37º Latitud Norte: Las comadres
Esta semana Rosa María Mateos nos trae un relato de una amistad de esas que duran que toda la vida, ojalá hubiese más comadres que hiciesen un poco más habitable el mundo. Disfrutar de Las comadres de Rosa María Mateos.
Las comadres
Las abuelas Herminia y Jacinta fueron compañeras de pupitre durante los escasos años que pudieron ir al colegio. Aún se peinaban con trenzas cuando tuvieron que ponerse a trabajar, recogiendo coles en las frías tierras de un señorito. Como eran buenas mozas, se casaron pronto con dos muchachos del pueblo; ambos propietarios de tierras colindantes. Los maridos se guardaban un odio ancestral por unas disputas sobre las lindes, esas herencias envenenadas que tanto abundan en los pueblos. Ellas hicieron oídos sordos a las inquinas familiares y decidieron amadrinarse como los líquenes en los árboles, para resistir mejor a los embates de la vida.
Entre las dos criaron a once hijos, que iban y venían de una casa a otra saltando la linde. Las criaturas se amamantaron de los cuatro pechos y aprendieron a caminar bajo la guía de los cuatro brazos. Como Jacinta sabía entonar, sus dulces cantos aprovechaban las térmicas de la noche para colarse por las ventanas y adormilar a los niños. Cuando murió el hijo más pequeño de Herminia, se escucharon los mismos gritos desgarradores en ambas casas; ese llanto ronco y profundo que sale de las mutiladas entrañas de una madre.
Tras echar la última palada de tierra al segundo marido, las viudas derribaron la muralla de alambre y soltaron las vacas a pastar libremente, porque ni la hierba fresca ni la lluvia que la moja pertenecen a nadie. Al atardecer, se tumbaban en el arriate que un día fuera frontera, para romper con sus carcajadas las miserias de los hombres. Soñaban entonces con viajar a París y contemplar desde la Torre Eiffel la envergadura del Mundo.
Entre los diez hijos y los veinticuatro nietos juntaron el dinero necesario para el viaje, con asientos en clase preferente y una lujosa habitación de hotel en los Campos Elíseos. Las dos campesinas, que jamás habían salido de la comarca, se adentraron en el corazón de París con la ilusión de un par de colegialas. Alquilaron los servicios de un taxista venido del lejano Oriente, que las paseó por los bulevares parisinos como si fueran las emperatrices de Persia. Las comadres, no solo acabaron con la reserva de cruasanes de las boulangeries, sino que no quedó un solo rincón a las orillas del Sena por fisgonear. A los siete días de tanto disfrute, Suleimán las dejó en el aeropuerto Charles de Gaulle con una reverencia.
Desde los ventanales de la terminal, los hijos vieron la bola de fuego. Ellas se agarraron muy fuerte de la mano cuando se precipitó el avión. Sin hablar, y con tan solo una rápida mirada, se dieron las gracias por tantos años de amistad. Sin saberlo, habían sido parte de esa cadena transmisora que hace girar la Tierra; dos mujeres humildes con un legado incalculable: el ejemplo de sus vidas.
Ni más ni menos.
Por Rosa María Mateos
Antonio Parrilla Muñoz
Magnífico relato que, muestra lo más hermoso que el ser humano posee en lo profundo de su corazón; el amor. En el caso de estas maravillosas comadres, puro y genuino ?
20 octubre, 2020 a las 1:36 pm