, novela y cuento infantil, además de guionista de cine y argumentista de series de ficción así como dramaturga. Los géneros que más trabaja son el terror, el criminal y policíaco, el drama y la comedia.

Ha trabajado como diseñadora de salas de escape room y juegos de cluedo en vivo. Sin duda, se trata de una polifacética profesional de la escritura que también es locutora y máster en Criminología y Criminalística.

Recibió en 2018 Premio a Mejor Guion Original por su petit fil Ma Belle en el New York Film Awards. Ha publicado Relatos de una Logan, ¿Qué piensan los hombres?, Escape Room: el libro. Morir dos veces y Púrpura.

Actualmente está preparando nuevos proyectos tanto literarios como cinematográficos. Síguela en www.terylogan.com

Tery Logan

Rubén Arnaiz

Nacido en Madrid el 16 de Diciembre de 1981, estudió guion y dirección en Centro de Artes y Técnicas Audiovisuales, pero no se licenció.

Comenzó a escribir, dirigir y producir cortometrajes en 2007 hasta dar el salto al cine en 2015 con Política Correcta, que produjo.

Debutó como director en 2016 con Erial, película que aun puede verse en Amazon Prime Video (en EEUU y Reino Unido) a las que siguieron Maleza (actualmente en Festivales y en venta) y Tantum, en post-producción.

Púrpura es su primer libro de relatos, co-escrito con Tery Logan, y prepara nuevos proyectos literarios para 2021.

Rubén Arnaiz
Rubén Arnaiz

Tras este breve repaso por la trayectoria de nuestro coautores de Púrpura, ha llegado el momento de darles la palabra. Y para ello, ha decidido decantarse por un par de fragmentos de Púrpura, en concreto las primeras páginas de dos de las historias que componen el libro. Así que disfrutar de la imaginación de nuestros autores y de estos relatos de un futuro lejano o no tanto.

HIJOTECA

Primera parte

Los señores Árido acercan su pulsera de color oro —porque son clientes Premium— al lector de la pantalla gigante con ruedas que hay en la entrada y este les da acceso al ascensor de alta velocidad, al final de un interminable pasillo. «Abróchense los cinturones», advierte la voz robótica de Jimmy, el vigilante auxiliar del módulo azul de Niñolandia, cuando estos se adentran en él.

El señor Árido no mide más de un metro con sesenta centímetros. Su mujer, diez menos. Son orondos y tienen cara de buenas personas. Entre que son añejos —más de cuarenta y cinco años— y que les gusta el buen comer, tener un bebé no es su don natural precisamente —o eso les dicen los médicos. Por el interés, te quiero Andrés—. Pero, como son bien mandados y de carácter más bien apocado, acatan las órdenes de su guía y se introducen en el elevador. Acto seguido, la cuenta atrás de la grabación, junto con el conveniente aviso de Jimmy de que se agarren fuertemente a las barras laterales, anuncia el inminente despegue del deslizador vertical. El vigilante pulsa el botón y salen disparados.

De alterarse el sistema, los efectos causados por la velocidad del artefacto podrían ser devastadores —y vaya si lo fueron durante las pruebas, en las que murieron decenas de parejas estériles—, ya que la altura del laboratorio al que se dirigen es imposible de vislumbrar. Precisamente debido a la superpoblación —ironías de la vida para los clientes de Niñolandia, que no pueden contribuir a elevar las cifras de neonatos—, por su escasez, los terrenos se cotizan cada vez más y las empresas, establecimientos y viviendas crecen a lo alto. «Ladrillo vertical» se llama.

