37º Latitud Norte: La sirena y el pagès

Esta semana nuestra querida Rosa María Mateos nos trae una historia de amor un pelín alejada de lo convencional, que ganó el concurso TEMPS de VINS 2017, organizado por la Casa Llorenç i Villalonga. Así que os dejo con esta historia entre vides, mares y vinos, para que disfrutéis de su buen maridaje.

https://commons.wikimedia.org/wiki/File:The_Kiss_-_Gustav_Klimt_-_Google_Cultural_Institute.jpg

Gustav Klimt: The Kiss  wikidata:Q698487 reasonator:Q698487 
Artist 	
Gustav Klimt  (1862–1918) Blue pencil.svg wikidata:Q34661 q:es:Gustav Klimt
	Gustav Klimt: The Kiss
Title 	
The Kiss (Der Kuß)
Object type 	painting Edit this at Wikidata
Genre 	portrait Edit this at Wikidata
Date 	1907–1908
Medium 	oil on canvas
Dimensions 	180 × 180 cm (70.8 × 70.8 in)
Collection 	
Belvedere  Blue pencil.svg wikidata:Q303139
Current location 	
Upper Belvedere
Accession number 	
912 (Belvedere) Edit this at Wikidata
Exhibition history 	

    Europeana 280 Edit this at Wikidata

References 	described by source: 1001 Paintings You Must See Before You Die, pp. 589  Edit this at Wikidata
Source/Photographer 	Google Art Project

La sirena y el pagès

En su primera visita no quiso tomar nada. Paseamos la timidez entre los almendros y le hice unos pendientes con los sarmientos de las viñas. Ella comprendió que yo era un hombre terrenal y de agua dulce. Le expliqué que vivo a la misma velocidad que crece una estalactita y no conozco las prisas. Mi reloj interno se pone en marcha cuando aparecen las primeras heladas, y se acelera con la apertura de los brotes de las vides. La aventura finaliza en los albores del otoño, con el vino en las barricas. A partir de ahí, el tiempo adquiere su verdadero valor atrapado entre la madera, cuando el proceso de fermentación se adueña por completo del jugo de la uva. Todo esto le conté en nuestra primera cita, durante uno de esos atardeceres rojizos que regala el inicio del verano, en la época que se recogen los albaricoques.

En nuestro segundo encuentro descorché una botella de Monastrell que guardaba para las ocasiones especiales. Aquel rosado nos dejó un beso suave de terciopelo azul y desabrochó el primer botón de su blusa. Pude ver los restos de sal sobre su escote y las escamas plateadas en el hueco de su cuello. Fue así cómo descubrí que era una criatura marina.

Dado que era medio pez, pensé que un Prensal Blanc vendría bien para la tercera cita. Ella también sabe a manzana verde con toques de frutas silvestres. Esta vez venía melancólica. Aquella noche se arrulló bajo mi manta y las montañas de la sierra se colaron por la ventana. Me dejó una estela de algas en el dormitorio y, juro por mi vida, que la vi nadando al amanecer entre los racimos de uvas. La mujer de mis pensamientos era una sirena.

No apareció ni dio señales de vida durante la cosecha. Colgué la rama de pino sobre el dintel de mi puerta y guardé para ella una botella con el primer mosto, recién salido de la prensa. Cuando había llenado todas las cubas, y estaba a punto de tomarme un descanso, llegó una postal suya desde Lisboa. Me escribía un fado marinero con letra de medusa, y decía que me añoraba.

Apareció un par de semanas más tarde con un vestido largo de flecos de posidonia y la sonrisa de la reina de los mares. Le prometí que construiría un refugio de coral entre mis dos olivos centenarios, y que los campos volverían a ser un mar solo para ella. Pero todo el mundo sabe que las sirenas viajan sin descanso, cruzando océanos, y que su única morada es el vaivén de las olas. Esta vez me dejó una caracola de nácar bajo la almohada, y se llevó un par de botellas para los marineros del puerto.

Pasé el invierno intentando olvidar de nuevo su ausencia y me afané en las labores del campo. Preparé con mimo la tierra, podé las viñas, coloqué los riegos, monté las espalderas y dejé todo listo para el nacimiento de los primeros brotes. Esta vez la postal llegó de Cádiz, concretamente del Barrio de la Viña. Entre líneas entendí que volvería pasados los carnavales. Me la imaginé disfrazada de Tetis, la diosa griega de las aguas, con una peineta de flores en la melena.

Regresó para la floración de los almendros, cuando ya me había acostumbrado a no mirar el camino. Le ofrecí una copa de Moscatel para que entrara en calor. Una vez, los pescadores del puerto me comentaron que las sirenas no aguantan el frío. Dicen también que al Mediterráneo únicamente llegan las más osadas; salvar las fuertes corrientes del Estrecho no está al alcance de cualquier sirena. La mía, resuelta donde las haya, aprovecha el impulso de los bancos de atún para entrar y salir a su antojo. Es una mujer con agallas, nunca mejor dicho. Aquella noche el vino dulce nos arrimó de nuevo y dejó un buqué de miel y pasas sobre las sábanas.

La bodega fue menguando día a día, mientras las yemas maduraban en la viña y los sarmientos se extendían por las espalderas. Ella comenzó a soltar escamas por toda la casa, como si quisiera marcar el territorio. Iba y venía sin calendario, sin ataduras, porque hay que entender que en el agua no hay fronteras ni pasaportes ni amos ni señores. Una mañana le hice un hueco en el armario y llené la alberca de peces de colores.

Con el paso de los días, se fue haciendo poco a poco a esta tierra de cal y arcilla, y encontró una ensenada bajo el almez donde recalar. Por las tardes, la veía lanzarse por el brocal del pozo para hacerse unos largos por el subsuelo. Había encontrado un camino subterráneo para llegar hasta la mar, entre los vericuetos del acuífero.

La cosecha de aquel año quedó en los anales de la historia. No solo fue grandiosa en cuanto a cantidad, sino de una calidad magnífica. Poco tiempo después, cuando ya no quedaba ni una hoja en el emparrado, me anunció con un susurro que esperaba un hijo marino. Las curvas de mi sirena se hicieron cada vez más prominentes y su belleza eclosionó con la llegada de la primavera. Por San Bartolomé dio a luz una preciosa estrella de cinco puntas, más bonita que la flor de la alcaparra y del mismo color púrpura de las uvas cuando maduran.

Mi historia es la de Ulises, pero al revés. Al contrario que en la Odisea de Homero, yo me he dejado vencer por el canto de la sirena sin oponer resistencia. Es un arrullo de felicidad que se pierden los héroes y los dioses.

Como tantas otras cosas…


Por Rosa María Mateos

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