Autor del mes: Dave Meler

por | viernes, 25 diciembre, 2020 | El autor del mes, Noticias, OCULTO

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En este día de Navidad de este raro 2020, por calificarlo de alguna manera, tenemos una nueva entrega de nuestro autor del mes. En esta ocasión contamos con la presencia de Dave Meler, autor de la novela La Traición del Rey que nos ha regalado una primicia literaria, el comienzo de una novela que está escribiendo.

Dave Meler

Dave Meler se licencia en Historia con estudios en Filología Clásica, Arte Japonés y Arte clásico por la Universidad de Zaragoza.

Hasta 2008 ejerce la docencia y escribe artículos especializados de historia, viajes y cultura. En ese año se muda a los Países Bajos donde se especializa en copywriter y redactor de contenidos.

Ha publicado varios libros y relatos cortos, el último de ellos La traición del Rey con el Grupo Tierra Trivium.

En 2012 fue finalista del concurso Terra de Bloggers 2012 organizado por TERRA.

Dave Meler

Tras esta breve pero interesante biografía de Dave Meler, que podéis ampliar en su web (https://davemeler.com) es el momento de cederle el teclado y que sea su literatura la que nos hable.

Así que como si de Papa Noel se tratase Dave Meler nos ha cedido en primicia el comienzo de una nueva historia que va camino de ser una nueva novela y que estoy seguro de que tras leer este impresionante comienzo todos tendréis ganas de leer, pero mientras esto pasa leer La traición del Rey.

La excavación

Las yemas de sus dedos palpaban tierra húmeda, mientras que en el ambiente flotaba un olor nauseabundo, entre excrementos y carne en descomposición. No recordaba qué había pasado, ni qué demonios hacía allí… Intentó abrir los ojos despacio, pero la escasa luz del ambiente le cegaba. Se encontraba de rodillas con las palmas de sus manos sobre el suelo, pero tenía la sensación de que todo le daba vueltas. Parpadeó un par de veces, para acostumbrar la vista, intentando despejar la bruma de su cabeza. Poco a poco recuperaba la compostura. Trató de incorporarse pero el esfuerzo fue demasiado para su dolorido cuerpo, que se desplomó de nuevo sobre el terreno levantando una pequeña nube de polvo.

Todo transcurría en su mente a cámara lenta, aunque era consciente de que a su alrededor el mundo no había dejado de girar. Se apretó con ambas manos la sien como si intentase mantenerla en su sitio. Unos dolorosos destellos acudían a su cabeza. Fugaces recuerdos. Relámpagos de luz en forma de imagen que le hacía cerrar con fuerza los ojos a causa del dolor. Fragmentos de memoria inconclusa que bombardeaban su memoria en un vago intento de recordarle cómo había acabado allí.

Los sonidos que le rodeaban empezaban a hacerse más claros, a pesar de llegar distorsionados hasta su cerebro a causa de la conmoción. Podía distinguir el fragor de lo que parecía ser una batalla. Hasta él llegaba lejano el rítmico tintineo de las piezas metálicas de las armaduras, que chocaban entre sí con la cadencia del paso firme de los soldados… «¿Armaduras…?¿Batallas…?¿Pero qué cojones…? ¡Llevas una resaca de escándalo!» pensó para sí mismo, mientras apoyaba la cabeza en el suelo en un vano intento de que dejara de darle vueltas.

Y de nuevo, fugaces destellos de memoria perdida que le hicieron retorcerse de dolor…Eran como fragmentos de un puzzle que intentaba asomar a su memoria. Pero las piezas parecían no encajar, como si formaran parte de rompecabezas distintos… Recordaba estar en el campamento de la expedición arqueológica. Hacía un calor sofocante, y sin embargo ahora el ambiente parecía estar húmedo. Buscaban los restos de… algo relacionado con el Libro de los Muertos y las puertas del Hades o la laguna Estigia… En su mente se agolpaban diferentes conceptos relacionados con la muerte, pertenecientes a diversas culturas… griegos, romanos, egipcios, etruscos, babilonios, sumerios… Nada parecía tener sentido. Recordaba haber descubierto algo, aunque no alcanzaba a vislumbrar de que se trataba. Suspiró profundamente intentando despejar las náuseas que le provocaba ese fétido olor del ambiente. La tierra del suelo se le metió en la nariz provocando un ataque de tos.