El clinc junto con la luz que enmarca la planta mil ciento cuarenta y seis en el panel, les invita a abandonar el artilugio. Jimmy no se despega de ellos. Todos los extras van incluidos en el paquete —incluido el propio Jimmy las veinticuatro horas del día dentro del recinto—. La emoción es tangible en el matrimonio. Por fin van a recoger a su bebé varón —de ahí que este módulo sea del correspondiente color azul—. Pero, antes de realizarles la entrega, el supervisor comprueba en la base de datos del sistema que los señores Árido han firmado las correspondientes hojas de los diversos contratos —letra pequeña incluida—, además de haber realizado el primer desembolso en efectivo. Doscientos cincuenta mil euros para arrancar. A capón. De vellón. El otro tanto va financiado. Todo está correcto y Jimmy, tras el beneplácito de su supervisor, les guía hasta la compuerta de recogida de bebés.

El interlocutor de la pared suena. Beep. Jimmy teclea el código de verificación habilitado para el personal y un sonoro sistema de centrifugado da comienzo al otro lado. «Son los últimos ajustes según las preferencias que marcaron en sus casillas», les indica Jimmy a los señores. Mientras que los cuestionarios iniciales se referían al sexo del bebé, color de piel, o de ojos, etc…, los que les dieron a cumplimentar una vez superadas todas las fases del procedimiento se referían más a rasgos de personalidad, habilidades y dones —porque ¿quién no quiere un niño superdotado con predisposición para el aprendizaje de idiomas y habilidades sociales aceptables y efectivas? Desde luego, los señores Árido sí, que para eso pagan lo indecible porque serán infértiles, pero no pobres—.

Y entre un «¡uy, qué nervios!»de ella, a lo que Jimmy responde con un «ya verán qué bien que continúa con un pues sí, estoy que ni me lo creo»del señor Árido y se remata con un «¿Han pensado cambiarse el apellido ahora que ya lo tienen?»de Jimmy, el sistema ha concluido el proceso. Y como si de una chocolatina de máquina de vending se tratara, un paquetito que apenas abulta —desde luego, no parece que lleve un niño dentro—, sale disparado en horizontal y cae al suelo. ¡Pop! Antes de que se desconcierten aún más, Jimmy les explica a los señores que, de primeras, el niño viene liofilizado —como antiguamente la comida de los astronautas, sí—. «Hay que cuidar el medio ambiente más que nunca y ahorrar espacio», añade con su voz de robot. Y a los señores Árido les parece más que razonable lo que les dice y sonríen.

El lacito —azul celeste, a juego con todo a su alrededor— es una monada. Tanto, que lo guardarán de recuerdo. El material de la caja es una maravilla. Blando, pero a la vez resistente, para que el bebé no sufra daño alguno. Jimmy les invita a hacer los honores y el señor Árido se ofrece, valiente. «Sin miedo», le dice. El hombre desarma la caja con sus manos rechonchas —a juego con el cuerpo— y saca del interior lo que parece un balón de playa desinflado —igual de desinflado que él en estos momentos—. Jimmy, que para ser un robot, está en todo, les anima a que luzcan su mejor sonrisa para inmortalizar el momento del nacimiento de su primer varón. «Pío, pío. ¡Miren al pajarito!». Y con el mismo truco de los magos, Jimmy consigue desviar su atención e, incluso, modificar su estado de ánimo. «Si la situación no marcha, coge tú las riendas», le decían durante su formación, poco después de nacer en la empresa. Y a Jimmy se le daba bien.

Les comenta que la impresión y el marco que les enviarán a casa también van incluidos en el pack —porque son Premium—, y ellos tan felices. El efecto soufflé del señor Árido ha desaparecido y cuenta con otra disposición. Antes de ensamblar al bebé, los señores Árido se besan de la emoción. Algo light. Sin pasarse. Un piquito —que son apocados—. Y es la señora Árida quien ahora da el paso para proceder al insuflado. Cuestión de coser y cantar, que para eso Niñolandia es la mejor empresa de fabricación de bebés —montaje incluido—. Las extremidades se fijan fácilmente al cuerpecito. Clic. Clac. Lo último, como siempre, la cabecita. Con cuidado. Y una vez que está el niño luce perfecto, Jimmy avisa por interlocutor para que activen al niño desde la central.

