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Finalizamos el mes de octubre en este día que para unos es víspera del Día de todos los santos, para otros Halloween y para otros Samaín, con un nuevo autor del mes, que ha elegido un relato muy acorde con las fechas en las que nos encontramos. Y como a Juan Ramón Biedma casi no hace falta presentarlo os invito a este pequeño repaso de su obra:
Juan Ramon Biedma
Nace en Sevilla, estudia Derecho, y se dedica durante años a la gestión de emergencias, actividad que ha compartido con la de locutor de radio, guionista y crítico cinematográfico, así como con la colaboración en diversas publicaciones y antologías –La lista negra, Libertad Condicionada y otros relatos, Guernika variaciones, La Biblia-El libro, Aquelarre…
En 2004 publica El manuscrito de Dios (Ediciones B), que recibe la Mención Especial del Jurado en el II Premio de Novela fallado por la Semana Negra de Gijón del 2004, es finalista del Memorial Silverio Cañada, también es finalista con esta novelas del Prémio Literário Casino da Póvoa (Portugal).
Continúa su trayectoria literaria con la publicación de El espejo del monstruo (Ediciones B) y El imán y la brújula (Ediciones B), premios Hammett, NOVELPOL y Crucedecables a la mejor novela policiaca del 2007. Sus siguientes trabajos fueron El efecto Transilvania (Roca Editorial/Grupo Tierra Trivium) y la novela gráfica Riven. La ciudad observatorio (Ediciones B). En junio del 2010 publica El humo en la botella (Salto de Página) nominada al premio Hammett y merecedora del Premio Especial de la Dirección de la Semana Negra 2010, premio NOVELPOL y considerada por la Gangsterera como la mejor novela del 2010. En febrero del 2011, aparece Antirresurrección (Ediciones Dolmen) Nominada al NOVELPOL 2012 y al premio CELSIUS a la mejor novela fantástica del año.
En septiembre del 2014 es galardonado con el Premio Valencia de Novela Negra convocado por la Diputación de Valencia por su obra Tus magníficos ojos vengativos cuando todo ha pasado., editada por Lengua de Trapo en febrero de 2015. También finalista del NOVELPOL.
En 2019 gana el Premio Unicaja de Novela Fernando Quiñones con El sonido de tu cabello que ha sido nominada al premio «Mejor Novela VLCNEGRA» 2020 y finalista del III premio NEGRA Y MORTAL a la mejor novela negra.
Tras recordar la impresionante carrera de nuestro querido Juan Ramón Biedma, vamos a dar paso al relato que ha elegido para la ocasión que es Ni Hansel ni Gretel que está incluido en la antología Autofobia publicada por Grupo Tierra Trivium. Como su propio nombre evoca es una reinterpretación del cuento de Hansel y Gretel, aunque quizás los buenos no sean tan buenos y los malos tan malos.
Ni Hansel ni Gretel
te regalo mi cabeza
me oscurezco mira
me voy haciendo de noche
a la luz de las voces
que no son las mismas.
Cuando Dios se equivoca, Carmen Moreno.
—¿Está segura de que ya no vive aquí? —Vervel abre y cierra los ojos de la misma forma que abriría y cerraría los puños.
—Yo hace tres o cuatro días que no la veo —amedrentada vecina.
—Un niño y una niña. ¿Seguían con ella?
—Sus hijos —asiente.
—No son sus hijos.
—Decía que habían estado un tiempo con su ex marido y que ahora habían vuelto con ella —entrando en cavilaciones.
—¿Cómo están los niños?
—Muy calladitos.
—¿No sabe a dónde puede haber ido? —Eso, al casero. El bajo izquierda.
Visto y no visto. Saltan los botones. La espalda golpea la puerta de madera.
—¿Es usted —la voz tartajosa por el miedo aviniéndose a razones— policía?
—Privado —Vervel a sólo una milésima de masticarle la nariz—. Te lo repito otra vez, pero será la última, ¿te ha dejado alguna dirección?
—Se lo juro.
Vervel lo suelta, aprovechando para empujarle dentro de su casa con más fuerza de la necesaria: la advertencia final.
