37º Latitud Norte: La vida a lametones
Esta semana Rosa María Mateos nos trae un relato sobre anécdotas familiares con perros, y como ya es marca de la casa son unas anécdotas divertidisimas. La mala noticia es que se nos va de vacaciones y nos vamos a quedar hasta septiembre sin poder disfrutar de sus textos. Así que os recomiendo saborear como una delicatesen paladeando cada párrafo para que la espera se haga más corta. Y sin más rodeos os dejo con La vida a lametones de Rosa María Mateos.

La vida a lametones
Hay amores que ladran
Nuestra convivencia familiar con los perros daría para una novela berlanguiana. Bajo nuestro cuidado hemos tenido multitud de chuchos de las más diversas formas contractuales: adoptado, acogido, prestado, prohijado, amparado, compartido… Hasta en una ocasión nos ofrecimos a trasladar en avión al perro del amigo de un amigo. El muy canijo tenía los mismos ojos saltones de ET y el vivo nervio de Jackie Chan. No quiero referir lo que ocurrió en ese viaje, solo diré que se organizó un motín a bordo para que nos echaran del avión.
Una de las aventuras más divertidas fue cuando intercambiamos la casa hace tres veranos con una familia irlandesa. En el trato estaba quedarnos con su perro. A la puerta de la casa amarilla nos esperaba Zeno, correteando feliz sobre la verde hierba de la colina. Zeno era un bellísimo labrador que había sido educado para ser libre. Durante nuestras incursiones al pueblo, Zeno trotaba a nuestra vera al alegre paso de una tonadilla celta. De igual manera que el caballo del casamentero en la película de El hombre tranquilo, el animal se paraba siempre en la puerta del pub. Fue así como descubrimos el lugar más frecuentado por nuestros anfitriones. Todos los parroquianos de Clonakilty saludaban al labrador por su nombre y empezamos a ser conocidos como The Zeno´s Spanish family. Ahora bien, lo que más le gustaba a nuestro perro irlandés era corretear por la playa y jugar con las olas. Lo cual tiene mucho mérito porque a la costa del condado de Cork no ha llegado aún el Calentamiento Global.
Nuestra última compañera de tribulaciones es Tami, una perrita faldera salida de un cuento de Dickens. Fue el animal de compañía de un hombre de la calle que dormía las borracheras en los soportales del barrio del Realejo. Tami se crió entre el amor del mendigo y la generosidad de los vecinos. Ahora se ha convertido en mi sombra y nos profesamos un amor incondicional. Hace algunos meses se perdió durante un paseo por la Dehesa del Generalife. Dos días y dos noches sin ella; un fin de semana con las redes encendidas. A pesar de que mis hijos coordinaron un despliegue de colegas-rastreadores que ya quisiera la sanidad pública, no hallamos señal alguna de Tami. Apareció solita el lunes de madrugada en el portal de nuestra casa, con la mirada perdida y el corazón encendido.
Tami es paticorta, feúcha y sinvergüenza. Desde que regresó de la Colina Roja no me quita el ojo de encima. Es un ser omnipresente. La muy ladina sabe abrir la puerta del baño con la cabeza y colarse en tu intimidad. Sus ojillos melosos me escudriñan tras la mampara de la ducha y atisbo sus orejas puntiagudas mientras me acicalo en el espejo. También espera mi regreso del trabajo como un centinela junto a la puerta. Mis hijos dicen que la tengo muy consentida. Y es verdad. A diferencia de ellos, Tami monta una fiesta flamenca cada vez que me ve aparecer. Confieso que algunas noches le hago a escondidas una tortilla francesa o un filete de pollo empanado. A estas alturas tengo la voluntad llena de lametones.
La amistad es una magnífica palabra que tiene siete letras y cuatro patas.
Por Rosa María Mateos