Como os adelanté ayer en la visita de Rosa María Mateos a La Buhardilla de Tierra Trivium el relato de hoy se titula El Candidato y desde la Revista Tierra Trivium no nos responsabilizamos de los posibles ataques de risa tras leer el relato, que a muy seguro no os dejará indiferentes como todos los de Rosa María. Y sin alargar más la espera os dejo con nuestro protagonista de hoy.

El Candidato

El Niño del Farolas aprobó la secundaria por los pelos. En el colegio privado consideraron que hacer repetir al hijo del alcalde hubiera sido una desconsideración. En la universidad ya no tuvo tanta suerte; no porque el profesorado no estuviera dispuesto a pasarle la mano, sino porque el muchacho no se presentó a ninguna convocatoria. Le gustaba más la juerga que a un tonto un lápiz y andaba todo el día con la moto haciendo derrapes y caballitos. Su progenitor tampoco es que fuera una lumbrera, pero al menos dejó una estela de seis mil farolas con forma de platillo volante.

Cuando el joven cumplió los 24 años, el padre le afilió al partido y le dio un gran consejo: que se te vea mucho. Su primer puesto fue de asesor en agricultura ecológica y labores del campo, sin haber pisado un sembrado en su vida. En una visita oficial a la Costa Tropical se tragó el hueso de un mango biológico y acabó en el hospital con una disfagia que estuvo a punto de costarle la vida. De esta aventura pasó a la Dirección General de Soberanía Alimentaria, y fue allí donde se pilló una salmonelosis tras hartarse de langostinos en un control rutinario. Su fama de payaso trascendió por las altas esferas, lo que le valió un rápido ascenso: Director General de Transición Ecológica Verde Limón.

A los 35 años entró en su despacho de director general con un traje azul de Armani, al que no quiso quitarle las etiquetas.

—Aparentar tiene más letras que ser—le recordó su padre.

Su figura pronto saltó al estrellato. Se lo rifaban en los programas de opinión, debates y tertulias. Las redes sociales ardían comentando cada uno de sus disparates.

—Lo importante es que hablen de uno, aunque sea mal —le insistía su padre.

Muy pronto, el mito de Narciso se le había quedado a la altura del betún. En el partido estaban más que felices de ofrecer un bufón a los periodistas, porque Antoñito era el cebo ideal para atraer la atención y desviarla de donde no conviene. Tanta profesionalidad tuvo finalmente su recompensa: candidato al Congreso de los Diputados por su provincia.

En plena campaña electoral, Antoñito tuvo el capricho de comprarse unos gemelos de oro con sus iniciales, como había visto que llevaban muchas de «sus señorías». Caminó trescientos metros por la calle como si fuera un sheriff del Lejano Oeste, consciente de la admiración que despertaba en sus conciudadanos.

El puto amo.

Al entrar en la joyería hizo ademán de echarse la mano al bolsillo trasero para soltar una de sus típicas bromas:

—¡Arriba las manos! Esto es un atraco —dijo el bobalicón.

La señora visualizó en un milisegundo la tranca metálica de la puerta y se la clavó en el cráneo a la velocidad de una gacela. El hierro le salió por el ojo derecho como la mano del Capitán Garfio. Cayó hacia atrás sin doblar las piernas, con la misma sonrisa de idiota que había traído.

El homicidio ocupó durante algunos días los noticiarios, pero al cabo de unas semanas todo el mundo se había olvidado del gran estadista que, si la mala suerte no se hubiera cruzado en su camino, podría haber llegado a la mismísima presidencia del gobierno.

Descanse en paz


Por Rosa María Mateos