Está a punto de darse la vuelta.
Pero si se marcha ahora, perderá toda posibilidad de recobrar el rastro de los niños, así que entra detrás del casero apuntándole con sus gafas de sol manchadas de gotas de lluvia.
—La tía esa tuvo que decirte algo, un teléfono, un comentario, algo.
—De verdad que no —interponiendo entre ambos la mesa del comedor—, conmigo apenas hablaba. Cogió su autocaravana y se fue.
—¿Has dicho su autocaravana? —Vervel, pronunciando cada sílaba con una llave inglesa.
—Un cascajo.
—¿Te dijo algo más?
—No.
—¿Sabes la matrícula?
—No.
Al final del barrio, un semicírculo de niños reunidos bajo un balcón, manteniendo apenas la distancia de seguridad con los objetos arrojados por el fantasma.
Vervel se detiene detrás de ellos, a salvo de la lluvia tras sus gafas de sol.
Por la barandilla caen calzoncillos sucios, libros de historia, una antiquísima calculadora, dos sillas, un gato…
Piensa que lo de la autocaravana cuadra con la falta de pago del alquiler del piso. Comprar aquellos niños no debió de ser tan buen negocio para la bruja como preveía. Es posible que aún no hubiera salido de la ciudad. Tiene que encontrarla antes de que los revenda o tenga que comérselos para aplacar el hambre.
Se alza de puntillas pero no alcanza a distinguir si hay alguien en el balcón.
Caen un teléfono negro, un guante rojo y una manzana verde.
El fantasma, haciendo el vacío.
Aparca en un camping desierto a excepción de una roulotte hundida dentro de sí misma. Es el más próximo a la ciudad pero allí no vive nadie. Todavía no somos Arkansas.
Hay un pequeño edificio de ladrillo visto, algo más grande que un kiosco, desde el que en su momento se gestionaría el lugar. Abandonado, como el césped y las vallas.
Vervel golpea en la puerta de la caravana y después en una de las ventanas; la otra, rota, está mal sellada con una lámina de madera. Tarda en salir un niño que está terminando de componer un cubo de Rubik.
—¿Estás solo? —Vervel.
—Mi padre viene ahora.
—¿Has visto por aquí a una mujer con un niño y una niña? De tu edad, más o menos.
—No. Aquí no viene nadie.
—¿Nunca os movéis de aquí?
El chico termina de resolver el rompecabezas antes de responder.
—En verano. A lo mejor.
Anochece de golpe.
Vervel enciende un cigarro; necesita una guía de acampadas, un sitio donde dormir, un milagro y una mala puta.
—¿Quieres hacerlo? —El chiquillo le tiende el cubo de Rubik. Está tan solo que hasta su compañía le sirve.
—No lo sabría ni deshacer.
Los almacenes están a punto de cerrar, no hay nadie más en la sección de libros. Vervel ojea las guías de campings; contienen tantas entradas que se le va la cabeza.
Al salir, pilla al vuelo, sin mirarlo, un libro pequeño y delgado que le cabe perfectamente debajo de la cazadora y se larga sin pagarlo.
Las hojas tienen un extraño tacto en sus manos de carpintero acostumbrado a cortar madera, en sus dedos hechos a destruir.
Tiene que administrar hasta el último céntimo. Montadito de cerdo y birra. El dinero de los niños le tiene que bastar para encontrar a los niños.
Le cuesta enfocar al resto de las personas que charlotean dentro y fuera del bar.
Hasta hoy, nunca se ha planteado cómo se encontrarían los chicos, no le importaba, no podía considerarlos cosa suya. Pero ahora no deja de darle vueltas a lo que les habría hecho aquella mujer; usarlos como sirvientes, engordarlos para comérselos. La bruja pensaría que estaba en su derecho.