Cuando la sensación de mareo se fue diluyendo, trató de incorporarse con suavidad, sentándose a horcajadas en el húmedo terreno. Fuera de sí, quedó horrorizado por el espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos… y recordó lo sucedido.

El sol apretaba con fuerza aquella mañana, debían ser las doce del mediodía, o incluso la una pensó mientras miraba el cielo para ver la posición del sol y se secaba el sudor de la frente con la manga de la camisa. Se abanicó un poco con su gorro de Indiana Jones. Le encantaba vestirse como su héroe de juventud cada vez que se enrolaba en un proyecto arqueológico. Generalmente esto suscitaba la burla de sus colegas, pero eso a él le tenía sin cuidado. En su fuero interno albergaba la esperanza de que algún día realizaría un gran descubrimiento que cambiaría la historia… y entonces sería él, Christian Doyle, el que reiría el último…

—¡Venga, ‘Jones’! No te distraigas —le recriminó su compañero de zanja en tono burlón- tenemos que prospectar esta cuadrícula antes de la comida. No quiero que el profesor nos vuelva a echar la bronca.

—¡Vamos, James! Déjame tranquilo… he traído esta marcha o la lenta. ¿Cuál prefieres? —respondió Christian malhumorado ante la recriminación de su compañero.

Llevaban toda la mañana rascando con el pincel en un hoyo sin ningún interés arqueológico, y eso le exasperaba. Era su último año de carrera. Este era el tercer verano que se apuntaba a las prácticas arqueológicas. Dos veranos en Egipto y un tercero, a punto de acabar, en un lugar perdido de la mano de dios cuyo nombre tan apenas sabía pronunciar, sin descubrimientos de relevancia. Ese era el bagaje de las tres campañas junto al profesor Francis. Gerald Francis era un estupendo profesor de universidad, pero lo cierto es que no era muy diestro al escoger los lugares de excavación.

Con un poco de suerte y si conseguía mejorar sus notas en la convocatoria de septiembre, podría acceder a una plaza de becario en el departamento de Ciencias de la Antigüedad de la Universidad. Pero para ello necesitaba ganarse el favor del profesor. Se arqueó con esfuerzo para recomponer su dolorida espalda y se agachó de nuevo para seguir rascando con el pincel.

Christian se había especializado en arqueología funeraria o ‘arqueología de la muerte’, como le gustaba llamarla a él. Ritos funerarios en la antigüedad, enterramientos y rituales relacionados con la muerte era su campo de acción. El profesor Francis, doctor «Honoris Causa» por la Universidad de Columbia, había elegido un lugar cercano a Hierápolis, actual Pamukkale, en Turquía. Unos años antes el profesor Francis había colaborado en un gran descubrimiento en aquel mismo lugar, junto a una expedición italiana, y esperaba repetir éxitos…

—¡Han encontrado algo!¡Han encontrado algo! —Aquel grito recorría el campamento mientras Christian divagaba entre sus pensamientos.

El alboroto y los gritos de entusiasmo le hicieron volver en sí justo para ver pasar corriendo a una marabunta de gente en dirección a la parte norte del campo de trabajo. James soltó las herramientas y echo a correr en aquella dirección. Por unos instantes Christian dudó; seguramente no sería nada importante, como siempre. La gente de la expedición era capaz de volverse loca por un trozo de terracota, que finalmente resultaba ser un guijarro del botijo roto de algún lugareño. Llegó de los últimos, justo para ver arremolinarse una multitud de estudiantes alrededor del borde de una cuadrícula de excavación.

