37º Latitud Norte: Rosita de Triana
Este domingo Rosa María Mateos nos trae un relato que nos hará sacar una sonrisa con esta Rosita de Triana en el Bronx. Así que os invitamos a acompañarnos en este viaje a Nueva York.
Rosita de Triana
En una esquina del parque Tremont se levanta una pequeña estatua dedicada a la niña española que trajo el baile a las calles del Bronx. Fue mi tía Rosita quien sembró la primera semilla que más tarde haría florecer el hip hop y el rap por las esquinas del barrio. Ella hizo de aquel arrabal de cemento el lugar con más salero del mundo.
Mi tía Rosita emigró de pequeña a los Estados Unidos. Tenía ocho años cuando cambió la orilla izquierda del Guadalquivir por las grises riberas del Harlem, donde las gaviotas volaban también en círculos esperando las sobras de los remolcadores. Sus padres alquilaron un pequeño apartamento en el Bronx, en una torre alta por encima del agua desde donde veían ondear la ropa tendida del vecindario y el parpadeo de las luces al anochecer.
Mientras la madre de Rosita se pasaba el día sentada en la cocina con el dolor del recuerdo, tomando anís de Cazalla y preparando papas aliñás, la niña recorría las calles en busca de nuevos amigos. Pronto aprendió un inglés que no había dios que lo entendiera, con un batiburrillo de acentos traídos del jamaicano, el chino mandarín, el italiano, el polaco… Sin perder el toque genuino de su deje trianero. Pero lo suyo no eran los idiomas ni el cante, y mucho menos la expresión escrita. Mi tía Rosita se echaba a bailar apenas le tocaran las palmas y no hacía falta rogarle mucho para que se lanzara por fandangos o bulerías.
A los dos meses de poner los pies en América, Rosita tenía a toda la chiquillería del barrio bajos sus órdenes y no había un solo negrito en el Bronx que se librara de sus clases de flamenco. Ciertamente no pudo encontrar mejores alumnos, porque aquellas criaturas llevaban el ritmo en las venas y no se les resistía ni el taconeado compulsivo de la tercera sevillana.
Años más tarde, de entre los centenares de nacionalidades distintas del barrio, mi tía Rosita fue a enamorarse de un compatriota: un galleguiño de la ría de Pontevedra, limpio, leído y enjuto. Mi tío Pepiño, bueno como el pan, era más desabrido que sopa de pobre y no había persona sobre este planeta con menor sentido del ritmo que él. Ambos aprendieron a disfrutar de las diferencias del otro y tomaron la determinación de regresar a la patria con un buen puñado de dólares en los bolsillos.
En la trasera de la calle Betis montaron un tablao flamenco por todo lo alto con el sorprendente nombre de «La Quinta Avenida». Por allí ha pasado lo más tronío del cante y del baile, desde Carmen Linares hasta José Mercé, pasando por el gran Tomatito. Eso sí, apenas escucha mi tía Rosita el toque de la guitarra, se sube de un brinco a la tarima y se pega un taconeo que ya quisiera la mismísima Juana la Macarrona. Mi tío Pepiño ya ha asumido que su mujer no tiene remedio.
Por Rosa María Mateos