¡Pop! La palomita de maíz ya está lista y echa a berrear. A sus papás se les cae la baba. Y Jimmy les entrega un paquete de tamaño grande que contiene un carricoche, pañales, leche en polvo, mantitas, biberones y chupetes para parar un tren y lo más importante: el manual de instrucciones del niño. Todo fácilmente desmontable y biodegradable. Felices, los señores Árido abandonan el módulo azul acompañados de Jimmy, siempre con una amable sonrisa en su robótico rostro. Ya tienen un niño y una deuda de unos cuantos ceros, pero es que merece la pena ser Premium. «Para cualquier duda, llamen al teléfono del dorso del bebé», apunta Jimmy mientras se despide moviendo la mano como lo que es: un robot.

DESPERTAR

Luna, con solo seis años, ya sabía lo que era el miedo, el hambre y el frío. Dormía sobre una cochambrosa puerta de madera medio hundida en un lodazal, aferrada con fuerza a su osito tuerto, Max. Y es que, a pesar de la situación, sabía que con Max, siempre era todo más fácil, y mientras estuvieran juntos, nada podría hacerle daño, como le dijo su padre. Max era su mejor amigo.

Aquel lugar era oscuro, frío y húmedo. Parecía el edificio donde terminan las aguas fecales evacuadas bajo una ciudad. Aunque no había aguas fecales, ni parecía estar bajo la ciudad. Quizá sería una zona boscosa, montañosa o cerca de un pueblo. Entraba una tenue luz desde unas ventanas a la altura del techo, a unos diez metros del suelo. Pero daba igual, porque Luna seguía teniendo frío y miedo y llevaba un vestido blanco totalmente ennegrecido por la suciedad y la humedad.

Debió tener una pesadilla porque se despertó de golpe, totalmente desorientada, pero sin dejar de abrazar a Max, que habría sido asfixiado si no fuera un pedazo de tela y espuma. Luna se incorporó y se levantó con cuidado para no mojarse los mocasines negros. Pegó un pequeño salto hacia un enorme espejo de cristal para sortear un enorme charco y a punto estuvo de resbalarse y caerse de bruces contra el suelo, pero finalmente, y con la ayuda de Max, pudo caer sobre sus manos encima del espejo. Miró a través de él, pero no debía ser un espejo, porque no se reflejaba ella, sino una mujer de unos cincuenta años, de ojos tristes y demacrada. El falso espejo se rompió en mil pedazos, del susto la niña se levantó de golpe apoyándose con fuerza. Pero una vez más, fue protegida por su osito y evitó que se cortara con los pequeños cristales.

Ese escándalo hizo despertar a La Vagabunda, «compañera de habitación» de Luna desde hacía tiempo. O quizá no, porque no lo recordaba. Estaba allí y ya está. La Vagabunda lanzó una lata vacía de aluminio de refresco contra una pared, lugar del que creía que provenía el ruido. Sólo quería dormir. Sin abrir los ojos, volvió a girarse hacia el otro lado de su cama y siguió roncando. Luna se quedó observándola. Vestía un enorme abrigo marrón roído por los codos, y dormía sobre un colchón repugnante pero que parecía cómodo, no como su puerta del lodazal. Se acercó un poco más a ella y se quedó frente a su carrito de la compra, que parecía un puesto de chuches, pero sin chuches, aunque sí que tenía infinidad de trastos curiosos. Había una bola de cristal con nieve dentro. Luna, aunque pequeña, no era tonta, y sabía que eso no podía ser nieve de verdad. Pero al moverla y ver la nieve caer sin parar sobre la pequeña casa de Papa Noel, no podía dejar de mirarla y pensar en las últimas navidades con papá y mamá. En como su hermano Pablito le tiraba bolas de nieve por la espalda siempre que podía y que, aunque le molestaba mucho, no le hacían caso. Menos mal que tenía a Max para escucharla y entenderla. Pero en ese momento, quiso volver a estar allí. Incluso aguantaría al pedorro de su hermano las veces que hiciera falta. Unas gotas de agua extremadamente frías cayeron desde el húmedo techo sobre su mano y en seguida volvió a la realidad.