Entre todo aquel alboroto el mundo se detuvo un instante, el tiempo justo para que Christian cruzara su mirada con los preciosos ojos de Katherin Willows. Parecía como si los destellos de luz brillasen con más fuerza a su alrededor. Fue solo un segundo, justo antes de que la marabunta humana engullera a la joven, aunque en la mente de Christian había transcurrido una eternidad. Kate era estudiante de último curso y se había enamorado locamente de ella el primer día de carrera, aunque jamás se había atrevido a confesarlo. Ella era una estudiante modelo, con una belleza particular y él tan solo un estudiante mediocre con tendencias un poco frikis. Aun así, casualidades de la vida, sus vidas habían convergido en una relación de amistad. Algo que a él le rompía el alma. Sufría en silencio su incapacidad para expresar sentimientos, mientras ella le usaba de paño de lágrimas cada vez que le rompían el corazón. Posiblemente no era la estudiante más guapa de toda la universidad, pero había algo en ella que le resultaba extrañamente bello.

Christian se abrió paso a empujones entre sus compañeros de estudio que se arremolinaban alrededor del profesor Francis, hasta colocarse junto a Kate. Ella le sonrió mientras se retiraba el pelirrojo cabello de la frente repleta de pecas. Aunque era un gesto de lo más normal, para Christian resultaba sensual.

—¡Qué emocionante! ¿No? —le dijo la joven con tono entusiasta.

—Sí —respondió Christian en tono condescendiente, pero en su fuero interno no albergaba ninguna esperanza.

Aunque esta vez el rostro del profesor Francis tenía una expresión especial, como el de alguien que no acaba de creerse los que tiene entre sus manos. Esto despertó el interés de Christian. Gerald se hallaba en el lado oeste de lo que parecía ser el suelo pavimentado de una sala semi-subterránea dentro del espacio perteneciente al templo.

—¡Christian, acércate! —grito el profesor.

Christian no se dio por aludido; estaba tan poco acostumbrado a que contaran con él que ni se dio cuenta de que le estaba llamando.

—¡Christian! ¡Espabila! —le grito el profesor con un tono entre la desesperación y apremio.

—¿Quién? ¿Yo? —preguntó incrédulo. Miró a su alrededor con cara de bobo, en busca de respuestas.

—¡Sí, tú! —le recriminó Francis, en un tono cercano a la irritación.— No te quedes ahí pasmado, ven aquí…

Christian descendió al nivel del profesor y se acercó temeroso mientras miraba a sus compañeros. Si era una broma, no le estaba haciendo gracia.

—Eres experto en arqueología funeraria, ¿no? Eso dice tu expediente académico y tu ficha de inscripción en la excavación. —Le sorprendió el profesor mientras clavaba su inquisidora mirada en él y se retiraba el pañuelo que cubría su nariz y boca.

—Eh… —apenas acertaba a articular palabra, ni siquiera sabía que el profesor supiera su nombre, como para conocer su expediente, pensó.— Bueno…experto…

—¿Por qué crees que te he traído sino? —le recriminó Francis.— ¿Por tus brillantes notas? —Todos los presentes rieron el sarcasmo del profesor.

—No… supongo que no… —respondió avergonzado, mientras miraba a Kate, que le respondió con una mirada de complicidad.

—El semestre pasado presentaste un brillante trabajo. Las puertas del Hades: el camino al inframundo si no recuerdo mal.

—Eh, sí… —Con cada pregunta Christian se quedaba más perplejo. Y él que pensaba que el profesor ni siquiera sabía que estaba en el campamento.