El libro que ha robado se titula Cuando Dios se equivoca, de una tía llamada Carmen Moreno. No ha leído un poema desde que estaba en el colegio, pero estos le escuecen, y no quiere saber por qué.
animales rotos con la cabeza arrancada un fragmento de este silencio en la comisura de los labios sólo la mujer queda muerta y es que los relojes acaban por pudrirlo todo
La puta, asombrada y divertida, extirpa de su mirada hasta el último rastro de asombro y diversión cuando, todavía vestido, la despoja de uno de los zapatos para chuparle los dedos de los pies.
Vervel, aquello, no lo había probado nunca.
Pero a pesar de que usa la mano derecha para animarse la polla cada vez con más fuerza, no termina de extraer ninguna excitación de lo que está haciendo.
Entre dedo y dedo se cuela el recuerdo de un descampado tras la antigua estación de autobuses, donde aparcaban camiones y autocaravanas cuando trabajaba cerca de allí. Hace muchos años de eso, puede que ni esté la explanada. Mañana irá a comprobarlo a primera hora.
Recorre con la punta de la lengua las uñas rotas, los rastros de pintura roja sobre pintura rosada, los padrastros, las durezas del peso de un millón de noches sobre un millón de aceras.
Sigue tocándose. Ni con la esperanza de encontrar a los niños en el descampado de la estación. Nada.
—Hace mucho tiempo que quitaron las caravanas —el gorrilla señala las obras del metro.
El amanecer aún no ha tenido tiempo de llevarse los malos presagios.
No llueve pero el frío lo dificulta, lo enlentece todo. Por suerte, Vervel se protege con sus gafas de sol.
—¿Conoces algún sitio donde la gente suela aparcar sus autocaravanas?
—¿Es usted policía?
—Sí. Del Cuerpo Cósmico, División Andrómeda. ¿Te suena?
—Eh… claro.
—Pues responde.
—¿Sabe usted donde está el mercadillo del río?
—Sí.
—Pues siguiendo por aquel mismo camino de tierra, bastante antes de llegar a la autovía, hay un claro. Allí hay un mogollón de caravanas.
Vervel aparca en un extremo de la explanada, que es un estanque de barro; desde allí puede ver siete vehículos diseminados; además de las roulottes, hay dos furgonetas y dos camiones de desguace.
Llama a puertas y ventanas pero no hay nadie más que él. Saca el libro y se dispone a pasar tiempo y hambre…
por qué si no recompongo el duelo en una habitación en la que ya no estoy
…pero un niño de unos ochenta centímetros cargado con una bolsa de plástico interrumpe su lectura.
Se le acerca sonriente.
—¿Me compra una tortuguita de la suerte? —Extrae una figurilla de madera rojiza.
—¿De verdad trae la buena suerte?
—Y ahuyenta los demonios.
—Entonces no la quiero —Vervel, a través de la ventanilla del coche—. Los demonios son mi única compañía.
—Bueno —muy sonriente, muy moreno, con una voz muy dulce. Sin prisa ninguna. —¿De dónde eres?
—De Guayaquil.
—¿Dónde está eso?
—En Guayaquil.
—¿Vienes aquí todos los días?
—De camino al semáforo —el niño de ochenta centímetros levanta la bolsa de tortugas—. Las vendo allí.
—¿Aquí nunca hay nadie?
—Por la noche llega mucha gente.
—Busco a una mujer que vive en una autocaravana con un niño y una niña.
—Pues bueno.
—Pues bueno, no. Que si los has visto.
—No sé —muy sonriente, muy moreno, con una voz muy dulce. Sin prisa ninguna.
Algo más allá de una curva secreta. Machaca el pedal del freno y mete marcha atrás. No se había equivocado.
Dos pequeñas coronas de flores al borde de la carretera. No hay ningún nombre, ni señales, ni fotos, sólo las flores que pueden consagrar la muerte de cualquiera. Aunque son muy pequeñas, como en honor de dos niños. De un niño y una niña.
Ha vuelto a la ciudad, que hace mucho tiempo que no es la suya, porque tiene todo el día por delante, por encima, hasta el momento de volver al campamento de autocaravanas.
Aparca frente a un colegio, los niños jugando. Se imagina que es un patio de recreo en un barrio miserable durante lo más crudo de la postguerra, niños desnutridos cubiertos de sabañones disputándose como animales rabiosos un mendrugo endurecido.