Dejó la bola de cristal con cuidado para no molestar a La Vagabunda, pero no pudo evitar fijarse en una cajita de metal roja, con bordes dorados. La cogió y la observó. Parecía muy vieja porque estaba picada por las esquinas, y el metal casi oxidado. Tenía una especie de llavecita incrustada en el centro y al girarla, la tapa se abrió y comenzó a sonar una música, como una nana. Luna comenzó a recordar imágenes de su mamá. No sabía ubicarlas, ni el momento ni el lugar, pero si recuerda su calor, su sonrisa y sus manos fuertes, único lugar donde se encontraba más segura que abrazada a Max. Esos momentos la reconfortaron, aunque de nuevo volvió a la realidad cuando la música dejó de sonar. Miró la caja y comenzó a moverla de un lado a otro para que sonara de nuevo, hasta que La Vagabunda la detuvo cogiendo la cajita con su mano buena, que así la llamaba Luna porque estaba más o menos limpia, y no tenía aquel guante de tela asqueroso y roto de la otra mano. La Vagabunda se agachó y sonrió, enseñándole los putrefactos dientes y negras encías. Eso hizo recordar a la niña las noches en su casa con papá y mamá, y como siempre había una guerra para conseguir que se lavara los dientes, y como su papá le metía miedo diciendo que si no se los lavaba se le caerían. Ahora, viendo la boca de La Vagabunda, sabía a qué se refería. Además, él siempre tenía razón. Y ahora, que hacía tiempo que no se los lavaba, daría lo que fuera por volver a casa, pelearse con su hermano Pablito y patalear durante un rato antes de tener que ser obligada a ir al baño y comenzar con ese acto tan molesto para ella.

La Vagabunda dio la vuelta a la cajita, que tenía una especie de manivela circular diminuta y lo señaló con el dedo.

—Si quieres que siga sonando tienes que darle cuerda —susurró.

Luna miró fijamente a La Vagabunda, con sus enormes y curiosos ojos. Luego, giró la manivela hasta que ya no pudo más y la música volvió a sonar. Luna estaba contenta y devolvió la sonrisa a la mujer, aunque por vergüenza, no enseñó los dientes.

La Vagabunda cambió su gesto, que ahora era serio y le quitó la cajita dejándola de nuevo en su carrito de la compra. Luna se quedó un poco triste, pero recordó una cosa que un día le dijo su mamá, cuando le quitaron la merienda en el cole: «Si te la vuelven a quitar, habla con la profe, habla con un adulto. Nunca lo dejes pasar, nunca te calles. Si no te hacen caso, insiste». En esos momentos no entendió que significaba o para qué iba a servir eso, pero intentó hacer algo parecido, recordando también cuando quería una chuche y se la pedía. Se acercó a La Vagabunda, que estaba preparando de nuevo el catre para dormir, y esta dejó de hacerlo cuando vio a la niña ahí plantada, seria y decidida. La mujer volvió a reír enseñando los dientes y a Luna volvió a darle vergüenza, por lo que le habló sin mirarle a la cara.

—¿Podrías darme la Cajita? —dijo con decisión.

La Vagabunda se quedó callada unos segundos con la sonrisa en la boca, se incorporó y caminó hasta el carrito de la compra. Cogió la cajita de música y se la enseñó.

—¿Por qué la quieres? —preguntó La Vagabunda como si supiera la respuesta.

Luna comenzó a jugar con los dedos nerviosa, queriendo contestar.

—¿Es por la música? —dijo La Vagabunda con una pregunta afirmativa.

Luna asintió con la cabeza y la mujer se acercó hacia ella. Se agachó a su altura y le ofreció la cajita.


Por Tery Logan y Rubén Arnaiz

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