—Pues dime si esto es lo que creo que es… —y le mostró lo que había encontrado mientras señalaba un hueco en lo que una vez fue la pared oeste de la pequeña sala ritual…

«Dime si esto es lo que creo que es…» Esas palabras resonaron en su cabeza mientras contemplaba desconcertado el lúgubre espectáculo. Recordó el vuelo de dos pequeños pajarillos, de color marrón con destellos azules y motas amarilla en el pico, que revoloteaban en la zona mientras el profesor Francis pronunciaba aquellas palabras. Cruel broma de su cerebro: era capaz de recordar hasta el más mínimo detalle de aquellos pájaros revoloteando, pero no era capaz de recordar cómo había llegado allí. Alzó la mirada: el cielo tenía un aspecto rojizo como si se hubiera teñido de sangre. No se veía el sol, pero estaba iluminado. Parecía que, al fondo de la escena que se desarrollaba ante sus ojos, alguien hubiera encendido una enorme hoguera que iluminaba todo el paisaje. Mientras, aquel olor le seguía removiendo el estómago. Una mezcla entre vapores de azufre y carne muerta.

Frente a él, a unos trescientos metros, un ejército bien pertrechado y dispuesto en orden de batalla golpeaba sus escudos provocando y reclamando la atención de una formación similar que se encontraba a unos cuatrocientos metros al oeste de su posición. Parpadeó varias veces para asimilar que lo que estaba viendo era real. ¡No lo podía creer! ¿Cómo era aquello posible?, pensó.

No eran los cascos corintios, con sus característicos penachos al viento, ni los broncíneos pertrechos de los soldados los que sorprendía a Christian. Tampoco eran las capas rojas o los enormes escudos esféricos de vivos colores de la formación en falange. Ni siquiera los gritos de los soldados que increpaban en un idioma extraño al enemigo. Lo que mantenía perplejo al joven estudiante, lo que aterrorizaba al muchacho hasta petrificarlo, eran los cuerpos esqueléticos, los trozos de carne que se desprendían de ellos y los ojos de cuencas vacías que los portaban.

Al otro lado del campo de batalla, la formación enemiga vestía ropajes distintos. Parecían arlequines, con pantalones largos plagados de motivos geométricos rojos y azules sobre fondo amarillo. Portaban amplios escudos alargados de mimbre, y coronaban sus cabezas con puntiagudos gorros que dejaban al descubierto sus rostros en descomposición.

Un montón de información se agolpaba en el cerebro de Christian, intentando asimilar la situación. Parecía un ejército griego enfrentándose a un contingente persa. Pero nada de eso tenía sentido. ¿Cómo podía él estar allí? Y lo más importante de todo: ¿Dónde era allí? ¿Dónde estaban los demás?

Cuando se quiso dar cuenta, una de aquellas fantasmagóricas figuras le señalaba con su larga lanza, mientras informaba de su presencia a sus compañeros de formación. Christian sintió el pánico apoderándose de él y le invadió la imperiosa necesidad de correr sin volver la vista atrás… Oyó como aquellos muertos vivientes le increpaban en un lenguaje extraño. Creyó distinguir trazos de griego antiguo. ¡Ojalá hubiera prestado más atención en las clases de filología clásica!, pensó mientras corría como alma que lleva el diablo en dirección opuesta a los gritos de los soldados griegos.

El pecho le ardía, parecía como si los pulmones se le fueran a salir por la boca, nunca había sido un gran atleta, los sonidos metálicos y los improperios griegos cada vez sonaban más cercanos. Y de nuevo el miedo invadió su cuerpo; el sonido aterrador de unos cascos de caballo acercándose a toda prisa golpeando con fuerza contra el suelo. ¡Estoy perdido!, era única idea golpeaba con fuerza su mente.