Intenta ponerse en la piel de la bruja, adivinar qué hará con los niños que busca. Estará tranquila, al fin y al cabo su padre se los ha vendido, no es como si los hubiera robado, nadie la persigue, puede hacer con ellos lo que quiera.
Los alumnos terminan el recreo y Vervel se va.
Da vueltas y más vueltas, intenta perderse sin conseguirlo.
Al pasar frente al Hospital Infantil, disminuye la velocidad; rodea el edificio hasta encontrar la puerta de rehabilitación.
La bruja no puede saber que el padre quiere recuperar a los niños. Mejor. Así la cazará aún desprevenida.
De la zona de rehabilitación salen y entran niños con la columna vertebral quebrada, con brazos enyesados, con corsés, en silla de ruedas, en camillas, con bastones o de la mano de su madre; algunos, los peores, muy gordos o muy delgados o muy feos. Sentenciados. Le gustaría colarse en el gimnasio, en los cuartos de baño, en las salas de cura, en los quirófanos para ver cómo se retuercen, se reducen, para ver cómo el sufrimiento los muta.
Los mira atentamente durante mucho tiempo sin atreverse a aproximarse.
Horas muertas.
Con el barro hasta las rodillas, va de puerta en puerta; es de noche y el descampado está lleno de caravanas.
En dos de ellas han reconocido la descripción de la bruja y los niños, pero lo que le han dicho no le sirve para nada.
No recuerdan cuándo los vieron por última vez, ni la matrícula ni dónde pueden haber ido. Que apenas hablaban, que no se relacionaban con nadie, que el niño casi nunca salía del vehículo, la niña sí, la niña parecía muy dispuesta. Teme por la suerte del chico, que no salga es mala señal.
Uno de los tipos se ha referido a la camioneta de la bruja como la casita de chocolate; al parecer, se ganaba unos euros vendiendo hachís a sus vecinos.
Vervel está cansado, vuelve al coche y enseguida hay más barro en el interior del automóvil que en la explanada.
Siguen llegando casas rodantes, ahora cinco al mismo tiempo, que estacionan en círculo, como si viajaran juntas.
Abre el libro por cualquier página…
si quieres nos damos el último beso para romper lo poco de mí misma que me queda si quieres me muero ahora para calentarte la vida
…van saliendo los ocupantes de las cinco caravanas que acaban de llegar. Son muy viejos, no hay ninguno que tenga menos de ochenta años.
Se mueven sigilosamente, intercambian objetos invisibles para Vervel, procuran no llamar la atención, se resguardan entre los vehículos, entran rápidamente los unos en las viviendas de los otros, con las luces a la menor intensidad posible.
Lo despierta un cántico en una de las autocaravanas de los viejos, es una especie de salmo ininteligible, pero Vervel tiene la sensación de que se trata de una composición muy antigua con un significado maligno.
El resto de las viviendas están a oscuras, en silencio.
No deja de dar vueltas sobre los asientos del coche.
Suda una pequeña parte de su desesperación.
Tiene que recuperarlos.
Son suyos.
El niño y la niña como las botas beatles y las gafas de sol. Suyos. Dejó que su mujer lo convenciera para venderlos — salvarlos, pensaría ella—, y él creyó que podría desprenderse de ellos para siempre.
Pero sólo pudo desligarse de ella, hacerla desaparecer a ella.
Cuando vuelve a despertar, el cielo está blanqueando en sus márgenes.
Acaba de parar a su lado una furgoneta Volkswagen cubierta de flores y de colores pretendidamente psicodélicos. Un tipo con la cabeza rapada sale a mear contra el amanecer.
Vervel abandona el coche y se coloca a su lado con el cuello de la cazadora hasta las orejas.
—¿Vienes a menudo por aquí? —Pregunta al recién llegado.
—Está la cosa muy chunga. De vez en cuando se me acaba el parné y me vengo a dormir aquí unos días, hasta que me entra algo —es un borracho simpático y despejado.
