Empezamos la primavera de la mano de nuestra querida Rosa María Mateos con una historia en la que uno duda de donde está la linea que separa la realidad de la facción y más cuando la autora afirma que en este relato no hay ni pizca de ficción, así que sin enrollarme más os dejos en manos de Rosa María Mateos y la Tata Fernanda, eso sí no me responsabilizo de los kilitos de más.
El Porompompero
Encontrar a la Tata Fernanda fue mucho más importante para nosotros que el amartizaje del Perseverance para la humanidad. Ella es ciencia almodovariana, tecnología de refranero y digitalización quijotesca en pleno siglo XXI. Ya quisiera la NASA un rastreador de la categoría de esta mujer rechoncha y bullanguera, manchega de delantal y alpargata, cuya ingeniería se fundamenta en disponer de la mejor materia prima: autenticidad.
La Tata Fernanda entró a formar parte de nuestra familia cuando nació mi primer hijo, Guille el Porompompero. El mote no es casual, porque el chiquillo se crió al arrullo del repertorio completo de Manolo Escobar. El pelirrojo aprendió a caminar bajo el influjo de la canción española, con más copla que nana y más fandango que romancero. Lo cierto es que el niño no aprendió ni una puñetera canción infantil. Tanto es así que, durante una fiesta popular para los más pequeños, solicitaron voluntarios para salir a cantar. El Guille se encaramó de un bote al escenario, agarró el micrófono y nos cantó de principio a fin Viva el vino y las mujeres. Como madre sentí mucho orgullo, esa es la verdad, pero también las miradas inquisidoras del resto de los vecinos del pueblo.
Nuestros tres hijos crecieron felices como las Gracias de Rubens, con unas redondeces propias de los guisos de la Tata Fernanda. Sus croquetas de jamón eran engullidas a pares y las albóndigas en salsa duraban lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks. Cuando llegaba el verano, y se ponían los trajes de baño, recordábamos aquella cantinela de: —¿Cómo están sus hijos? —Como botijos. Aprendieron también un castellano con los verbos terminados en «ís»: cogís, trajís, volvís y la manía de terminar los sustantivos en «eta» y «ete»: sopeta, pucherete, cuchareta… Entre otras singularidades del dialecto manchego.
Mientras nosotros trabajábamos, la Tata Fernanda nos malcriaba a los hijos a fuerza de besos sonoros y arrumacos infinitos. Había días que le teníamos que arrancar a los niños de los brazos. A punto estuvieron de morir de tanto amor. El cariño era recíproco, porque los tres botijos se agarraban a su delantal como las lapas en las rocas y la reclamaban a gritos durante esos trágicos momentos de pataleta.
Ahora en la distancia, la Tata Fernanda representa las vacaciones de verano y una fuente gigante de patatas fritas, además de estratégicas llamadas telefónicas para ponernos al día del devenir del vecindario. Tras la muerte de Manolo Escobar, ella se ha hecho con el protagonismo. Ya no queda nadie en la Tierra que entone mejor Qué guapa estás y Madrecita María del Carmen. No tiene posesiones ni dinero, y fue a la escuela lo justo, pero atrapa los versos y conjuga los verbos con una gramática propia que rebasa el tiempo y el espacio.
Cuando los odios andan sueltos,
Uno ama en defensa propia
M. Benedetti
Por Rosa María Mateos