No dejó de correr, aunque sentía que la distancia con sus perseguidores se reducía con cada zancada. ¡Está todo perdido!, pensó Christian entre jadeos, ¡van a devorarme! Cuando un famélico caballo negro se cruzó en su trayectoria, el frenazo le hizo trastabillar y caer de bruces frente al jinete. Apoyó las manos sobre las rodillas intentando recuperar el aliento. Con la mirada puesta en el suelo, veía las pezuñas del animal que chorreaban sangre. Casi despellejadas dejaban entrever en algunas zonas partes del hueso. El muchacho no se atrevía a levantar la mirada, no quería enfrentarse con aquel muerto viviente…

No tardaron en rodearle otros soldados al ritmo del inconfundible tintineo metálico de sus armaduras. Christian cerró los ojos asumiendo un final que ni en sus peores sueños habría imaginado. Pero para su sorpresa, no ocurrió nada. Aquellos zombis mantuvieron la distancia, aunque por sus improperios se notaba que lo hacían a desgana. El jinete masculló algo que los mantuvo a raya. Christian seguía con los ojos cerrados, no se atrevía a mirar a sus perseguidores, su aspecto le aterrorizaba. Cuando de repente algo metálico le golpeó suavemente en la cabeza. Era la punta de la lanza del jinete. Christian mantuvo la cabeza gacha con la respiración entrecortada y el corazón a punto de explotar. El jinete, que parecía ser quién llevaba la voz cantante, le volvió a golpear con la lanza mientras le hablaba en tono serio, pero sereno. O esa era la sensación que percibía Christian. Poco a poco fue levantando la mirada, a pesar de que el miedo le apelmazaba los músculos. Frente a él, un jinete con un casco de amplias solapas, que portaba una capa roída que dejaba entrever por completo su pecho descubierto en descomposición, le observaba fijamente desde sus cuencas vacías. El caballo negro resoplaba con fuerza a causa de la carrera, de sus fosas nasales brotaban burbujas de sangre que chorreaban por su hocico. Los otros tres hoplitas griegos aguardaban con las largas lanzas en posición de ataque, la orden del cabecilla para asestar el golpe definitivo que acabara con aquel intruso.

Christian tan apenas sostuvo la mirada, no alcanzaba a comprender que estaba pasando. Aunque poco a poco creía comprender donde se encontraba. A pesar de que pudiera parecer una verdadera locura. ¡No puede ser! ¡Esto es una pesadilla! ¡Despertaré en cualquier momento! pensó mientras cerraba los ojos en un vano intento de salir de aquella situación.

—¿Cómo un vivo puede estar entre los muertos? —preguntó el jinete con una voz gutural, dirigiéndose a sus compañeros.

—¡Acabemos con él! Y volvamos a la batalla, nuestros hermanos nos necesitan —respondió uno de los soldados de a pie.

No seas estúpido, podría ser un dios disfrazado de mortal —recriminó uno de los hoplitas a su compañero— podría ser una prueba.

—¿Te parece poco el tiempo que llevamos purgando nuestros pecados en el inframundo, como para que los dioses decidan ahora someternos a prueba? —le recriminó el jinete

Christian no salía de su asombro, sus conocimientos de griego clásico por una vez le servía para algo en la vida. Y el que pensaba que había estado perdiendo el tiempo al aprender una lengua muerta. Sería cierto lo que comentaban aquellas almas atormentadas. Realmente se encontraba en el Hades. Aquella mañana en el campamento ¿habían encontrado de verdad la Puerta de Plutón? ¡La mítica puerta a los infiernos!

—¿De verdad me encuentro en el Tártaro? —preguntó en un precario griego el muchacho, al que la excitación de un gran descubrimiento arqueológico pudo más que el miedo que le infundía aquellos seres que una vez fueron humanos.

Los soldados retrocedieron ante las palabras del extranjero, que les desconcertaron inicialmente, pero pronto recuperaron su actitud agresiva.

Puede que pagara a Caronte, el barquero, pero ¿cómo burló a Cerbero? El enorme can no permite la entrada de los vivos en el Hades —dijo el cabecilla.

Acabemos con él y llevemos su cuerpo ante el Tribunal, tal vez así nos permitan salir de este infierno y entrar en los Campos Elíseos —dijo uno de los soldados.

