37º Latitud Norte: Miopes

por | domingo, 4 octubre, 2020 | 37º Latitud Norte, Noticias, OCULTO

Gimnasta en las paralelas sujetandose las gafas. Fotografía de ko-mon

En este primer domingo de octubre volvemos a tener la visita de nuestra querida Rosa María Mateos, que esta vez nos hace una confesión intima plagada de anécdotas delirantes en las que no sabemos cuanto es realidad y cuanto es fantasía, así que todos los que llevamos gafas nos sentiremos como en casa y el resto entendernos un poco cuando nuestro mundo y el real no coinciden por un instante. Y antes de dejaros con Miopes invitaros a la mesa redonda que organiza el Grupo Tierra Trivium el próximo jueves 8 de Octubre a las 19:00 en la que tengo el placer de contar con la presencia de Rosa María Mateos.

Miopes

Confieso que fui una miope recalcitrante, una de esas cegatonas quevedianas que vivía en una realidad inventada de personajes difuminados y paisajes reconstruidos. Me operé tras verme en una difícil situación: se me rompieron las gafas en lo alto de un cerro, mientras buscaba indicios de un mar pretérito, y no fui capaz de regresar a casa. Desde el momento que aquel cirujano me irradió con su espada láser, no he vuelto a ser la misma. Ahora ando orbitando por una galaxia de detalles que antes –felizmente- me pasaban inadvertidos.

Guardo muchas anécdotas de esa larga etapa como pez de los fondos abisales. Las de la playa son un clásico. Entrar al agua es fácil, pero al salir te la juegas a la ruleta rusa. ¿Para dónde tiro? Yo entonces pegaba la hebra con cualquiera, hasta que me daba cuenta que ni era mi sombrilla ni mi familia. No reconocía ni a mis propios hijos. Regañaba a cualquier pelirrojo que estuviera haciendo el cafre en la orilla, por si acaso.

Ser cegato es además muy arriesgado. En la ducha, buscas los botes a tientas y puedes poner cualquier cosa sobre la esponja. En una ocasión me eché un líquido en la cabeza que tenía mi compañera de piso para domeñar su pelo afro. Aquel mejunje se me coló en el ADN y anduve una larga temporada con el cabello como si me hubiera lamido una vaca.

He protagonizado también situaciones bochornosas. Una tarde me levanté a ciegas de la siesta y vi a un señor agachado bajo el fregadero. Me dirigí a la cocina para darle una sonora palmada en el culo, con pellizco incluido. No, no era mi santo, sino un fontanero que vivía dos calles más arriba. El buen hombre me retiró el saludo.

Ahora bien, la miope más divertida que he conocido fue mi amiga Mariajo, la estrella de la gimnasia escolar. Era flexible como un junco y liviana como una pluma, pero no veía tres en un burro. Mariajo hacía las volteretas con una sola mano mientras se sujetaba las gafas con la otra. En las exhibiciones se liberaba de las lentes de culo de vaso y emprendía una ristra de saltos, pinos, volteretas y giros perfectos, hasta que se salía del tatami para chocar contra las espalderas. La seño le decía: Mariajo, cinco piruetas y paras. Pero ella era un verso libre, y salía a la plaza como un novillo desbocado.

Durante años mantuve el acto reflejo de buscar las gafas en la mesita de noche, como primer gesto del día. En cierto modo palpaba mi seductora existencia, porque tenía una mirada tan interesante como la de Greta Garbo y Marilyn Monroe, ambas también de corta vista. El láser desintegró mi sex appeal para dejarme perdida en un mundo demasiado real, sin glamour y carente de comedia.


Por Rosa María Mateos

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