37º Latitud Norte: El padre del obispo

Un domingo más nos acompaña Rosa María Mateos con una historia con unos personajes muy curiosos de los que encariñarse. Lo único que os puedo adelantar es que seguramente terminéis la historia con una carcajada y queriendo conocer más a los padres del obispo.

El padre del obispo

El señor obispo ha terminado su copioso almuerzo y se dispone a digerirlo con la ayuda de una buena siesta. Todos los asuntos urgentes se pueden solventar mañana. Sobre la cómoda hay un retrato de sus padres jóvenes, sonrientes y enamorados. Nunca sabrá la verdadera razón de sus muertes. ¿Qué hacían en el sótano de la embajada francesa el día que se declaró el incendio?

Juanito Torbellino fue de esos niños cansinos, inquietos y alocados, que hoy sería carne de cañón para los psicólogos infantiles. Ya le hubieran puesto la etiqueta de numerosos trastornos con abreviaturas en mayúsculas y recomendado pastillas de todos los colores para aplacar su naturaleza salvaje. En aquellos tiempos era -simple y llanamente- un niño travieso y la única medicación que tomaba era el juego a demanda. Tal era su actividad que cuando Juanito por fin se dormía, los padres daban un largo suspiro que traspasaba las paredes de la casa. Era la señal de que la paz había llegado al vecindario.

No había un solo rincón del barrio donde el chaval no asomara las orejas. Iba de aquí para allá disparando tiros, flechas, bombas… Haciendo todo tipo de sonidos con la boca, y viviendo con entusiasmo sus personajes. Su cuerpo, esmirriado de tanto tejemaneje, era un campo de churretes, moratones y arañazos, que le otorgaban una prestancia infantil de trinchera bélica.

Cuando Juanito hubo dominado la superficie, se aventuró a inspeccionar el subsuelo. Entraba y salía por las alcantarillas, se colaba por las cañerías del gas, navegaba por las galerías del agua, y no había tubería –ancha o estrecha- que se le resistiera. Como un topo, y sin previo aviso, el niño aparecía de repente por cualquier agujero.

Su suerte cambió el día que se coló en el Cuartel General de los Servicios de Espionaje. Entró por la tubería de la calefacción y salió por el pitorrillo del radiador, apuntando con su pistola de hojalata al mismísimo ministro del Interior. Su hazaña trajo consigo inmediatos ceses y dimisiones. La seguridad del país se vio comprometida por un mocoso de nueve años con un tocado de plumas en la cabeza.

Lejos de sufrir un consejo de guerra, el niño fue incorporado a la plantilla de espías y adiestrado para acceder a los puntos estratégicos de las embajadas extranjeras. Y fue así como el Topo fue creciendo, labrándose una carrera de éxito como confidente en un mundo subterráneo.

En una de las misiones secretas conoció a la Gata, una colega de profesión que se movía por las alturas como una gacela, saltando de azotea en azotea agarrándose de las antenas de televisión. La felina, otro espíritu agitado, se colaba por los desagües, las chimeneas y todo tipo de salidas de humos o ventilación. De tanto subir él y bajar ella, llegaron a tener algo más que un roce profesional.

Al poco tiempo nació un niño gordito y sereno, una bolita risueña que dormía como un ceporrón todas las santas horas del día. Aquel hijo estaba predestinado para un oficio donde se comiera bien y se trabajara poco.

Se cumplieron los pronósticos. El hijo del Topo tomó los votos canónicos con la esperanza de dedicarse a la vida contemplativa. Aunque carecía de toda ambición, un mal golpe de suerte le aupó hasta la diócesis episcopal. En la banda de lana blanca se hizo bordar un verso en honor a sus padres: quien buenos cimientos tiene, tranquilo va, tranquilo viene.


Por Rosa María Mateos

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