—Estoy buscando a una tía que tiene una caravana. Viaja con un crío y una cría.
—¿Para qué la buscas?
—Me han dicho que pasa buen chocolate.
—Si llegas a venir ayer —ha terminado de mear y enciende una colilla que guardaba en el bolsillo—, la pillas. Por lo visto tenía algo de parnequi y me preguntó si conocía un camping baratillo. Le dije que por la azucarera hay uno que te cuesta nada y menos. Que yo no me lo puedo permitir, pero no sé, ella misma.
El trasiego, los patrulleros, la ambulancia, los coches de bombero y el relleno de docenas de figuras sin rostro lo esperan para tragárselo.
Nadie le impide entrar en el camping, todos hablan del desastre, consumen desastre, emanan desastre.
Sólo queda el esqueleto de la autocaravana, sus huesos metálicos todavía humeantes, resistiéndose hasta el final al agua con el que han sofocado el incendio.
No puede hacerse a la idea de que ha perdido a sus niños, por eso se lanzó a la carretera a por ellos, por eso se arrepintió de haberlos vendido, porque no puede hacerse a la idea.
Necesita sentir que están en el sótano esperándolo, aplastados por el espanto. Necesita sus gritos de dolor que se le agarran a la garganta, que se le introducen entre las uñas, que son lo único que le atenúan las ganas de matarse.
Algunos curiosos se apartan y le permiten ver a un par de auxiliares cargando una bolsa negra en la furgoneta del Instituto Anatómico Forense. Sólo una bolsa, la bolsa de un adulto. No le caben dudas de que se trata de la bruja
Rápido, se baja del coche y pregunta a uno, tres testigos. El cuarto le dice algo.
—Pues de los hijos de la mujer poco se sabe. La policía los está buscando. Lo que está claro es que a ellos no les ha pasado nada, no se ha encontrado ni rastro. A lo mejor se asustaron cuando se incendió la caravana y se fueron corriendo.
Hasta un par de horas más tarde, cuando ve a lo lejos una silueta de unos ochenta centímetros con una bolsa de plástico en la mano, no cae en la cuenta de que no ha dejado de dar vueltas por la misma zona.
La nada que siente en las manos, detrás de los ojos, dentro del pecho no lo deja pensar ni apenas ser.
En ese momento tiene la convicción de que ha perdido a sus hijos para siempre.
La seguridad de que no volverá a llenar sus noches con la mirada aterrada del niño y la niña —mientras les busca el dolor para despertarse del letargo que lo mantiene tan lejos de la estúpida existencia que basta al resto de los hombres—, le arrebata todo deseo de seguir vivo.
Acelera y el niño de Guayaquil se acerca.
No hay nadie más en la carretera.
Baja una marcha y acelera de un pisotón, el coche salta adelante, boquea en busca de la espalda del niño que aún no lo ha visto.
Que no verá ya nunca a nadie.
El vehículo está a punto de ponerse en dos ruedas cuando le pasa por encima. Puede notar el tacto de los neumáticos sobre las piernas, la espalda y la cabeza del niño.
Lo recuerda muy sonriente, muy moreno, con una voz muy dulce. Caminando sin prisa ninguna.
Mira hacia atrás por el espejo retrovisor.
El niño es una mancha alejándose en la carretera rodeada de tortuguitas de la suerte.
Vervel lleva más de diez minutos parado ante una señal de stop en una carretera desierta.
Arroja el cigarro.
Poco a poco, con mucho trabajo de músculos y de dientes, sonríe.
Ya se siente mejor, el niño y la niña no pueden haber ido muy lejos, tarde o temprano los encontrará.
Se da cuenta de que todavía tiene en la mano el poemario que ha estado hojeando para distraerse…
Niños desdentados que retuercen sus boquitas para exprimir el último sonido bocas de hombres asesinos malformados mundos la luz seguirá auspiciando mi regreso hasta vosotros
…lo arroja por la ventanilla como si fuera un espejo roto; se desprende de los cristales y se queda con el maleficio.
Arranca.
Autofobia, Antología de relatos
Por Juan Ramón Biedma