Sí, eso, llevamos una eternidad reviviendo la batalla de Maratón, una y otra vez, frente a esos asquerosos persas —se sumó su compañero de armas a la iniciativa— Mátalo.

Christian sintió que se aceraba su final. Había pasado de ser algo curioso, lo que le había mantenido vivo, a ser un objeto valioso para aquellos muertos. El jinete se mantenía cauto ante la presencia de un vivo entre los muertos, mientras que los soldados abogaban por acabar con su vida. Christian no se lo pensó dos veces, no sabía si era el miedo, la adrenalina o la excitación de encontrarse en un lugar mítico, pero se infundió de valor. Aprovechando la confusión de la discusión entre ellos, propinó un puntapié en el pecho a uno de los soldados que tenía más cerca. Y arrebatándole la lanza se la clavó en el costado al famélico caballo, que encabritado tiró a su jinete al suelo. Christian no vaciló y corrió para salvar su vida. Por el camino apartó a otro de los hoplitas mientras se enredaba en su mano la raída capa azul del soldado. Sintió cómo lo zarandeaban mientras lo agarraban de los hombros. De repente se encontraba inmóvil frente a aquel rostro inerte que le increpaba.

—¡Vuelve, Christian, vuelve! —le gritaba aquella calavera de ojos vacíos, escupiendo el olor de la muerte a través del aliento de una mandíbula que parecía que iba a desprenderse en cualquier momento…— Vuelve, muchacho— repitió la calavera mientras se acercaba cada vez más a su cara…

Christian abrió los ojos mientras una bocanada de aire fresco inundaba sus pulmones, Justo a tiempo para evitar que el profesor Francis le aplicara las técnicas de reanimación… La boca del profesor se encontraba a escasos centímetros de la suya. Lo que provocó un respingo en el estudiante que se apartó rápidamente. Desconcertado miró a su alrededor observando las caras de pánico y alegría de sus compañeros que estallaron en aplausos y abrazos espontáneos de unos a otros. Apoyó la espalda en uno de los laterales de la cuadrícula de excavación mientras recuperaba el aliento. Sabía que estaban allí pero apenas podía oír los gritos y muestras de alegría de sus compañeros.

—Menudo susto nos has dado —sonó una voz familiar en su cerebro. Christian alzó la vista justo a tiempo para ver acercarse a Kate, que le abrazó efusivamente mientras le plantaba un fuerte beso en la mejilla.

—Parecía tan real… —alcanzó a balbucear desconcertado mientras se frotaba el rostro.

—Te desplomaste como un saco —le explicó uno de los ayudantes del profesor Francis— cuando te asomaste al hueco del suelo. Al parecer una mezcla de efluvios de vapor y azufre salen de vez en cuando de la cavidad de la roca. Una de esas emulsiones te alcanzó de lleno en el rostro.

—Has tenido más suerte que ellos —dijo el profesor Francis, mientras señalaba a los pajarillos moteados que yacían sin vida en el suelo.

—Pero parecía tan real… —balbuceó de nuevo Christian mientras le ayudaban a incorporarse y le sacaban de la cuadrícula de excavación.

—Vamos, te llevaremos a ver a la doctora para comprobar que no haya ningún efecto secundario o secuela de los gases.

Mientras se alejaban del espacio de excavación, apoyado en los hombros de James en un costado y la cintura de Kate en el otro, Christian se percató de que sostenía algo con fuerza en su mano derecha… Abrió la mano con miedo para descubrir un trozo de tela carcomida de color azul… Volvió la vista a tras para observar una vez más los restos del templo… sus ojos iban, de forma nerviosa, de su mano a la excavación y de vuelta a su mano… ¡No…! ¡No… no puede ser! Mi imaginación me está jugando una mala pasada, pensó al observar de nuevo los restos del templo.


Por Dave Meler

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